Hace poco más de un año el autor tuvo la oportunidad de entrevistar al ahora campeón Juan Manuel Márquez, poco antes de la pelea que tendría contra su némesis, el filipino Manny Pacquiao. Un combate que perdió en medio de polémicas y disgustos. Un año después vendría la revancha, la victoria.
Un boxeador con manos de pianista
Resulta increíble que las manos de Juan Manuel Márquez puedan golpear salvajemente; son tan elegantes: dedos largos, esbelta palma y nudillos prominentes de trazos suaves y ligeros, que no las imaginas dentro de guantes de box, pegando a otros peleadores hasta que no puedan levantarse, sino haciendo sonar nocturnos de Chopin deslizándose a través de las teclas de un piano.
El desconcierto de imaginarlo músico cuando debería ser boxeador se va disipando, primero en su ancha y huesuda frente escarlata, cubierta de cicatrices y sangre seca, y luego en sus ojos: oscuros y pequeños, astutos y demasiado juntos, veloces y sagaces, como de pantera, que se extienden ágilmente por el panorama, hacia todas direcciones, en rápidas miradas cargadas de precisa frialdad y orgullosa violencia.
Sólo permaneciendo ahí, en la sensación de acecho y agresión que desprende su mirada, comienza a ser posible visualizarlo en su verdadera dimensión: sobre el ring, usando un calzoncillo negro con su apellido en letras blancas; desplegando una personalidad pugilística de técnica limpia y clara, de corte académico, pero inyectada de vertiginosa movilidad, todo el tiempo trazando con los pies ágiles y desconcertantes trayectorias, y una audaz potencia que combina fintas y golpes explosivamente, como si fueran dinamita; conecta en el hígado con la izquierda, da un paso atrás, la derecha tira un uppercut fantasma, baja un poco la cara y al instante ambos brazos van hacia delante, uno tras otro, con la implacable rapidez del látigo, buscando triunfar en el fatal impacto al mentón que se lleva el aire, derriba el cuerpo y oscurece el alma.
A la caza del “Devorador de Mexicanos”
Sus campeonatos en la categoría peso ligero en las dos estructuras de boxeo más importantes del mundo (World Boxing Association y World Boxing Organizacion) lo convierten en el púgil vivo más importante de México, y uno de los principales protagonistas de las épicas batallas sobre el desierto de Estados Unidos que representan decenas de millones de dólares repartidos entre televisoras, managers, patrocinadores y tahúres.
El 12 de noviembre de 2011 sería el combate contra Manny Pacquiao por el título welter de la WBO en la mítica arena MGM Grand de Las Vegas en un choque que fue catalogado como la pelea del año. La prestigiosa revista especializada The Ring planteaba la posibilidad de que se convertiría en la que más dinero produzca en lo que va del siglo.
Un combate estelar suele estar rodeado de excesos. Ser el centro de atención desnivela a un boxeador, quien aprovecha el escaparate y se rebela a la ética deportiva, atacando a su contrincante a través de las palabras, en declaraciones burlonas, despectivas, provocadoras o amenazantes, lo que levanta un conveniente nimbo de polémica sobre la batalla.
Álgida y parca, la conducta verbal de Juan Manuel resulta atípica en este entorno; “Yo hablo con los puños”, ha sido, una y otra vez, a lo largo de su trayectoria, su respuesta. Sin embargo, el caso Pacquiao es distinto; este filipino, conocido como El Devorador de Mexicanos, y considerado el mejor boxeador ligero del mundo, no es un rival: tras dos peleas espectaculares, atroces y sospechosas, se ha convertido, dentro de Juan Manuel, en un enemigo.
Demasiado contento para dejar de cantar
En lo más alto del boxeo mundial Juan Manuel extraña demasiado su hogar; lejos de la Ciudad de México no importan la gloria ni el oro, porque es un hombre solo, demasiado entristecido por la distancia.
Afuera, calla, es esquivo y se arroja al trabajo con obsesión, en largas jornadas que lo dejan exhausto bajo la noche, a merced del sueño, sin energías para recordar las calles de su natal Iztapalapa.
Resulta increíble que las manos de Juan Manuel Márquez puedan golpear salvajemente; son tan elegantes: dedos largos, esbelta palma y nudillos prominentes de trazos suaves y ligeros, que no las imaginas dentro de guantes de box, pegando a otros peleadores hasta que no puedan levantarse, sino haciendo sonar nocturnos de Chopin deslizándose a través de las teclas de un piano.
Juan Manuel es otro cuando está en casa; juguetón y cálido, va de aquí para allá, inquieto, travieso y ligero, como un pájaro que juega de rama y rama demasiado contento para dejar de cantar.
El miércoles 3 de agosto reía en el Gimnasio Romanza, donde aprendió a boxear de la mano de su padre cuando tenía cinco años; era mediodía y la colonia Granjas estaba oscurecida por gran algarabía de estruendo de motores y gritos confusos de niños y vendedores.
