La preocupación de Houellebecq no tiene que ver con sistemas políticos o religiones. Sumisión es, más que cualquier otra cosa, una fantasía poligámica llena de añoranza por lo que pudo haber sido pero no le deparó la vida al escritor.
Dice Michel Houellebecq en la página 36 de la versión en castellano de su más reciente novela, Sumisión: “El amor en el hombre no es más que agradecimiento por el placer que se le ha dado”.
Si las mujeres entendieran eso no habría lugar para la ingente variedad de interpretaciones erradas que se le adjudican al terminajo y el mundo sería otro. Al día de hoy “amor” es la palabra que se pone por delante —con el fin de eludir al primer atisbo cualquier amenaza de introspección— para referir por igual a la atracción física desaforada, al pánico a la soledad, a la codependencia en el funcionamiento cotidiano, a la zona de confort silenciosa frente al reacomodo del prójimo, a la adicción a los neuropéptidos específicos secretados durante la convivencia en pareja, a la obsesión por no perder la fuente de sustento de la autoestima o del ego, a la excusa fácil para victimizarse ante testigos, a una manda inculcada por la familia e inclusive a la fantasía de semejante penitencia por supuesta orden divina, al temor al remordimiento, a la vanagloria de la resistencia, al estado de ánimo derivado de ilusiones irrealizables, a la solidaridad compasiva o a la resignación por no vislumbrar ni remotamente otra opción en el futuro a secas, entre otros patetismos.
Y para que no se preste a confusiones, Houellebecq abunda:
y nunca nadie me había dado tanto placer como Myriam. Podía contraer el coño a voluntad (despacio, con lentas presiones irresistibles, o con pequeñas sacudidas enérgicas y traviesas); contoneaba su culito con una gracia infinita antes de ofrecérmelo. En cuanto a sus felaciones, no había conocido nada semejante: abordaba cada felación como si fuera la primera y pudiera ser la última de su vida. Cada una de sus felaciones habría bastado para justificar la vida de un hombre.
Pero la clave está en la primera línea: “El amor en el hombre no es más que agradecimiento por el placer que se le ha dado”.
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Desde que en pleno Año Nuevo me enteré a grandes rasgos de que Sumisión se trataba de la apuesta futura de Francia por el islamismo, tuve el presentimiento de que el trasfondo no tenía que ver con una provocación política sino con llevar al extremo lo que Houellebecq ha venido denunciando desde hace años: el fracaso de la libertad individual hiperconsciente de la realidad, lucidez masiva que justamente Francia experimenta a la cabeza en Occidente y a la que el propio Houellebecq contribuyó a fomentar.
Y es ése el quid del título. Dice en voz de un personaje llamado Rediger:
La cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta. […] Hay una relación entre la absoluta sumisión de la mujer al hombre y la sumisión del hombre a Dios, tal como lo entiende el islam. El islam acepta el mundo, y lo acepta en su integralidad, acepta el mundo tal cual, para hablar como Nietzsche. El punto de vista del budismo es que el mundo es dukkha: inadecuación, sufrimiento. El cristianismo por su parte manifiesta serias reservas: ¿acaso no se califica a Satán de “príncipe del mundo”? Para el islam, en cambio, la creación divina es perfecta, es una obra maestra absoluta. ¿Qué es en el fondo el Corán sino un inmenso poema místico de alabanza? De alabanza al Creador y de sumisión a sus leyes.
En Las partículas elementales —la obra de su consagración— Houellebecq ya había dado señales de que consideraba el catolicismo una religión bien estructurada en símbolos y valores que podía concitar un mejor funcionamiento humano. Entonces no fue muy contundente, pero por ejemplo le dedicó estos versos:
Igual que los hombres de la época materialista podían asistir a la repetición de las ceremonias rituales cristianas / sin entenderlas ni verlas realmente, / igual que no podían leer ni releer las obras de su antigua cultura cristiana sin apartarse de una perspectiva casi antropológica, / incapaces de comprender esas discusiones sobre los grados del pecado y de la gracia que habían agitado a sus antepasados; / nosotros podemos, de la misma manera, escuchar esta historia de la época materialista / como un viejo cuento humano. / Es una historia triste, y sin embargo no nos sentimos realmente tristes / porque nos parecemos demasiado a esos hombres. / Nacidos de su carne y de sus deseos, hemos rechazado sus categorías y sus adhesiones; / no experimentamos sus alegrías, tampoco sus penas, / hemos apartado / con indiferencia / y sin ningún esfuerzo / su universo de muerte.
