Julian Green y el rock de Traffic

Diario de un espectador, V

La pluma memoriosa de Juan Palomar describe plantas que esquivan balonazos infantiles, recuerda a un escritor norteamericano vuelto poeta francés, se maravilla ante los adobes dorados de Nestípa y vuelve a sorprenderse con uno de los mejores ensambles de rock de todos los tiempos: Traffic.

Julien Green.

Atmosféricas. Bota el balón sobre los mosaicos en disposiciones rojiblancas, las plantas del muro del fondo se estremecen levemente, y comienza la batalla. Dos niños emprenden un duelo en el que la de gajos, más rauda a medida que pasan los años, busca los rincones de la portería celosamente guardada por turnos. Ante la metralla, se esperaría sensatamente que los daños vegetales fueran de cuantía. Misteriosamente, no es así. El pequeño portento resulta, para alguien que sigue la peripecia del juego, inexplicable. Pero las lejanas matas del invernadero sonríen y comprenden, y el amable reflejo de la pila a la que los pájaros asisten, inpertérritos a pesar de la refriega, bien que lo sabe. A fuerza de que los niños han crecido en el jardín, y a fuerza de que el jardín sobre sus cabezas párvulas ha seguido creciendo, se ha suscitado una hermandad indestructible. Los niños gobiernan sin bien saberlo sus ímpetus para así moderar sus averías, y las plantas, cada vez más inteligentes, bien se conoce, esquivan con imperceptible gracia las trayectorias más gravosas. Se ahonda la tarde, desde la pérgola en llamas se oye la continuación del juego, los gritos alborotados, y al fin un silencio que no será más que una tregua: el jardín, agradecido e indemne, prosigue sus operaciones.

* * *

Julien Green. De padres estadounidenses, nació en París en 1900. Se convirtió en uno de los escritores franceses más celebrados del siglo XX. Por casi cien años vivió en su ciudad natal. Es para él una ciudad secreta, una ciudad de escaleras, patios y callejones, de todo lo que tiene el poder de hablarle directamente. Pero, sobre todo, París es para Green una ciudad de poetas, pintores y escritores. Nadie menos que Jacques Maritain dijo de él: “Encuentro maravilloso que un norteamericano sea el mayor escritor francés de nuestro tiempo”.

Algunas de sus cavilaciones sobre París:

Pero atravesando todo aquello estaba el Sena que representaba a mis ojos lo que llevamos con nosotros de instintivo y de no expresado, como una gran corriente de inspiraciones inciertas que busca ciegamente un mar donde perderse…

De una ascensión a las alturas del Sacré–Coeur:

Hice pues la ascensión homicida, llegué al cielo, entonces reabriendo a fuerzas mis pupilas, miré. Me pareció que recibía la ciudad, toda entera, en el pecho. El alma de París no se revela que de lejos y de lo alto, y es en el silencio del cielo que se oye el gran grito patético de orgullo y de fe que ella eleva a las nubes.

De Saint–Julien–le–Pauvre (su patrón):

Es promediando el verano cuando conviene empujar la puerta un poco desvencijada que encierra tesoros de frescura. Entro y me quedo inmóvil. Aquí la gran voz de París no llega más que en un murmullo al que domina el gran silencio de esta pequeña iglesia… Tal cual es, ha conservado su robusta gracia y su misteriosa juventud.

Sobre la ciudad secreta:

A menos de haber perdido el tiempo en una ciudad, nadie podría pretender conocerla bien. El alma de una gran ciudad no se deja aprehender tan fácilmente; se necesita, para comunicarse con ella, haberse aburrido, haber sufrido un poco en los lugares en donde está circunscrita. Sin duda, cualquiera se puede aprovisionar de una guía y constatar la presencia de todos los monumentos, pero en los límites mismos de París existe otra ciudad de tan difícil acceso como lo fue en otro tiempo Tumbuctú.

Es en mí que encuentro a París. Cada uno de nosotros lleva en sí mismo el París de su infancia, de su juventud y de sus sueños, con una secreta preferencia por el París que ha guardado en su memoria y que le parece más bello que el de nadie más.