Juan Manuel, rodeado de boxeadores jóvenes, veía a través de la ventana la cúpula cobriza del Palacio de los Deportes, “Soñé siempre de niño levantar ahí un título, entre mi gente”; entonces, un fornido muchacho de facciones atigradas le pegó fraternalmente en el hombro, “¿Qué, ahora vas a llorar?… que te vea así Pacquiao”; entonces Juan Manuel se rió.
Estaba feliz y completo, con el ánimo libre y dichoso, lleno de las cosas que ama, dispuesto a hablar sobre las crisis de su carrera y cómo se dirige hacia el día más importante de su vida.
Empate
La historia comienza con un empate. El 8 de mayo de 2004 Juan Manuel defendió sus títulos Peso Pluma de la World Boxing Association (WBA) y el Internacional Boxing Council (IBC) contra Pacquiao en el MGM Grand Garden Arena.
El filipino salió al ataque como un furioso fantasma; su velocidad lo hacía invisible; ya le salía de un lado, ya del otro, y Juan Manuel no podía defenderse; durante el primer round Juan Manuel fue derribado tres veces. Pacquiao se lanzó salvajemente a noquearlo, pero Juan Manuel, al borde de sus fuerzas, cerró una desesperada defensa no exenta de mañas (buscar los abrazos para descansar o mantener la pelea en su esquina para no tener que cruzar el cuadrilátero al terminar el round) que contuvo el bombardeo y le permitió recuperar energía a costa del esfuerzo de su contrario.
Hacia la mitad de la pelea Juan Manuel comenzó a devolver los golpes. Pacquiao no esperaba ser atacado, la seguridad de que su contrincante se encontraba vacío, inoperante, le impidió reaccionar a tiempo y, de pronto, perdió el centro de su cuerpo y recibió, uno tras otro, puñetazos cada vez más precisos, cada vez más violentos, que le rompieron la nariz, abrieron un canal arriba de su ceja izquierda y lo dejaron en varias ocasiones sin aire. Pero no cayó. Pacquiao llegó al último asalto tambaleándose como borracho y múltiples líneas de sangre bajando por su frente. Pero no cayó, y eso, al final, le consiguió el empate.
Derrota
El desempate se pactó cuatro años después, pero Juan Manuel sintió que el tiempo cruelmente lo regresaba a la misma pesadilla. Pacquiao se le vino encima fogoso, incontenible, y otra vez lo mandó a la lona demasiado rápido, de un izquierdazo a la mandíbula en el tercer round.
Cuando dos rivales están una vez más sobre el ring frente a frente, el pasado, lejos de ser una abstracción influye en su pelea con sombras reales y densas. Nadie lo dice, pero todos saben que los árbitros juzgan con la historia presente y si repites el mismo error, en la decisión final te lo cobran por 2.
Juan Manuel se levantó del suelo y repitió la hazaña de la vez anterior: cerró la defensa, contuvo a Pacquiao y luego lo atacó con eficacia, burlando sus precauciones, golpeándole la frente, los riñones, la nariz, las costillas y la boca, pero nunca la mandíbula. No pudo tirar a Pacquiao y Pacquiao sí lo pudo tirar.
Si la pelea hubiera estado aislada, debió haber sido un empate, pero ganó Pacquiao porque atrás de ellos existía esa misma imagen: Juan Manuel derribado y Pacquiao sin caer.
El 15 de mayo de 2008 en el Mandalay Bay Resort de las Vegas Pacquiao se convirtió en el nuevo Campeón Peso Ligero de la WBC.
Venganza
Perdió. Nadie levantaría esa noche su mano. Sin su oro Juan Manuel sintió primero un vacío y luego furia y ansia que dieron origen a la incisiva necesidad de venganza. Con los guantes calientes y el cuerpo aún mareado por la derrota, antes siquiera de felicitarlo, le exigió a Pacquiao una revancha inmediata, pero éste se la negó, y tuvo razón.
Era momento de hacer un alto. Se habían involucrado de más, cruzando la línea donde lo personal comienza a ser peligroso; su condición de enemigos estaba a punto de abandonar lo deportivo y dirigirse hacia lo íntimo. Y una pelea donde se golpea al hombre y no al atleta se vuelve un espectáculo vicioso y desagradable, porque en cualquier instante alguno puede perder el control y abandonar las reglas, olvidar el sentido de estar ahí haciendo eso y golpear sitios prohibidos, dar una patada o morder una oreja, como Mike Tyson, para causar otro tipo de daño, ya no para ganar, sino para humillar.
Regresar a la base
Sin título y vengativo, triste y vencido, Juan Manuel debía aferrarse a sus raíces para no caer. “Tenía 36 años y decidí tranquilizarme, replantear mi carrera, regresarla a la base”.
Se asentó en México y volvió al gimnasio de su infancia, el Romanza, donde durante meses se entrenó entre amateurs y principiantes, como si fuera un prometedor adolescente, entusiasmado con la idea de construir una trayectoria fulgurante arriba de un ring.
