En Cluj Napoca, Andrea sueña con su próximo trabajo en Japón. A pesar de los alarmantes informes de los últimos años en los que se habla de esclavitud sexual y asesinatos de hostess, centenares de extranjeras continúan buscando una buena paga en esos bares japoneses.
Andrea intercambia algunas ásperas palabras con su madre, Elisabeta, quien intenta convencerla de que coma algo. Después de años de luchar por conseguir comida durante el comunismo, Elisabeta no puede comprender la insistencia de su hija por mantenerse delgada.
Antes de partir a Tokio, Andrea retoca su cabellera rubia en un viejo salón de belleza en el centro de Cluj Napoca. El tinte rubio es una herramienta necesaria y poderosa para atraer a los clientes.
Andrea se despide de su madre antes de emprender el viaje de seis horas hacia el aeropuerto de Bucarest. Le dijo a su madre que va a trabajar en una agencia de viajes japonesa.
En Tokio, Andrea vivirá en un pequeño dormitorio en el que hay dos regaderas comunes y una cocina compartida por cuarenta mujeres, muchas de ellas hostess extranjeras y japonesas. El casero cobra 550 dólares mensuales por ese diminuto espacio con cuatro camas.
En la cocina, Andrea le enseña a una compañera filipina cómo depilarse “a la rumana”. Para maximizar sus ahorros Andrea trajo consigo varios utensilios, incluyendo su propia cera y algunas ollas.
En Roppongi Crossing, Andrea ve si no hay policías en el camino al trabajo. Su más grande temor es ser deportada por trabajar ilegalmente con visa de turista y desperdiciar la oportunidad de ganar hasta tres años del salario mínimo rumano en tan sólo tres meses de trabajo como hostess.
Andrea entretiene a un ejecutivo dentro del exclusivo club privado en el que trabaja. “Sólo tengo que hacer que él se ría, darle unas horas de felicidad”, dice. “Hay hombres que lo único que quieren es que escuche sus problemas, y hay otros que sólo quieren ver un lindo busto o una pierna”, musitó.
Andrea espera a que sus compañeras de cuarto abran la puerta y, por fin, poder dormir. Después de tres meses entreteniendo hombres, está ansiosa por regresar a Rumania. Después lo estará por volver a Japón otra vez. Sólo así podrá tener seguridad económica.
A las 4 a.m., Andrea le pide a un cliente que se case con ella para obtener los papeles que le permitirían vivir y trabajar en Japón. Otro cliente le prometió los 20,000 dólares necesarios para conseguir la visa de trabajo japonesa, pero luego se desdijo.
Exhausta, Andrea fuma afuera de su dormitorio. “Tienes que tener la sangre muy fría y ser muy ruda para poder ser una hostess”, dice.
Según Andrea Silhagi, de 24 años, originaria de Rumania, la economía abierta no ha logrado liberar a la mayoría de sus compatriotas. “Antes teníamos dinero ahorrado, pero todo estaba racionado, así que no teníamos nada para comprar… ahora tenemos muchos productos a nuestra disposición para satisfacer todas nuestras necesidades, pero no tenemos el dinero para comprarlos.”
En consecuencia, miles de rumanos han emigrado en los últimos años para trabajar ilegalmente en otros países. Muchos de ellos trabajan como lavaplatos o afanadores. Algunos otros han sido tentados u obligados a entrar en el peligroso mundo de la industria sexual globalizada.
Los elevados costos de la vida en Transilvania obligaron a Andrea a abandonar sus estudios en la Escuela de Medicina en julio del 2000, al igual que en octubre del 2002, ya que no podía mantener a su madre y a ella misma en el pequeño departamento que comparten en Cluj Napoca.
Como muchas otras mujeres rumanas de educación universitaria que se vieron obligadas a emigrar por razones económicas en los últimos años, Andrea también sucumbió ante la promesa de hacer dinero fácil “entreteniendo” a los clientes en los clubes de hostess en Japón y otros países asiáticos. Tenía muchos temores: ¿cómo podía competir con todas aquellas hermosas chicas? ¿Podría ganar la cantidad suficiente de dinero durante los tres meses de vigencia de su visa? ¿La policía podría deportarla en caso de que la descubrieran trabajando? ¿Tendría jefes abusivos?
Irónicamente, al igual que para Andrea, trabajar como hostess en Japón se ha convertido en algo muy codiciado por muchas mujeres jóvenes del bloque oriental-europeo. En la gran mayoría de los casos se trata de mujeres bien instruidas y muy conscientes de los riesgos. Sin embargo, la recompensa económica es demasiado tentadora como para rechazarla. Andrea trabajó durante tres meses en Japón y ahorró cerca de 3,000 dólares, más de lo que necesitaba para continuar con sus estudios. Ella, al igual que otras mujeres de su vecindario, desean volver a Japón.
Janet Jarman visitó a Andrea en Cluj Napoca a principios de octubre del 2002 mientras ésta se preparaba para su segundo trabajo como hostess en Japón. Jarman documentó la corta pero lucrativa tarea de Andrea como hostess de un club nocturno en Tokio. ®
—Traducción de Ari Volovich. Publicado originalmente en Replicante no. 1, “Migraciones, racismo y mestizaje”, otoño de 2004. © Janet Jarman/Corbis
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María Guadalupe Guerrero Olivares
Qué angustia es la pobreza, y mientras la mujer sepa lo que quiera, y decida nadie puede juzgarla, me pregunto: ¿no es, la misma en todos lados? en el caso d e Andrea, es visible que sí que no hubo otra oportunidad que los reisgos y peligros que se corren y los malos tratos a los cuales se exponen las sexoservidora, se sabe son altos y muchos