Injusticia, crímenes y bienestar

Por qué es tan difícil hacer justicia

Para dar justicia el Estado divide los ámbitos de la vida social en que dirime conflictos entre particulares, y aunque en el medio civil también abundan las tragedias, es el ámbito penal donde se dan cita las expresiones más dramáticas del ser humano.

"The Evil Man Do" © Ruslan Karablin

«The Evil Man Do» © Ruslan Karablin

En la historia de la humanidad el sufrimiento infligido por unas personas contra otras es una constante, aunque también los intentos por contenerlos. El abuso, el maltrato y todo el espectro dañino del que es capaz el ser humano tienen tanta prevalencia como sus contrapartes bondadosas y solidarias.

El Estado, se dice, es un esfuerzo colectivo por que la justicia, si entendemos con esta palabra el dar a cada quien lo que se merece, corra a cargo de instituciones con reglas claras y establecidas que garanticen un trato imparcial y respetuoso de la dignidad humana.

Para dar justicia el Estado divide los ámbitos de la vida social en que dirime conflictos entre particulares, y aunque en el medio civil también abundan las tragedias, es el ámbito penal donde se dan cita las expresiones más dramáticas del ser humano.

Como con cualquier otro espacio de la vida humana, existe un proceso histórico por entender, explicar o a veces justificar el crimen, o por lo menos aquellos comportamientos que son castigados penalmente en un lugar y momento histórico determinados. Si a esto llamamos crimen —aquellos actos que ameritan una sanción formal que puede ir, dependiendo de dónde ocurra, de la prisión corporal a la pena de muerte—, el área de conocimiento por antonomasia es la criminología, con poco más que doscientos años de antigüedad formalmente reconocida. Aunque su nombre remita más a series de ficción sobre homicidios en serie y sensacionalismo.

A la fecha no existe, ni por esta “ciencia” ni por ninguna otra, una explicación convincente, ni siquiera teórica, de por qué algunas personas rompen la ley penal y cometen delitos.

La pregunta está mal planteada. No se puede responder por qué las personas quebrantan las normas penales, no al menos con una teoría general que explique todos los casos puesto que las conductas que se prohíben penalmente no son siempre las mismas. En los inicios de la historia reconocida de la criminología existe el momento en que un estudioso, Rafael Garofalo, se da a la tarea de localizar el “delito natural”, aquellos comportamientos que serían prohibidos por la mayoría de las civilizaciones. No encuentra nada, por lo que resuelve que es la ruptura de lo que él llama los sentimientos de probidad y de piedad lo que las sociedades sancionan o debieran castigar.

No se puede responder por qué las personas quebrantan las normas penales, no al menos con una teoría general que explique todos los casos puesto que las conductas que se prohíben penalmente no son siempre las mismas.

La categoría crimen es maleable y condicionada por el momento y el lugar. No podrá existir una teoría que explique comportamientos tan distintos entre sí como el acoso sexual, la compra de mercancía robada y el homicidio en riña, pues lo único que comparten es su proscripción en la ley penal.

La etiología del comportamiento humano será siempre multifactorial, y así es también con el comportamiento delictivo. Por lo que para comprenderlo habrá que ampliar la mirada al contexto en el que éste tiene lugar.

La criminología se ha perdido en la búsqueda de explicaciones individuales al comportamiento delictivo, instrumentalizando muchas de las veces el conocimiento de otras áreas para satisfacer al sistema de justicia penal, en última instancia la entidad para la que “trabaja”.

A pesar de estos descalabros no hay desperdicio en algunos de los alcances logrados en la comprensión de los aspectos sombríos y transgresores del ser humano, aunque éstas provengan de disciplinas más consolidadas como la sociología y la psicología y se trate de análisis limitados a fenómenos concretos, y no de teorías generales o totalizadoras.

Es claro que la desigualdad de poder, en sentido amplio, es requisito para que alguien abuse, maltrate o lesione a alguien más. Es fácil pensarlo en un robo (con el uso de un arma de fuego que supone una desigualdad mortal), en la violencia laboral (donde un superior abusa de un subordinado/a), etcétera. Pareciera por momentos que las personas hacemos daño a las demás porque podemos —no todas, afortunadamente, pero no hay de momento razones satisfactorias que expliquen las sutilezas de toda la variabilidad empírica del ser humano.

No parece existir mucha diferencia, psicológicamente hablando, entre quien delinque y quien no, además del acto consumado. Por supuesto existen casos atroces que sobresalen de entre los demás por lo retorcido de quienes los ejecutan, pero aun en crímenes como éstos llama la atención los detalles de “normalidad” de sus actores.

