A veces tanta perfección me genera sospechas. Una persona sin defectos, una ciudad sin baches, ¿qué esconden? ¿Qué hay detrás de esa etiqueta japonesa, esa obsesión por la limpieza, el respeto, el no molestar? Japón es el país más intrigante que he conocido.

Con humildad y sin ánimo de empezar con una nota negativa, debo admitir que mi visita a la Expo 2025 en Osaka, Japón, no estuvo a la altura de mis expectativas. Llegué con la cabeza llena de destellos futuristas, esperando algo que me volara la mente, y me topé con un mar de concreto y filas que parecían no terminar nunca. No fue una decepción que me rompiera, más bien un recordatorio de que la vida a veces no es como la imaginamos. Pero Japón, con su calma que envuelve y su magia silenciosa, barrió cualquier desencanto con un montón de instantes que me dejaron sin aliento.
Hay algo tan simple, tan puro, que explica por qué Japón se te clava como una canción que no puedes dejar de tararear. Es el enchufe eléctrico, esa pieza chiquita que conecta todo sin hacer ruido. Aquí, el enchufe es directo: dos clavijas, un diseño que no grita por atención. Es como si te dijera bajito: “Con esto basta”. En otros lados —¡uf, los ingleses con sus enchufes raros que parecen reírse de ti!— te enredas con adaptadores y complicaciones. Pero Japón te da esa simplicidad que abraza, y ahí está el secreto de lo que me enamoró: un ramen que te calienta hasta los huesos, un sushi que parece obra de arte, una limpieza que parece de otro mundo, un silencio que arropa a miles sin agobiar. En 24 días escuché un solo claxon, como una nota perdida en una orquesta.
Japón junta lo sencillo con lo complejo. Una reverencia, un té servido con tanto cuidado que parece un ritual, te hacen parar en seco. Pero luego está lo complejo: en Osaka, las marionetas del Bunraku parecían respirar, tan vivas que me hicieron dudar de qué es real.
Lo que me atrapó fue cómo Japón junta lo sencillo con lo complejo. Una reverencia, un té servido con tanto cuidado que parece un ritual, te hacen parar en seco. Pero luego está lo complejo: en Osaka, las marionetas del Bunraku parecían respirar, tan vivas que me hicieron dudar de qué es real. El arte está en cada esquina, un torbellino que te jala: un grabado de Hokusai, una máscara Noh, un teatro que late contigo en la oscuridad, un millar de museos, cada uno mejor que el otro. Y luego está el sumo… Dios mío. El sumo no es sólo un enfrentamiento entre dos cuerpos enormes. Antes de cada combate los luchadores realizan una serie de rituales que provienen de la religión sintoísta, como esparcir sal para purificar el dohyō —el ring— y ahuyentar a los malos espíritus. Tokio, con su arquitectura, es digno reflejo de la ambición japonesa por brillar. Y ahí mismo, en callejones diminutos, encuentras tabernas de madera del periodo de Edo donde sirven anguilas sobre arroz blanco, con “I’m a Believer” de The Monkees sonando de fondo. ¡Es para volverse loca de pura felicidad!

A veces tanta perfección me genera sospechas. Una persona sin defectos, una ciudad sin baches, ¿qué esconden? ¿Qué hay detrás de esa etiqueta japonesa, esa obsesión por la limpieza, el respeto, el no molestar? Japón es el país más intrigante que he conocido, como un rompecabezas que no terminas de armar. Todo está en su lugar, pero te hace preguntarte qué hay en los huecos que no ves.
Siempre he sentido que viajar es como quitarme un peso. Subirme a un avión, dejar todo atrás por un rato, me hace sentir más yo. A veces, mientras empaco, me imagino no volver. No es algo triste, sino una chispa de posibilidad, como si pudiera ser otra versión de mí en otro lugar. Viajar sola es mi manera de hablarle al mundo. Caminar por Osaka, rodeada de desconocidos, con mis pensamientos como única compañía, es una libertad frágil pero enorme, que se acaba donde empieza el espacio del otro.
Japón apareció como una certeza, como si alguien hubiera marcado su nombre en un mapa que no veo. Es un lugar de rituales, de palabras que pesan aunque las diga mal, un lugar donde creí que encontraría un eco de algo verdadero.
Pero la vida no es solamente moverse. También tiene pausas, silencios que caen como si alguien cortara la música a medianoche. Después de unos cambios que me dejaron tambaleándome me encontré en un vacío, como un cuarto sin eco. En esa calma extraña supe que necesitaba viajar otra vez, pero no sólo para pasear, sino para buscar algo más hondo, como una limpieza del alma. Quería un pedazo de verdad, algo que me dijera cómo vivir en un mundo que a veces te decepciona. Japón apareció como una certeza, como si alguien hubiera marcado su nombre en un mapa que no veo. Es un lugar de rituales, de palabras que pesan aunque las diga mal, un lugar donde creí que encontraría un eco de algo verdadero.
Tokio es un bosque de cristal y luces, un torbellino donde cada detalle parece ensayado. Osaka vibra con una energía que corre hacia el futuro. Me subí al Shinkansen, ese tren que flota como un gato en la noche, rumbo a la Expo, que se me había metido en la cabeza como una obsesión. Pero ahí, bajo un sol que hacía de mi ropa una cárcel, esperé dos horas en una fila tan ordenada que sólo podía ser japonesa. El calor era un monstruo pegajoso y, por un segundo, pensé en quitarme la ropa interior, despacito, como si apagara un cigarro olvidado. No lo hice, pero la idea fue un respiro, un momento de libertad en medio del fuego.

Ya más ligera, entré al espacio de la Expo. El anillo de madera clara de Sou Fujimoto, tan grande como la Macroplaza en Monterrey, era como un paraguas que sostenía el cielo. La gente se movía sin dejar olor, un milagro japonés, y luego supe que las tuberías de agua en Japón pierden apenas un 2% de agua, un número que suena a poesía. Pero el pabellón de Malasia era un folleto turístico, y mis ganas de aire fresco ganaron contra cualquier curiosidad por el futuro. Me escapé al hotel, dejando la Expo como un sueño que no logras descifrar.
Lo que de verdad me marcó fue el Bunraku en Osaka. Esas marionetas, casi humanas, bailaban con una gracia que me apretó el pecho. En la penumbra, parecían respirar, contándome historias que no entendía pero que sentía en la piel. Estaba sola, rodeada de extraños, pero por un momento, ellas y yo compartimos el mismo pulso.

Viajar no es sólo ir de un lugar a otro. Es mirar de frente tus vacíos, tus pequeñas derrotas, tus silencios. Japón, con su obsesión por lo pequeño y su disciplina, me lo enseñó. Un enchufe, una marioneta, un bol de ramen: ahí está la verdad. Las reglas, los valores que intentan ordenar el mundo, son sólo intentos. Pero viajar —salirse de la fila, soltar lo que pesa como si fuera un corsé— me mostró que a veces lo único real es perderse. Espero que Andy haya apuntado algo más que hashtags como “#JapónVibra”. Porque Japón no es únicamente un destino; es una manera de ver, de conectar, de encontrar sentido en lo pequeño y, sobre todo, de incorporar a la vida disciplina y respeto. ®