Deslumbrado con el resto del contenido de esa obra, ese resabio de anacronismo me parecía peccata minuta. Pese a ser ateo, recientemente Houellebecq se muestra más tentado no a creer sino a renunciar a la búsqueda de alternativas: “La única solución es pasar por un plano superior, conteniendo un punto único llamado Dios, al que estaría unido el conjunto de los individuos y éstos entre ellos a través de ese intermediario”.
Van ya muchos siglos de haberle dado la oportunidad a la fe de ser eficaz, es decir, de cumplir su propósito, que es el de contener o refrenar la agresividad humana, sobre todo, y no hace falta esperar más siglos para comprobar que es un método de disuasión fallido. Ahora en Sumisión Houellebecq confiesa: “Creo que a los quince años supe que el retorno de lo religioso, del que se empezaba a hablar entonces, sería ineluctable”.
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Pero vayamos por partes. Michel Houellebecq es el pensador, el filósofo más brillante de nuestra época. Y quizá de todos los tiempos. Pero no era tan buen escritor en el sentido puramente narrativo, lo cual no tenía la menor importancia porque es el mejor escritor de ideas. Los personajes, las historias, los clímax, los desenlaces eran meros pretextos para ir soltando los conceptos más profundos, más rotundos y más nítidos sobre la naturaleza humana.
En sus dos últimas novelas, El mapa y el territorio y Sumisión, se notan sus esfuerzos por ofrecer más y mejor narrativa y sentencias filosóficas cada vez más dosificadas. Después de El mapa y el territorio me pregunté si Houellebecq escribiría una novela más, pues filosóficamente parecía haberse exprimido hasta la última gota. Pero El mapa y el territorio tuvo más éxito del esperado y merecido, con el premio Goncourt por delante, y Houellebecq no podía dejar pasar su gran momento.
Su primer libro, el ensayo H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, tuvo como motivación la obra de Lovecraft para que entre sus disertaciones al respecto se colaran sus incipientes verdades irrefutables, como la siguiente:
El universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales. Una figura de transición hacia el caos. Que terminará arrastrándolo consigo. La raza humana desaparecerá. Aparecerán otras razas, que desaparecerán a su vez. Los cielos serán glaciales y estarán vacíos; los atravesará la débil luz de estrellas medio muertas… que también desaparecerán. Todo desaparecerá. Y los actos humanos son tan libres y están tan desprovistos de sentido como los libres movimientos de las partículas elementales. ¿El bien, el mal, la moral, los sentimientos? Meras “ficciones victorianas”. Sólo existe el egoísmo. Frío, intacto y resplandeciente.
He ahí el Houellebecq nato, el poeta: El mundo es un sufrimiento desplegado. En su origen hay un nudo de sufrimiento. Toda existencia es una expansión, y un aplastamiento. Todas las cosas sufren, hasta que son. La nada vibra de dolor, hasta que llega a ser: en un abyecto paroxismo.
El Houellebecq del 2015, el sabio, el best seller, deja de lado su antigua afición de propinar realidades crudas que llevan del triste impacto desesperanzador —en poco tiempo— al júbilo permanente de la constatación del sinsentido, a cambio ahora, mejor, de describir soluciones en Sumisión —desde un futuro próximo como le gusta hacerlo, como buen profeta inequívoco— que avizora, además, inminentes:
En un régimen islámico, las mujeres —o por lo menos las que eran suficientemente guapas como para despertar el deseo de un esposo rico— tenían en el fondo la posibilidad de seguir siendo niñas prácticamente toda su vida. Poco después de dejar atrás la infancia ellas mismas se convertían en madres y se sumergían de nuevo en el universo infantil. Sus hijos crecían, luego se convertían en abuelas, y así pasaba la vida. Sólo había unos años en los que compraban lencería sexy y cambiaban los juegos infantiles por juegos sexuales, lo que en el fondo venía a ser más o menos lo mismo. Evidentemente perdían autonomía, pero fuck autonomy!
