Hombre al agua

Un mexicano en un club de barrio argentino

A Analía y Sebastián, con todo mi cariño.

Bayote llegó al lugar. Pagó treinta pesos. Le entregaron una estaca y una masa y lo mandaron al centro de una cancha de fútbol. Y ahí marchó el yucateco, bajo un sol que partía la tierra. Y él, muy iluso, pensó que nunca iba a sentir tanto calor como en su blanca Mérida.

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Chingaderas, en Buenos Aires —“un puerto sin salida al mar”, como dice la canción— el verano está al revés de la mitad del mundo y es cuando el termómetro trepa sin reparos de 35 a 40 grados.

El mexicano que hace seis años vive en Argentina caminó bajo el sol rajante de un mediodía porteño hacia el centro de la cancha verde. Nadie lo vitoreaba ni le tiraba papelitos de colores. Levantó la cabeza, soltó la masa y la estaca en el pasto y se fabricó una visera con la mano. Miró a diestra y siniestra. De un lado vio a unas chicas divinas, de bikini todas —muchas con tanga enterrada— rodeadas de niños de entre uno y diez años. “Son todas M.I.L.F.”, pensó, con una sonrisa socarrona.

Sin embargo, del otro lado, la situación era diametralmente opuesta. Como si estuviera entre el cielo y el infierno, divisó a un grupo de señoras de entre sesenta y ochenta años, de traje de baño enterizo todas. Los pechos turgentes de las primeras llegaban a la cintura en el caso de las segundas, y las mallas tapaban unos traseros tan grandes y arrugados como casas en ruinas. Bayote suspiró y se puso melancólico.

Entonces vio la estaca y la masa. ¿Debería inmolarse al rayo del sol? ¿O prepararían la canchita de fútbol para escenario de circo romano-argento? No, no era para tanto y al Espartaco yucateco todo se le evaporó en los pensamientos cuando llegó el dueño del buffet del club con la famosa sombrilla por la que había pagado la módica suma de treinta pesos por un día de alquiler. “Ponela donde quieras. Cuando te vayas avisame y yo la retiro”, le dijo.

Es que para el yucateco el mundo no se terminó y Bayote recibió el año con nuevos y renovados bríos: son antecesores mayas dejaron escrito por ahí que un nuevo ciclo empezaba y el mexicano se lo tomó al pie de la letra: “Éste es nuestro año”, se dijo una y otra vez, mientras brindaba rodeado de su familia argentina y amigos.

Aunque el 2013 arrancó de vacaciones para el clan Bayote, la situación económica no les permitió irse a ningún lugar de veraneo. El mar y las montañas sudacas estaban demasiado lejos para el presupuesto familiar y ni hablar de matar la nostalgia y viajar a México: Si no había lana para rolar por las rutas argentinas, menos lo habría para comprar “dólares blue” para salir del país…

Así que al mal tiempo buena cara. Y así fue como la familia se armó una rutina interesante para dejar a un lado el calor y buscar un poco de espacio verde. La idea era que “los niños la pasaran genial”, y gracias a un consejo de unos “amigos-papás-vecinos” los Bayote aterrizaron en el “Club Cultural y Deportivo 17 de Agosto” en el barrio porteño Villa Pueyrredón.

A grandes rasgos, hablamos de un espacio recreativo con áreas verdes donde se practican deportes y se disfruta de las albercas. Si nos ponemos meticulosos y hacemos focos en los rasgos pequeños, nos referimos a un ecosistema singular de la vida porteña: un lugar donde convergen decenas de familias con sus bártulos, hijos, historias, alegrías, miserias, kilos de más y de menos, tatoos y cicatrices, ganas de pasarla bien y no tanto… Todo en el corazón de la ciudad.

Entonces vio la estaca y la masa. ¿Debería inmolarse al rayo del sol? ¿O prepararían la canchita de fútbol para escenario de circo romano-argento? No, no era para tanto y al Espartaco yucateco todo se le evaporó en los pensamientos cuando llegó el dueño del buffet del club con la famosa sombrilla por la que había pagado la módica suma de treinta pesos por un día de alquiler.

Bayote estaba escéptico. Nunca en su vida había experimentado una situación tal. Es más, siempre aborreció el sol y no entendía cómo los argentinos podían yacer durante horas como lagartos para dejar la piel… ¿tostada? Se preguntaba una y otra vez: ¿Para qué? ¿Con qué necesidad? ¿Y la sombra? ¿Y las cheves? ¿Y los mariscos?

Sin embargo, se propuso desprogramar al cínico anárquico-depresivo que lleva adentro y, con ojo antropólogo y corazón de culebrón mexicano, Bayote no se perdió de nada. Paró las antenitas de vinil para escuchar la charla de las señoras que estaban en la sombrilla amarilla, presenció de refilón una pelea fugaz entre hermanos (que al otro día terminó a los besos), compartió algunas cervezas con Sebastián (el amigo-papá-vecino), se comió varios choripanes directitos de la parrilla y peregrinó 35 mil veces de la sombrilla a la piscina, a pedido de sus niños. Resultado: poco protector solar para el espantoso agujero en la capa de ozono que hay en Sudamérica y una espalda roja y pelada por el brutal sol.

Y claro, también fisgoneó a las M.I.L.F. porteñas y hasta de puro morbo no se perdió las rutinas de aeróbics de las señoras de la tercera edad en trajes de baño. Asimismo mostró algunas partes privadas para la revisación médica (a fin de entrar a las piscinas) e intentó hacerse camino a nado entre las albercas —altamente meadas, sin duda— llenas de chiquitos gritones.

Y en el club también conoció a “Papita”. Un treintón pisando los cuarenta, bronceadísimo y verborrágico a más no poder, “cuidador” de las mujeres de los amigos si estaban solas y de los hijos ajenos, a los que les grita “No seas maricón, che!” si lloran por algo. Un tipo porteñísimo y encantador con quien pactó, en un futuro incierto, compartir unos tacos. Ocurre que “Papita” no sabe lo que significa para los mexicanos el “ahorita los preparamos”.

Crisol de razas, todos nacidos en Argentina pero mezclados con españoles, italianos y algún judío errante por ahí. Comen de todo: sanduchitos de jamón y queso, el tradicional asado, choripanes y hasta niches de papas. Y beben de todo también, porque si no no sería una fiesta vacacional.

Una experiencia más, otra mancha al jaguar en éxodo perpetuo. El circo argento-romano de estaca, masa y sin sombrilla quedará para otro día. Bayote se calzó la zunga, las antiparras y se sintió soñado. Miró a su mujer sudaca y le cantó:

Me iré con estas olas
No estés preocupada
Todos gritarán
“Hombre al agua”.

Y se tiró de panza en la parte profunda de la alberca. ®

Aquí, el Facebook del ilustrador.

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Publicado en: Febrero 2013, Mínimas sudacas

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