Caminaba veinte minutos de madrugada por las calles de Iztapalapa, con unos pants de algodón, comiendo un plátano y los guates a la espalda, y lo invadía intenso e incomprensible encanto. Antiguas alegrías que habían desaparecido por las presiones de ser un peleador internacional regresaban a él simples y frescas.
Boxear para Juan Manuel se transformó en una actividad diferente en este entorno sencillo y puro. Las combinaciones que la rutina había anclado en su manera de boxear le parecieron solventes pero mecanizadas y trabajó en llevar sus ataques y defensas a una esencia instintiva.
La trampa
La primera pelea profesional de Juan Manuel tras la derrota con Pacquiao fue en noviembre de 2008 contra el cubano Joel Casamayor, a quien noqueó técnicamente y le arrebató el título Peso Pluma de la revista The Ring. Cinco meses después le ganó al estadounidense Juan Díaz los campeonatos Peso Pluma de la WBA y la WBO.
Así se convirtió en el quinto mexicano en la historia en poseer simultáneamente tres títulos mundiales, junto con Fernando Montiel, Julio César Chávez, Marco Antonio Barrera y Erick Morales.
Es la pelea del año. Pacquiao exigió que Juan Manuel engordara para poderlo noquear y terminar con él de una vez para siempre. Para Juan Manuel, a los 38 años, ya no hay nada delante, sólo esta revancha que representa su vida entera y, sobre todo, la posibilidad de reabrir para México la brillante puerta a una tradición boxística de excelencia que ha permanecido trágicamente cerrada durante este siglo.
En 2010 defendió victoriosamente sus tres títulos; en julio le ganó la revancha a Juan Díaz por decisión unánime y en noviembre noqueó técnicamente a la sensación australiana Michael Katsidis.
Ahora sí: con su boxeo replanteado y en el nivel más alto de su carrera, Juan Manuel estaba listo para vengarse de Pacquiao.
El filipino aceptó una tercera pelea, pero él puso las reglas y aprovechó para tender una trampa: poner en juego su campeón Peso Welter de la OMB, lo que se pactó para el 12 de noviembre de 2011 en MGM Grand Garden Arena.
El problema del peso
Juan Manuel es un peso ligero nato; es más ágil, rápido, agresivo y preciso en los sesenta kilos. Combatir en peso welter le implica subir de cuatro a siete kilos, que en su cuerpo de 38 años puede ser tan fatales como si lo llenaran de piedras.
A pesar de los lugares contrarios que ocupan en delicadeza, los boxeadores y las bailarinas comparten las tragedias del peso y la edad. Potencia, agilidad y contundencia son cualidades que se van diluyendo en las trágicas sombras de las básculas y el tiempo.
La única experiencia que Juan Manuel ha tenido peleando como welter fue un desastre; sucedió el 18 de julio de 2009 contra el invicto Floyd Mayweather Jr. “No podía moverlo, le pegaba y le pegaba y no lo movía”. Aunque Mayweather no lo noqueó, por primera vez en su vida a Juan Manuel se le ha visto dubitativo, débil, ineficiente.
El día más importante de su vida
¿Por qué, Juan Manuel, aceptaste pelear bajo condiciones en las que no te sientes cómodo, por un campeonato que no podrás defender porque no pertenece a tu peso?
Juan Manuel se pone serio de pronto, frunce el ceño y levanta los ojos al techo. A sus espaldas, sobre un ring viejo, con la lona agujerada y las cuerdas negras por el uso, jóvenes boxeadores entrenan con caretas y guantes de todos colores.
“Es algo personal, tengo que ganarle a Pacquiao, no hay de otra. En otras condiciones, la pelea me la pensaría dos veces, pero esta revancha contra él la tomo sin importarme las condiciones. Tengo que ganarle. También, durante todo este tiempo he entendido que represento esto”.
Juan Manuel se da la vuelta y señala a los jóvenes boxeadores, que sueñan, mientras fintan y golpean, con una ilusión deportiva de oro, pero es un anhelo de gloria con raíces, que se perdería en arrogancia vacía si en su proyección no hubiera orgullo de raza, de pertenencia a calles, rutinas e ídolos compartidos.
Juan Manuel es el ídolo de una nueva generación de boxeadores que en Pacquiao ven al invencible filipino que ha devorado a Gabriel Mira, Emmanuel Lucero, Marco Antonio Barrera, Héctor Velázquez, Erik Morales, Óscar Larios, Jorge Solís y Juan Manuel Márquez.
Pero Juan Manuel Márquez es el único boxeador en el mundo que ha hecho tambalear a Pacquiao, el único que le devuelve los golpes y ha encontrado la manera de lastimarlo.
Es la pelea del año. Pacquiao exigió que Juan Manuel engordara para poderlo noquear y terminar con él de una vez para siempre. Para Juan Manuel, a los 38 años, ya no hay nada delante, sólo esta revancha que representa su vida entera y, sobre todo, la posibilidad de reabrir para México la brillante puerta a una tradición boxística de excelencia que ha permanecido trágicamente cerrada durante este siglo. ®
—Esta crónica se publicó en noviembre de 2011 en la revista Interjet.