¿Por qué y cómo llegamos a eso?
Tan denodado fue el intento de Houellebecq por convertirse en un mejor narrador, y tanto lo han convencido de que conquistar las listas de libros más vendidos depende de que deslice suavecito lo que antes lanzaba a bocajarro, que él mismo anuncia su fórmula proyectándose en Nietzsche: “Nietzsche se calmó, comprendió que no es posible infligir al lector una cantidad exagerada de ideas, que hay que contemporizar, dejarle recuperar el aliento”. Y enseguida pone a un personaje a explicar: “También usted en Vértigos de los neologismos tuvo la misma evolución, y eso lo convierte en un libro más accesible”; lo cual François —el alter ego de Michel Houellebecq en Sumisión— aprovecha para aclarar su propia ubicación en la Historia, quizás harto del paralelismo: “Yo no soy Nietzsche”.
Y es que ya previamente, en Las partículas elementales, dio por sentada su trascendencia de la siguiente manera:
Las mutaciones metafísicas —es decir, las transiciones radicales y globales de la visión del mundo adoptada por la mayoría— son raras en la historia de la humanidad. En cuanto se produce una mutación metafísica, se desarrolla sin encontrar resistencia hasta sus últimas consecuencias. Barre sin siquiera prestarles atención los sistemas económicos y políticos, los juicios estéticos, las jerarquías sociales. No hay fuerza humana que pueda interrumpir su curso…, salvo la aparición de una nueva mutación metafísica. Ninguna mutación metafísica llega a producirse sin haber sido anunciada, preparada y facilitada por un conjunto de cambios menores, que en el momento de su coyuntura histórica a menudo pasan desapercibidos. Personalmente, me considero uno de esos cambios menores.
Y ahora en Sumisión lo reitera con un diálogo alusivo a la Pléiade (la lujosa colección de títulos selectos de autores muertos salvo Kundera):
“—Sí, usted trabaja para la eternidad…
—Siempre es un poco pretencioso afirmarlo; pero sí, ésa es nuestra ambición, en todo caso.”
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Como es por todos sabido, Sumisión empezó a circular el mismo día de la masacre en las oficinas del semanario Charlie Hebdo, en París, el cual le había dedicado a Houellebecq el cartón de portada en circulación. La premisa es que en el 2022 Mohammed Ben Abbes, candidato de la Hermandad Musulmana, en una segunda vuelta y con la connivencia del Partido Socialista, gana las elecciones en Francia.
Houellebecq, desde las primeras páginas, sienta las bases, abraza su pasado, nos estrecha afectuosamente la psique y brinda, generoso, por la conexión literaria atemporal:
Sólo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente, con la integralidad de esa mente, con sus debilidades y sus grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con todo cuanto la emociona, interesa, excita o repugna. Sólo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo, pues por profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco. Por supuesto, tratándose de literatura, la belleza del estilo y la musicalidad de las frases tienen su importancia; no cabe desdeñar la profundidad de la reflexión del autor ni la originalidad de sus pensamientos; pero ante todo un autor es un ser humano, presente en sus libros. Igualmente, un libro que nos gusta es ante todo un libro del que nos gusta el autor, al que deseamos conocer y con el que apetece pasar los días.
La voz narradora es la del referido François (un Juan Pérez para los franceses y a la vez un Josef K. posmoderno), profesor de literatura en la Sorbona, cuarentón, quien lleva consigo en la mente de tiempo completo a Joris–Karl Huysmans, novelista del siglo XIX, naturalista y pesimista, como Houellebecq, y del cual nos transmite la idea de que significa para él lo que él significa para nosotros. Como premonición, François comenta que Huysmans experimentó una conversión tardía al cristianismo.
