Son los últimos días de las campañas electorales. Al autor de esta crónica, aliviado por ello, le pareció buena idea escuchar a un grupo de jazz funk en la casa de unos amigos, perdida en la impenetrable oscuridad del bosque.
Ya en la recta final de este estridente circo de tres pistas que son las elecciones intermedias me sentí, el viernes pasado, cerca del alivio. Por eso creí saludable escuchar un poco de jazz en casa de mis amigos Michaël Boudey y Alicia Sánchez. La verdad es que en ese momento me parecieron compatibles los dos mundos, el de la política y el del jazz. Después de todo ambos se nutren de la equivocación. No temas los errores, no los hay, dijo Miles Davis. Un credo, supongo, que suscriben los políticos. De manera que impulsado por la inocencia del que se arroja a una aventura que imagina sencilla, me subí a un Uber para que me llevara a casa de los anfitriones.
Las cosas fueron inusuales desde el principio. La chofer y yo nos perdimos en el inexpugnable fraccionamiento Pinar de la Venta en las afueras de Guadalajara. La casa en donde se presentaría el New Jazz Funk fue construida en un lugar elegido para desconcertar a sus visitantes. En la última loma del fraccionamiento se levanta una casa diseñada bajo la proporción áurea —según me había explicado ya Michaël— desde cuyo mirador puede uno conocer, de noche, el verdadero significado del término oscuridad. La vista es larga y uno intuye la presencia del vacío de la larga cañada que precede la negrura de las colinas del Bosque La Primavera. Deambulamos extraviados diez o quince minutos por caminos empedrados y agrestes al mismo tiempo. Conforme nos acercábamos a la frontera del fraccionamiento más allá de la cual sigue la espesura del bosque, noté que las manos de Elizabeth —así se llamaba la uberista— se crispaban sujetándose con ansiedad del volante. De nada valió que le dijera que no se preocupara. Su inquietud empezaba a ponerme nervioso a mí también cuando el azar hizo que nos topáramos con nuestro destino. Bajé del auto, pero Elizabeth se quedó todavía algunos segundos muda, respirando tensamente y aferrada a su volante como si se tratara de un flotador. Mientras subía la larga escalinata que llevaba a lo alto de la loma alcancé a escuchar la radio del Jetta de Elizabeth, 97.9 Fórmula Melódica, que tocaba un bolero de Luis Miguel: “No sé tú, pero yo no dejo de pensar”. Deseé que la voz del veracruzano fuera un bálsamo para la asustada Elizabeth. Pero cuando inmediatamente después llegó a mi iPhone la cuenta del viaje de Uber, 347 pesos, deseé secretamente que siguiera aterrada.
La reunión estaba ya animada cuando llegué. Cincuenta o sesenta personas escuchaban al trío New Jazz Funk dirigido por el tecladista Marc Fabbricatore, el arqui Salcedo en las percusiones y Edmundo Pérez en el bajo. Los acompañaban dos invitados. El virtuoso trompetista Arturo de la Torre y un músico que andaba cerca de los ochenta años que acometía la flauta transversal sentado en un sillón lounge. Un invitado me informó que se trataba de Joel Vandroogenbroeck. Apenas escuché el nombre dejé de prestar atención a sus palabras. A todo mexicano que se apellide García un apellido exótico y eufónico como Vandroogenbroeck lo transporta a un mundo donde se fusionan la perplejidad, la admiración y la envidia. Recargado en un muro con proporción áurea imaginé que el humo de los celos salía por mis orejas. Improvisando una justificación de la fumarola recordé que estaba parado sobre el antiguo volcán de La Primavera. La conciencia se las arregla siempre para encontrar un salvoconducto moral.
Cuán impredecibles son nuestras vidas, me dije. También pensaba en la naturaleza esquiva de los errores, en el primer músico que decidió que una disonancia era bella, que un error podía ser un descubrimiento. Empezaban mis distracciones a adquirir la tonalidad menor de la pesadumbre cuando recordé el consejo de otro jazzista, Joe Venuti, que recomendó equivocarse de la manera más ruidosa posible para que sean los demás los que suenen equivocados.
