Héroes sin gracia

Días de gracia, de Everardo Gout

Una cámara nerviosa, angustiada y angustiante, sumerge al espectador en el mundo infernal de los secuestros. Las diferentes líneas temporales sólo dejan entrever cortes, fragmentos. Días de gracia (2011), ópera prima de Everardo Gout, es por momentos una película claustrofóbica, efecto que logra no solamente mediante la perspectiva subjetiva de la cámara sino también por la forma fragmentada de anudar la narrativa.

Es significativo que el director haya decidido tener como anclajes temporales los mundiales de futbol de 2002, 2006 y 2010, que son prácticamente la única referencia que tendrá el espectador para ir armando y comprendiendo el desarrollo de los hechos, que el director hace parecer contemporáneos.

Dice la Víctima X (Carlos Bardem) al inicio del filme: “Mundial de futbol, tiempo santo donde todo vale. El mundo entra en un vértigo paralizante mientras la suerte de uno, de todos, de alguna u otra forma depende de un balón”.

El encumbramiento de los deportistas, particularmente de los futbolistas, como héroes nacionales no es, desde luego, un fenómeno exclusivo de la sociedad mexicana, sino parte de un fenómeno global, de las sociedades de masas, que traspone los conflictos (de clase, regionales, entre países) en una cancha de fútbol. Recuérdese, por ejemplo, la famosa “mano de Dios” en el mundial de México 86, con la que Argentina se imponía 2 a 1 en cuartos de final a la escuadra inglesa, y cómo —esto se desarrolla muy clara y acríticamente en la película Maradona (2008) de Emir Kusturica— ese triunfo permitió a millones de argentinos sentir una suerte de revancha sobre Inglaterra después de la derrota sufrida en la guerra de las Malvinas.

El problema con Días de gracia es su protagonista principal, el héroe —que deviene villano—: Lupe (Tenoch Huerta). Un policía mexicano noble, consciente de su papel en la sociedad, leal, capaz de sacrificar todo —incluyendo a su propia familia— con tal de llevar a los criminales a la justicia es, para decirlo en una palabra, inverosímil.

Al ver la película uno siente que el personaje ha sido calcado de alguno de esos héroes recalcitrantes de las películas estadounidenses. El diálogo —no exento de un sarcasmo fuera de lugar— que sostiene Lupe con la Madrina (Verónica Falcón) al ser capturado en una operación solitaria contra la banda capitaneada por ésta bien podría ser digno de un Bruce Willis.

La cultura estadounidense puede darse el lujo de identificar héroes con sus policías o, para decirlo más ampliamente, con cualquier persona asociada con las fuerzas del orden, porque, independientemente de que esto sea cierto o no, hay una creencia general de los ciudadanos en sus instituciones y sobre todo en la fuerza del Estado para combatir al crimen organizado, y más recientemente al terrorismo. En este sentido es muy ilustrativa una de las secuencias finales de la ya clásica La jungla de asfalto (1950), de John Huston,en la que el jefe de policía, en una suerte de conferencia de prensa, enciende los radios donde reciben las llamadas de auxilio de los ciudadanos y después, de manera dramática, los apaga y les dice a los reporteros que de no existir la policía las personas estarían indefensas, frente a un silencio donde se ahogarían sus gritos de auxilio. Sí hay policías corruptos —concluye— pero son mayoría los elementos buenos.

En Días de gracia no podía faltar la referencia a los héroes nacionales: Emiliano Zapata, que es la inspiración de Lupe, y Pancho Villa, representado por la banda Los Dorados del comandante José (José Sefami). La única forma que tiene el director de rescatar la verosimilitud de este grupo que se presenta al ingenuo Lupe como una fuerza dentro de la policía para hacer valer la justicia a pesar y por encima de las propias leyes (“A la chingada con las reglas, ésas son para los árbitros”, le dice el Comandante a Lupe) es revelando que en realidad se trata de un grupo de policías corruptos que simplemente se dedican a trabajar para proteger los intereses de otra banda de secuestradores. Y es sólo la ingenuidad de Lupe, su capacidad para enfrentarse a Los Dorados, matar y vengar la muerte de su familia, lo que resulta asombroso —otra vez, inverosímil.