François, como política personal, tenía relaciones cada verano con alguna alumna nueva, tranquilo, antes de que decayera la pasión, se impusieran las molestias y sólo quedaran las salidas a cenar.
Como espectador, François se dice entretenido por las transmisiones televisivas las noches de jornadas electorales. Es así como, junto a sus disquisiciones y sus coitos, vamos dándole seguimiento puntual a los azares y las alianzas que terminan por llevar a la presidencia a Ben Abbes. También nos entera de cómo van sucumbiendo otros países europeos —Bélgica paralelamente— e incluso China y la India más adelante, y da cuenta de las discusiones sobre los cambios en las políticas educativas a partir de la llegada al poder de los musulmanes.
Durante el proceso la veinteañera Myriam se muda junto a sus padres a Israel. Con su caso Houellebecq ejemplifica el éxodo de los franceses que se sentirían aterrorizados ante un régimen islámico, a propósito de lo cual cuestiona el hecho de que se trasladaran adonde existen peligros reales para huir de peligros hipotéticos. Entretanto, François ve porno y solicita escorts de páginas web, transitando del pasmo impertérrito al orgasmo furioso según la nacionalidad y la efusividad de las chicas.
Después de que en El mapa y el territorio Houellebecq se mostró a sí mismo como un personaje solitario por gusto, sosegado, sin ansias, como contemplador feliz del reciclaje fugaz de la vida, en absoluta paz, ahora en Sumisión pareciera menos conforme al final de las cuentas. Admite y se queja: “Una pareja es un mundo, un mundo autónomo y cerrado que se desplaza dentro de un mundo más vasto, sin verse realmente afectado; solitario, en cambio, estaba surcado por fallas”.
Ya desde La posibilidad de una isla un clon de vigésimocuarta generación aprendía a apaciguarse:
Tal vez me quedaran sesenta años por vivir; más de veinte mil días que serían idénticos. Evitaría tanto el pensamiento como el sufrimiento. Los escollos de la vida habían quedado muy lejos; había entrado en un espacio apacible, del que sólo me apartaría el proceso letal. Mi cuerpo me pertenecía por un breve lapso. El futuro estaba vacío; era la montaña. Mis sueños estaban poblados de presencias emotivas. Yo era, ya no era. La vida era real.
Precisamente de eso se trata La posibilidad de una isla: de la eternización que habrá de conseguir el humano, tras generaciones de clones en el futuro inmediato, y su incapacidad inmutable para encontrar la felicidad.
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La gran preocupación de Michel Houellebecq no tiene que ver con sistemas políticos, partidos o religiones, todo eso le importa un pepino concretamente: lo que procura es dar en el clavo con respecto a la mejor forma en que considera que podría llegar a vivir el individuo, pues sabe a la perfección que la suma de bienestares individuales conduciría, como sea, a una colectividad más llevadera. En Ampliación del campo de batalla —su primera novela— empezó a ofrecer el diagnóstico tajante sobre las causas de la desdicha actual:
Desde el punto de vista amoroso Véronique pertenecía, como todos nosotros, a una generación sacrificada. Había sido, desde luego, capaz de amar; le habría gustado seguir siéndolo, se lo concedo; pero ya no era posible. Fenómeno raro, artificial y tardío, el amor sólo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen, y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza a la época moderna. Véronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; semejante modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y como capacidad de ilusión, como aptitud para resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, rara vez resiste un año de vagabundeo sexual, y nunca dos. En realidad, las sucesivas experiencias sexuales acumuladas en el curso de la adolescencia minan y destruyen con toda rapidez cualquier posibilidad de proyección de orden sentimental.
Por eso no debe extrañar que en Sumisión explore la vía para dinamitar de antemano las consecuencias:
La castidad no era un problema, nunca lo había sido, ni para Huysmans ni para nadie. Si se somete al hombre a estímulos eróticos (además extremadamente estandarizados, los escotes y las minifaldas siempre funcionan, tetas y culo, como dicen gráficamente los españoles), sentirá deseos sexuales; si se suprimen esos estímulos, dejará de sentir esos deseos y al cabo de unos meses, a veces después sólo de unas semanas, perderá hasta el recuerdo de la sexualidad, en realidad eso nunca les había planteado el menor problema a los monjes e incluso yo mismo, desde que el nuevo régimen islámico había hecho evolucionar la vestimenta femenina hacia una mayor decencia, sentía poco a poco que mis impulsos se calmaban y a veces pasaba días enteros sin pensar en ello. La cuestión era quizá ligeramente diferente para las mujeres, dado que el impulso erótico femenino es más difuso y en consecuencia más difícil de dominar.