Si todas las personas estamos en situaciones de desigualdad, por qué algunas personas dañan y otras no es algo que puede diseccionarse tal vez para cada caso en particular si se dispone de suficiente información para ello. En el desarrollo del conocimiento la orientación que se tenga, el paradigma del que se parta, condiciona los resultados. En la arena de las ciencias del comportamiento humano las explicaciones biologicistas tienen un lugar privilegiado por el respeto que merecen las ciencias biológicas con su pretendida imparcialidad. Las explicaciones sociales que critican la estructura de relaciones, la cultura y las desigualdades económicas tienen más problemas para ser bien recibidas por sus implicaciones colectivas.

No parece existir mucha diferencia, psicológicamente hablando, entre quien delinque y quien no, además del acto consumado. Por supuesto existen casos atroces que sobresalen de entre los demás por lo retorcido de quienes los ejecutan, pero aun en crímenes como éstos llama la atención los detalles de “normalidad” de sus actores.

Si soy consciente de que las violaciones sexuales tienen que ver con la cultura sexista de la que yo también participo, por ejemplo con los chistes misóginos que celebro o los productos culturales sexistas que consumo, tal vez me sienta confrontado cuando la noticia de un caso de violación tumultuaria me indigne. Las explicaciones que se enfocan únicamente en los aspectos orgánicos, por ejemplo de la química cerebral de quienes cometen las violaciones, no me confrontarán y serán mejor recibidas al no cuestionar.

Cabe resaltar que las polarizaciones son siempre falaces. En el ser humano biología y ambiente se funden forma indisoluble. Pensemos en la pobreza extrema que genera desnutrición y con ello alteraciones en el desarrollo cerebral de quienes la padecen a corta edad.

El ser humano es eminentemente social y para entendernos tenemos que mirar nuestras interacciones, nuestros pensamientos. No es la pobreza extrema un factor importante que lleve al delito, sino la percepción de la desigualdad social que tienen las personas.

Todos compartimos los mismos anhelos de éxito social, pues se transmiten culturalmente, y en ello los medios de comunicación desempeñan un papel determinante. La trabajadora de los juzgados penales desea, por ejemplo, la misma camioneta que el adolescente de una colonia marginal, la diferencia estriba en que la primera sabe que tal vez consiga comprarla al cabo de unos años, y el segundo percibe con claridad que a través de los medios legales a su alcance, como estudiar la universidad o emprender un negocio, será casi imposible. Ante esa tensión entre el deseo y la imposibilidad de satisfacerlo el delito aparece como un posibilidad más realista, una válvula de escape para quienes quedan fuera de la carrera por el bienestar económico.

Más todavía, la transgresión es algo que las personas celebramos. El personaje del antihéroe siempre ha estado entre aquéllos de gran aceptación. Así, para cometer algún delito las personas echan en marcha razonamientos que los justifican, como minimizar las consecuencias de sus actos o responsabilizar a las víctimas. Un ejemplo de esto son los argumentos de que el robo a una gran cadena no afecta realmente, además de achacar la responsabilidad de la misma cadena por vender los productos a precios alejados del poder adquisitivo real de la mayoría de la población.

La gente respeta las normas porque obtiene un beneficio de ello. En contextos socio-políticos como Latinoamérica el respeto de la norma pocas veces reporta beneficio alguno o por lo menos algo positivo perceptible. En algunos momentos el respeto de la norma es un problema en ambos extremos de la relación Estado–sociedad. El ciudadano preferiría no tener que cumplirla, el funcionario no tiene interés en respetarla y aun su rompimiento le apremia si con ello puede verse beneficiado o subsanar las deficiencias de la institución (pienso en los policías que terminan extorsionando a un conductor ebrio para con ese dinero completar el tanque de gasolina que necesitan para hacer una detención, y que la institución no es capaz de proveerles).

Se ha indicando además que la norma penal será respetada cuando haya consecuencias por su rompimiento, y que las personas se contendrán para mantener la percepción que de ellos tienen las personas que les son emocionalmente significativas. Esto es, que alguien no se arriesgará a cometer un fraude por lo que piense su familia (si le es importante lo que piense su familia del él, claro está).

Cuando las instituciones y las leyes no son vividas como un reflejo de los intereses particulares no se puede esperar que se les respete, ni siquiera por quienes trabajan en estas mismas instituciones.

Corruptos

Los sistemas de justicia penal en Latinoamérica, se ha descrito, no son imparciales sino selectivos. Se selecciona a quienes delinquen, ya que no todas las personas que cometen delitos son sancionadas, ciertas poblaciones serán más objeto de la vigilancia policial que otras, si que esto sea reflejo verdadero de su potencial delictivo.

Si la justicia se conceptualiza como dar a cada quien lo que se merece, lo que cada quien recibe, penalmente hablando, depende en gran medida del capital político o económico del que se disponga, y existen numerosos casos sobre diferencias entre sanciones penales dependiendo de factores como la posición socioeconómica (por corrupción) o el género de las personas que las cometen (por discriminación).