Al ver la película uno siente que el personaje ha sido calcado de alguno de esos héroes recalcitrantes de las películas estadounidenses. El diálogo —no exento de un sarcasmo fuera de lugar— que sostiene Lupe con la Madrina (Verónica Falcón) al ser capturado en una operación solitaria contra la banda capitaneada por ésta bien podría ser digno de un Bruce Willis.

En algún momento de la película, ya instalado en su papel de secuestrador, se escucha a Lupe decir: “En este mundo no hay justicia porque Dios nos perdona a todos, perdona todos nuestros pecados”. Si bien es cierto que la película tiene un final inesperado e impactante, con esa vuelta de tuerca el director termina de enterrar al personaje de Lupe: con la misma ingenuidad con la que creía en Los Dorados, de manera completamente maniquea se entrega a las “fuerzas del mal”, deviniendo líder de una banda de secuestradores. No deja de llamar la atención el desplazamiento del problema de la falta de justicia en la sociedad a un asunto de perdón divino. El problema no es que Dios perdone nuestros pecados, ni siquiera si existe o no; el problema —y no por evidente hay que omitir decirlo— es que las instituciones humanas, las mexicanas por lo pronto, encargadas de impartir justicia, de velar por el orden, son, por decir lo menos, corruptas, están corrompidas.

El verdadero héroe de la película quizá sea Iguana (Krystian Ferrer). Sin embargo, contrario a lo que podría parecer en una primera instancia, el final más que esperanzador me resultó de una crudeza absoluta. En efecto, ¿qué posibilidades reales ofrece la sociedad mexicana a los jóvenes para evitar que se entreguen al crimen organizado, a las bandas de narcotraficantes, de secuestradores? Es muy significativo que la redención de Iguana sea mediante el deporte, el box. El fenómeno complejo del ingreso de niños y jóvenes en el mundo de la delincuencia tiene muchas aristas. Pero en una sociedad tan profundamente desigual, regida por las reglas del capitalismo salvaje, donde el único sujeto capaz de ejercer la máxima expresión de la libertad, el consumo, es quien tiene dinero, no resulta ilógico —según esta misma lógica perversa— que el individuo busque los medios de satisfacer sus deseos de cualquier manera. La sociedad, los medios de comunicación, la omnipresente publicidad, todo el tiempo están bombardeando al individuo con demandas de consumo, sin ofrecer los medios para obtener tales “bienes”. El salario mínimo ni siquiera alcanza para la reproducción de la fuerza de trabajo. Hace ya algunas décadas que la educación dejó de ser la palanca de movilidad social. Es bien sabido que los programas de reintegración social de jóvenes que han delinquido no han tenido éxito: simplemente no pueden ofrecerles el mismo poder adquisitivo que la delincuencia sí: deben conformarse con ser ciudadanos respetuosos de las leyes y de la propiedad privada.

No es hacer una apología del delito decir que más bien sorprende que no haya más personas que se dediquen al crimen. El mexicano es un Estado fallido si seguimos la definición del Estado según Max Weber: la entidad encargada del monopolio del uso legítimo de la violencia. Cada vez es más frecuente el uso ilegítimo de la violencia. En México la mayoría de los crímenes, de los asesinatos, quedan impunes. No resulta ocioso preguntarse qué mecanismos ideológicos aún cohesionan esta sociedad. ¿Cómo se convence a alguien de que trabaje por lo menos ocho horas diarias, durante todos los días de su vida, haciendo cosas pocas veces gratificantes para obtener un salario que ni siquiera alcanza para comer? ¿Y los tenis, y el iPhone, y el iPad, y la pantalla de leds, y el Blu-ray, y el coche?

Y esto nos devuelve a Iguana. Parece ser que la única opción para tener los niveles de vida que el narcotráfico o el crimen organizado ofrece a los jóvenes, especialmente a los de clases bajas, es dedicarse al deporte: aspirar a ser futbolista o boxeador. La vida lujosa y llena de excesos de los astros del balompié, de algunos pugilistas, son, al igual que la de los narcotraficantes, extremos posibilitados y muchas veces, directa o indirectamente, presentados como deseables en las sociedades capitalistas.

Después de todo, nuestro país ha entrado en un vértigo paralizante mientras la suerte de uno, de todos, de alguna u otra forma ha pasado a depender no de un balón, sino de un puñado de sicarios que se disputan impunemente el monopolio de la violencia ilegítima a lo largo y ancho del territorio nacional. ®

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Publicado en: Cine, Mayo 2012

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