Estoy convencido de que la lógica islámica que lleva a las mujeres a ataviarse con cortinajes y velos que impiden adivinar sus curvas y su belleza o fealdad —con el mismo objetivo las meseras de los Sanborns son obligadas a usar sus uniformes bombachos— realmente minimiza la excitación de los machos a la redonda en sus territorios. Asimismo creo que la solución no es recular; si bien el universo después de expandirse se retraerá, y todo es cíclico y “todo lo que sube tiene que bajar”, la liberación sexual femenina efectivamente ha pulverizado el romanticismo, bajo cuyas bases crecimos y que aún coletea por medio de baladas pop y películas rosas, pero no ha llegado a su puerto (aunque el reality show Acapulco Shore 2 luzca como la evidencia de que ya no se puede ir más lejos) y todavía no ha dado sus frutos. El propio Houellebecq, en todas sus obras anteriores, había puesto su última esperanza en la feminidad frente a la hecatombe:
No cabía duda de que las mujeres eran mejores que los hombres. Eran más dulces, más amables, más cariñosas, más compasivas; menos inclinadas a la violencia, al egoísmo, a la autoafirmación, a la crueldad. Además eran más razonables, más inteligentes y más trabajadoras. En el fondo, ¿para qué servían los hombres? Puede que en épocas anteriores, cuando había muchos osos, la virilidad desempeñara un papel específico e insustituible; pero hacía siglos que los hombres, evidentemente, ya no servían para casi nada. A veces mataban el aburrimiento jugando partidos de tenis, cosa que era un mal menor; pero a veces les parecía útil hacer avanzar la historia, es decir, provocar revoluciones y guerras, esencialmente. Además del absurdo sufrimiento que causaban, las revoluciones y las guerras destruían lo mejor del pasado, obligando siempre a hacer tabla rasa para volver a edificar. Si no se inscribía en el curso regular de un avance progresivo, la evolución humana cobraba un cariz caótico, desestructurado, irregular y violento. Los hombres, con su amor por el riesgo y el juego, su grotesca vanidad, su irresponsabilidad, su violencia innata, eran directamente responsables de todo eso.
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A mí también me dolió durante años ir erradicando los ideales románticos que se me inculcaron, hasta que me dije: Tu cuerpo y tu mera existencia no bastan, ni bastarán nunca, para colmar de alegría, conformidad y satisfacción a otro cuerpo por siempre.
Si todo mundo entendiera eso lo más pronto posible nos olvidaríamos de problemas y estupideces: no habría ya razón para llorar la pérdida de un amor, no habría ya por qué angustiarse ante la disminución del deseo sexual en la pareja, no habría más argumentos facciosos para hacer tanto alarde al encarar aventuras, dobles vidas y abandonos; en fin, uno tendría muy claro en todo momento que jamás saciará a plenitud las ambiciones de otro ser humano y sanseacabó… ¡a vivir!
Y el mayor reto en la vida es aceptar de buen grado la soledad y la precipitación del envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Lo demás es mera distracción artificiosa.
En contraparte, Michel Houellebecq reniega ahora y en la página 246 de Sumisión echa un vistazo de envidia a los musulmanes reales mientras su personaje de ficción está a punto de convencerse:
Yo no podía evitar pensar en su modo de vida: una esposa de cuarenta años para la cocina, una de quince años para otras cosas…, sin duda tenía una o dos esposas de edad intermedia, pero no me imaginaba preguntándoselo.