Cuando recobré la cordura me propuse poner atención al concierto. Noté que los músicos se alternaban la voz del solo interpretando “Freddie Freeloader”. Pronto llegó el turno de Joel. Una samaritana acercó un micrófono para amplificar la flauta. Mi primera reacción fue de sorpresa: lo hacía bien. La segunda estaba más cerca de la incertidumbre. Mejor dicho, de la ignorancia. Me pregunté de cuál de todos los orificios sale el sonido en una flauta transversal. El micrófono lo acercaban a su boca. Ahora tenía las preocupaciones de un ingeniero de sonido. El volumen de su instrumento era minúsculo, lo cual podía deberse al poco aliento de Joel o a un error técnico. Mientras mis pensamientos se extraviaban en ese tema acústico llegué a mi primera iluminación de la noche. Ocurrió luego de que Joel acabó su solo y se acercó a Marc Fabbricatore para corroborar la tonalidad. “Es mi, ¿verdad?”. “No, fa”, respondió Marc. Ambos rieron. Pero la risa de Joel nacía del bochorno. Entendí entonces la causa de las disonancias que había percibido. Pero me abstuve de calificar la incongruencia como un error porque ya sabemos que en el jazz no existen los errores. Era, si acaso, un feliz accidente, como los llamaba Bob Ross, aquel maestro de pintura de volumétrica e hirsuta cabellera. Un semitono había sido la diferencia. Pues bien, la iluminación a que me refería es ésta: sólo lo que está cerca puede ser disonante.
Confieso que en ese momento creí que eso que usted acaba de leer era original y profundo. Ahora que lo escribo veo que no es ni una cosa ni la otra. Las cosas suelen ser importantes por razones diferentes a las que pensamos. Mi observación había buscado, en el fondo, no la verdad sino la salvación de Joel. Mi motivación había sido moral. Pero pronto fue innecesaria la motivación. Se desbarrancó apenas me dijeron que Joel Vandroogenbroeck era un ícono y precursor belga de la música electrónica, fundador del grupo Brainticket y destacado tecladista de jazz, cuya accidentada biografía lo había llevado a ser vecino de Pinar de la Venta. Mi caridad se sintió estafada.
La velada continuó magnífica y alegre, pero yo ya me había instalado en un estado meditabundo y distante. Me intrigaban las circunstancias, quiero decir las tormentas, que llevaron a un personaje como Joel a terminar sumergido en ese pequeño suburbio tapatío. Cuán impredecibles son nuestras vidas, me dije. También pensaba en la naturaleza esquiva de los errores, en el primer músico que decidió que una disonancia era bella, que un error podía ser un descubrimiento. Empezaban mis distracciones a adquirir la tonalidad menor de la pesadumbre cuando recordé el consejo de otro jazzista, Joe Venuti, que recomendó equivocarse de la manera más ruidosa posible para que sean los demás los que suenen equivocados. Pero me faltó valor para arrebatar el micrófono a la samaritana y proponer una mesa redonda sobre la reverberación del error y del destino. En compensación psicológica me senté en un sillón para empacharme de bocadillos de salami, queso y piña.
No cabe duda, la estridencia de tantas semanas de campañas políticas había herido mi sensibilidad auditiva. Había encontrado excelso a Luis Miguel en el Jetta de Elizabeth y ahora confundía la trompeta de Arturo de la Torre con una chirimía. Era momento de retirarme.
Durante el trayecto de regreso a casa tuve la última iluminación de la noche. Una pareja de amigos me dio un aventón. Ella se puso al volante, como antes lo había hecho Elizabeth–la–de–manos–crispadas. La asombrosa determinación con la que aceleró para cambiar de carril e insertarse entre dos autos antes de dar una vuelta pronunciada para tomar una avenida que se nos escapaba habló más de su carácter que todo lo que lo podía decir con palabras en mucho tiempo. Todavía sentía en las vísceras las fuerzas G de ese asertivo giro cuando cayó sobre mí el corolario de la noche. El volante acude en nuestro auxilio para exhibir nuestro miedo o la fuerza de nuestro carácter; seremos juzgados por la determinación con que lo sujetemos. Todo nos delata.
Hoy 3 de junio, dentro de unas horas, terminará el calvario a que nos somete nuestro sistema electoral cada tres años. El domingo habremos elegido democráticamente al dictador en turno, para que como en una banda de jazz interprete su solo lleno de errores que no lo son. Mientras eso ocurre esperaré la próxima sesión de Jazz in the Woods oyendo el disco Psychonaut de Joel Vandroogenbroeck. ®