La fina prosa del autor recorre imágenes y sonidos entrañables. Muchachas y niños, árboles y pájaros; un recuerdo volcánico al calor de un Caballito Cerrero… y dos canciones, una de Roxy Music y otra de Bowie interpretada por Motorhead.
Atmosféricas. No es más que un gran jardín y alguien con recuerdos subversivos pensaría que debiera ser un parque público. Pájaros peregrinos y extranjeros al sitio ensucian, sardónicos, al personal. Las jacarandas, etcétera. Mentes obtusas afirman que no son de aquí, y vueltas vegetanazis quieren exiliarlas. Los árboles, como la gente, son de donde llegan, están contentos y prosperan. Tóxicas muchachas pasan, comme une passante. El jardín doméstico, en cambio, está abierto a las semillas voladoras, a los pájaros pródigos y sus bendiciones. Niños juegan a la pelota. Uno, de apenas año y medio, se sienta en el prado y, como un rey, destruye lentamente, divirtiéndose mucho, sus juguetes de colores que, como cortesanos, lo rodean. Un resplandor rojizo, desde lejos, todo lo gobierna.
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Both ends burning. El viejo de la extrema izquierda sabe que pronto se muere. Menos de seis años le quedaban ya. Pero, por lo pronto, mira fijamente a la cámara: sabe que es todavía una leyenda viviente. La azotea magnética marca el mediodía justo. Luego sigue un dandy un poco demasiado self–conscious, si es que esto no es posible. Aprieta la cara, algo lo vuelve inseguro. Sigue en la alineación un esforzado miembro de la brava infantería de la casa, a quien flanquea una mujer que alguna vez fue bellísima entre las llamas. Y además, después, una muchacha que por siempre habría de ser de aire. Acto continuo, único que pierde la mirada en otra parte, otro muchacho piensa en otra cosa.
Y al final, la más bella, la que más alto ardía. También ve hacia lo que viene, bien que se sabía, a todo lo largo de su vida breve, la desahuciada, la más brillante. Su indumentaria es impecable, de una tranquila elegancia. Está de perfil y calcula, con frialdad, cuántas veces más habría de considerar, allí, el paso de los distantes aviones. Le restaba, y tal vez bien que sabía, nomás un año más que al viejo del otro extremo. El grupo es más bien estoico, formado junto al muro, como esperando la final descarga del fusilamiento del tiempo despiadado. Dos idos desde entonces, el resto se preguntará cuándo. Ahora, la fotografía palidece, la erosión de los años avanza.
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Los héroes revisitados. Por supuesto que la canción, el himno, ha pasado algunas veces ya por estos renglones. Pero no bajo la impecable ejecución de Motörhead. La superbanda se tiende a fondo, y con notable humildad realiza un cover justo, impecable. Pero el ostinato que guía la composición suena mejor que nunca, y las estruendosas guitarras saben adoptar un tono muy fino, una pasión reverencial. Un tipo de salvaje apariencia embiste con la letra incandescente, con la mejor canción que David Bowie nos legó, ah the thin white duke, nunca:
Quisiera, quisiera nadar
Como los delfines
Los delfines lo hacen
Aunque nada, nada nos mantendrá juntos
Podemos vencerlos, por siempre jamás
Oh, podemos ser héroes nomás por un día
Yo, yo seré rey
Y tú, tú serás reina
Aunque nada los desterrará
Podemos ser héroes nomás por un día
Podemos ser nosotros nomás por un día
Tú, yo puedo acordarme
(me acuerdo)
De pie contra el muro
(contra el muro)
Y los cañones disparaban arriba de nuestras cabezas
(arriba de nuestras cabezas)
Y nos besábamos como si nada cayera
(nada cayera)
Y la culpa estaba del otro lado
Oh, podemos vencerlos, por siempre jamás
Entonces podríamos ser héroes nomás por un día
Podemos ser héroes
Podemos ser héroes nomás por un día
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Estoica sentencia atribuida a Gengis Kahn: “Si uno no lo incendia todo a su paso, entonces ¿para qué pasa?”
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“Nunca fui a Pompeya”, continuó, y el caballito de Caballito Cerrero temblaba levemente en su mano. “No estuve allí para acordarme del hallazgo del soldado —como un símbolo universal del coraje— quien se mantuvo en su sitio mientras el humo y las llamas lo asfixiaban. No vieron mis ojos los patios más bellos del mundo, con sus mosaicos de delirio. No me cubrió la sombra sagrada del Vesubio mientras caía la tarde. Ni vi a lo lejos las primeras luces de Nápoles, la espléndida. No pude vagar entre los muros en penumbras, acechando el paso de aquella muchacha por quien perdí el juicio. Nunca el rojizo resplandor alumbró el cielo de la ciudad en ruinas, ni los pájaros pasaron por allí despreciando la muerte y sus cánticos finales. Nomás me fue dado mirar sobre los muelles sosegados y napolitanos cómo se mecían los veleros en su reposo. Nomás me tocó el incendio de algún palacio en correcta decadencia, la lumbre mansa de los recuerdos de la Sicilia que tampoco pisé. Desde la terraza florecida todo fue ansiar por Pompeya, sus árboles en flor. No importa que los tejados fueran tan gratos, el té tan pacífico. Algo devoraba luego el alma desde los miradores de Capri. Una caída, de tantas, me ancló a un bastón y a una muchacha. Bendiciones. Pero habré de volver a recoger los pasos que nunca fueron.”
Bebió su tequila de un trago, golpeó con el caballito, con cierto exceso, la mesa. Se arrebujó en su equipal. No volvió a pronunciar palabra. ®