Y al filo de la conversión, François se frota las manos:
Las mujeres musulmanas eran abnegadas y sumisas, de eso podía estar seguro, así las educaban, y en el fondo eso basta para dar placer; en cuanto a la cocina, me daba igual, era menos delicado que Huysmans al respecto, pero de todas formas recibían una educación apropiada, debía ser muy raro que no lograran hacer de ellas unas amas de casa por lo menos pasables.
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La obra completa de Michel Houellebecq no es una cadena de propósitos independientes en cada novela, sino —como suele decirse de la filmografía de Woody— más bien un mural inconmensurable con los mismos grandes temas deseslabonados en desarrollo continuo.
Quienes busquen en Sumisión una ficción alarmista —en la tradición de 1984 y Un mundo feliz, según se le asocia en la contraportada— sobre la hipotética prevalencia de los musulmanes en Europa, la encontrarán del mismo modo en que los niños pequeños ven en la animación Intensa Mente una esquemática aventura infantil más; pero así como los adultos pueden ver en esa película una cátedra maravillosa de psicología, igualmente puede gozarse el verdadero tema de la novela, que bien nos lo había indicado al arranque: es el autor.
Houellebecq tiene claro, coincidiendo con Kundera, que como los humanos somos 99.9 por ciento idénticos genéticamente, y como sólo podemos asimilar a los demás a partir de nuestra experiencia personal —la cual puede expandirse sobremanera por medio de la empatía—, en consecuencia su sentir es aplicable al resto de la especie prácticamente sin excepciones, al grado de que en Plataforma asevera algo incontrovertible:
Es falso que los seres humanos sean únicos, que lleven dentro de sí una singularidad irremplazable; en lo que a mí concierne, no percibía la menor huella de singularidad. Lo más normal es que uno se agote en vano intentando distinguir destinos individuales, caracteres. La idea de la unicidad de la persona sólo es un pomposo absurdo.
Houellebecq está solo, obviamente no es novedad, pero por lo pronto sufre esa soledad, sin que esto quiera decir que vaya a seguir afectándole tanto, y culpa al statu quo imperante de su sufrimiento —el cual está seguro de que es generalizado— y presupone que un régimen islámico, que le desea —e inclusive se arriesga a recomendar— a las generaciones venideras, podría paliar la falta de placer corriente, cotidiano, concreto y efectivo en la vida de un ser humano común… como él.
Y es que ya llevaba muchos años harto de las circunstancias a las que nos ha orillado la modernidad, como abundó con brillantez en uno de los ensayos incluidos en El mundo como supermercado y en Intervenciones:
El objetivo mayoritario de la búsqueda sexual no es el placer, sino la gratificación narcisista. […] El preservativo reduce el placer, pero la meta que se persigue no es el placer: es la embriaguez narcisista de la conquista. Para reafirmar su potencia viril, el hombre ya no se conforma con la simple penetración. Se siente constantemente evaluado, juzgado, comparado con los demás machos. Para librarse de ese malestar, para llegar a sentir a placer, ahora necesita golpear, humillar y envilecer a su compañera; sentirla completamente a su merced.
Vale también sacar a colación su reproche enérgico en Las partículas elementales:
Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del individualismo. Como indica la bonita palabra francesa ménage, la pareja y la familia eran el último islote de comunismo primitivo en el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual provocó la destrucción de esas comunidades intermediarias, las últimas que separaban al individuo del mercado. Este proceso de destrucción continúa en la actualidad.
La última tentación de Michel es imaginar cuán grata sería su vida con dos o tres esposas sumisas y cariñosas si no fuese una víctima más de la hegemonía del liberalismo y en su lugar hubiera otra forma de organización capaz de proveer y garantizar una existencia menos fatal que la solitaria —aunque incluya sexo casual y prostitutas. Por eso en los últimos párrafos de la novela, ya musulmán, ante el bufet de alumnas con velo en la Sorbona, François se embala:
Cualquiera de esas chicas, por guapa que fuera, se sentiría feliz y orgullosa de que yo la eligiera, y honrada al compartir mi lecho. Serían dignas de ser amadas; y, por mi parte, conseguiría amarlas. […] Se me ofrecía una nueva oportunidad, y sería la oportunidad de una segunda vida, sin mucha relación con la precedente. No extrañaría nada,
son sus palabras postreras acerca del mundo tal como está.