Bajo los mismos parámetros de poder económico o político se selecciona también a las víctimas. Las personas que padecen un delito pueden no ser tratadas de la misma forma, y en este aspecto los factores sociales y económicos son también determinantes. Por ejemplo, para un varón travesti que ejerza la prostitución será más difícil presentar un denuncia por violación y recibir un trato respetuoso y digno en ello, que para una mujer de clase media que sea víctima de un asalto a mano armada.

El ministerio público es el representante de los intereses del pueblo, protector de las víctimas, garante de su bienestar; el problema es que se trata de un papel sumamente deteriorado a ojos de la población. Hace unos pocos años esta figura fue ubicada en segundo lugar en una escala de desconfianza por parte de la población nacional.

Finalmente, quienes trabajan en el propio sistema de justicia penal, como también en las instancias de seguridad pública, son captados selectivamente de los márgenes del mercado laboral. Con sueldos bajos, condiciones de trabajo riesgosas y jornadas con horarios de gran exigencia, las posiciones son fácilmente ocupadas por personas que desearían tener otro lugar de trabajo.

En México la justicia se “procura” y se “imparte”. De lo primero se encarga la institución del ministerio público y su policía, la que hemos conocido como “judicial” (y por eso hay una de la federación y otra para cada estado). De lo último se encargan los jueces a partir de las investigaciones que les presenta el ministerio público y su policía, que en muchos lugares del país ya han cambiado su nombre de “judicial” a “de investigación” para que su apelativo sea coherente con su función.

El ministerio público es el representante de los intereses del pueblo, protector de las víctimas, garante de su bienestar; el problema es que se trata de un papel sumamente deteriorado a ojos de la población. Hace unos pocos años esta figura fue ubicada en segundo lugar en una escala de desconfianza por parte de la población nacional. El primero, los diputados.

En este ámbito se inserta la reciente y controvertida Ley general de víctimas, con dificultades importantes para ser llevada a cabo en su totalidad, aunque pudiera sonar escandaloso no es rara la promulgación de leyes que no son completamente operativas.

Por decir lo menos, el sistema de justicia mexicano está fuertemente necesitado de una transformación. No sólo de aquella en la que ya se encuentra por la reforma constitucional del 2008 y que traerá la presunción de inocencia y la oralidad a los juicios (algunos estados ya operan así, con mayor o menor fortuna), sino aquella que supone consolidar instituciones de justicia que la sociedad, y por lo tanto las mismas personas que integran esas instituciones, respeten porque están convencidas de que eso es lo que más conviene colectivamente.

La desconexión entre la sociedad y sus instituciones de justicia afecta más que la falta de recursos; se ha comprobado en países de altos ingresos que, antes que la investigación forense, los crímenes se “resuelven” por la colaboración de la población con la policía. Quedarán así más crímenes sin castigo entre mayor sea la desconexión entre la policía y la sociedad.

En la búsqueda de mejores condiciones para todas las personas el cuestionamiento de la inequidad es imprescindible, pero también la mirada autocrítica. Lo que es justo para unos es injusto para otros, de allí el valor de la escucha y la negociación. Esto sin embargo es mucho más complejo de llevar a cabo en tanto tiene lugar en el continuo de la vida pública y la vida privada de las personas. Uno se puede declarar partidario de la diversidad y la democracia con facilidad, pero tener manifestaciones discriminatorias y totalitarias en las relaciones personales.

Las posiciones víctima-victimario son intercambiables y todas las personas ocupamos alguna de ellas en diferentes momentos de nuestras vidas, en situaciones más o menos trágicas, más o menos dolorosas. En la operación cotidiana del sistema de justicia existe maltrato e injusticias hacia las víctimas de los delitos, pero también la propia institución arremete con injusticias e inequidades contra sus propias huestes, y ante esto aún no hay acciones en nuestro contexto local.

Los crímenes más dramáticos no surgen en un vacío, sino de un contexto social en el que todos estamos inmersos en mayor o menor medida. Las expresiones humanas más ruines son sólo la exageración de nuestras características compartidas colectivamente.

No se podrán sentar las bases para hacer frente a delitos como la trata de personas, por ejemplo, sin cuestionar la cultura y las relaciones (laborales, emocionales, sexuales) que hacen de las personas meros objetos de consumo.

La lucha contra la injusticia no tiene lugar únicamente en la arena de la reivindicación de los derechos humanos, en la denuncia de las malas prácticas de gobierno, en el activismo social o el compromiso profesional, sino también en el ámbito privado, en las relaciones interpersonales más íntimas. De allí su dificultad para la transformación.

Si la razón colectiva es el actuar de las instituciones, la madurez y consolidación de éstas será un reflejo también de la maduración y el compromiso con el bienestar de las sociedades y las personas concretas que las integran. ®

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Publicado en: Destacados, Febrero 2013, Injusticia e impunidad: crímenes sin castigo

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