En resumen, Sumisión es, más que cualquier otra cosa, una fantasía poligámica llena de añoranza por lo que pudo haber sido pero no le deparó la vida a Houellebecq. Y en cuanto a su discurso, es claro: Admitamos que la promiscuidad, el hedonismo, el materialismo, la disipación y la autonomía no son fuentes de felicidad genuina; ¿acaso no seríamos más felices los occidentales sometidos a restricciones y costumbres, como las de orden religioso, con sus beneficios en la cotidianidad pese a todo?
—Lo que pasa es que en Occidente la palabra masculina ha desaparecido. Lo que los varones piensan, nadie más lo sabe. Una hipótesis horrible, pero verosímil, es que no han cambiado; sólo han aceptado cerrar la boca. El varón occidental ya no habla; la mujer sí. La vida mental masculina ahora es algo desconocido, y por eso es verosímil pensar que el varón estaría dispuesto, si se presentara el caso, a una vuelta inmediata al patriarcado,
declaró en entrevista con El País, y añadió que las mujeres pueden leer sus novelas “para enterarse de lo que realmente piensan los hombres”.
Al mismo puerto planeó llevar al personaje de François, siguiendo fielmente el destino de su querido Huysmans, volviéndolo cristiano —quizás encontrándole una sola esposa abnegada, creyente y fiel—, según reveló en la misma entrevista:
—Aunque cueste creerlo, mi proyecto inicial era que él se convirtiera al catolicismo. Lo cual habría dado lugar a un libro bastante gracioso; mi personaje se habría convertido a un catolicismo que ha cambiado mucho desde la época de Huysmans. Un catolicismo, por decirlo de algún modo, un poco bobo.
Y en el viraje creativo Houellebecq acabó contraviniendo el vaticinio que arrojó en Plataforma y que casi le cuesta una fetua como la que le tocó a Rushdie: “Seguro que un día el mundo se libraría del islam; pero para mí sería demasiado tarde”.
Cabe aclarar que en el intercambio epistolar con Bernard–Henri Lévy, que se tornó en el libro Enemigos públicos, Houellebecq negó ser un reaccionario conservador, o que lo mueva la nostalgia por viejos esquemas, y de paso divulgó cómo estructuraba sus ficciones:
Un reaccionario es el que juzga preferible un estado anterior de la organización social, piensa que es posible restaurarlo y que milita en ese empeño. Ahora bien, si hay una idea, una sola, que atraviesa todas mis novelas, hasta la obsesión quizás, es la de la irreversibilidad absoluta de todo proceso de degradación, una vez iniciado.
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Todos recordamos el final de Bastardos sin gloria: Tras rajarle en la frente la cruz gamada al “cazador de judíos” el personaje de Brad Pitt exclama: “¡Creo que ésta podría ser mi obra maestra!”, enseguida se funde en negro la pantalla y Tarantino nos deja a los espectadores una sonrisa, sugiriendo que lo mismo opina, exultante en el momento, sobre su película. De igual modo el querido Michel Houellebecq, probablemente muy orgulloso con su evolución narrativa tan demandada y presintiendo que acababa de obsequiar la mejor receta que se le ha ocurrido para beneficiar la condición humana, se anticipó al éxito de Sumisión —que no hubiera sido de la magnitud que ostenta hoy día de no ser por la trágica coincidencia de la masacre en las instalaciones del Charlie Hebdo— y se mandó entre líneas su propia loa: “Había que revisar algunos detalles de puntuación pero, de todas formas, no cabía duda alguna: era lo mejor que había hecho; y era, también, el mejor texto jamás escrito sobre Huysmans”.
Inmediatamente después, en apariencia, aprovecha para despedirse del oficio literario y de sus lectores de siempre: “Regresé andando despacio, como un viejecito, tomando conciencia progresivamente de que, esta vez, era el fin de mi vida intelectual, y que era también el fin de mi larga, muy larga relación con Joris–Karl Huysmans”. Y así por lo pronto también la nuestra con Michel Houellebecq. ®