París no se entrega a la gente apresurada, ya lo he dicho, pertenece a los soñadores, a los que se saben divertir en las calles sin reparar en el tiempo mientras que urgentes ocupaciones les reclaman en otro lado; y así su recompensa es ver aquello que otros no verán jamás.

París es de una belleza que me inquieta por momentos porque la siento frágil, amenazada. Amenazada sobre todo por nuestros urbanistas. Qué joven arquitecto nos dará por fin la ciudad del futuro, una bella ciudad capaz de seducir a quienes vendrán, como nosotros hemos estado hechizados por el París tallado poco a poco por los siglos. Es quizá demasiado soñar a un visionario que sea un poeta del espacio y ya no uno de estos organizadores de la vida en feo para parafrasear a Baudelaire, uno de esos acosadores del espacio perdido que hacen de los inmuebles modernos cubos sin gracia, llenos del ruido y el furor de las televisiones y de los cableados de los vecinos…

* * *

Pequeño paño de adobe pardo. De verlo, a lo largo de más de medio siglo, ha hincado sus cimientos en el alma del que pasa. Quién podría decir su edad, saber si es verdad que se le conoció sosteniendo lo que quedaba de una recia techumbre, brillando con sus oros humildes bajo los soles del poniente. Una troje debió haber sido, un abrigo asomado al lago gentil de los azules cintilantes. Una honrada estancia en las mismas orillas de Nestípa, noble barrio de Jocotepec, dicho así con el cantarino acento de los indios. Se puede ahora contar cada uno de sus huesos de tierra, paja y estiércol. Una final resquebrajadura lo inclina: la grave gravedad hace lentamente su trabajo. Se irá sin escándalo alguno, y su materia se volverá a unir al suelo del que surgió. Pero es prudente acordarse de que este mismo pequeño paño de adobe pardo es también Cartago, los muros alguna vez orgullosos de Nínive, los palacios babilónicos y los arcos triunfales de los emperadores. Es, también, ese muro que ahora cobija estos renglones, la estatura arrogante de las nuevas torres, todo lo que ineluctablemente será pasto de la ruina y del olvido. Luis Barragán solía hablar de la necesidad de fotografiar la arquitectura: “Ya lo verás, dura más el papel que las piedras…”. Queda pues aquí el rastro del pequeño paño de adobes dorados.

* * *

Traffic. De ventajas tecnológicas: los aparatos contemporáneos incluyen variadas maneras como se puede oír música. Infinitas combinaciones, programación al gusto de un momento que luego puede durar días, semanas o meses en los que, del interior de un bagaje acumulado por los años, va rodando un desfile de composiciones ordenadas por un extraño azar. Junto con todo esto, pueden sucederse los enlaces a otros acervos “en línea” que profundizan los ámbitos de ciertas piezas y además llevan la audición por distintos, inesperados, senderos. Es así como en los días que corren uno de esos ingenios provistos de enigmáticos algoritmos dispuso la aparición estelar de uno de los mejores ensambles del rock de todos los tiempos: Traffic.

Traffic en 1970. Fotografía © Michael Ochs Archives/Getty.

De 1967 a 1974 cuatro virtuosos —y algunos eventuales participantes no menos diestros— dejaron siete discos absolutamente memorables. Los integrantes iniciales de la banda fueron Steve Winwood, Jim Capaldi, Chris Wood y Dave Mason. Más de cuarenta años después asombra la frescura y la inventiva con las que, tema tras tema, Traffic cambió para muchos la cara del rock de aquellos —y de estos— años. Pero quizá la impronta más profunda de sus experimentos resida en la apropiación, etérea y a la vez contundente, de un cierto zeitgeist, de un particular espíritu de los tiempos. Quién se asomaba al filo de los tumultuosos años de entonces, quién desde una mesa de dibujo pasaba veladas completas al hipnótico son de When the Eagle Flies o Mr. Fantasy; quién logró entender las refinadas inmersiones en lo más hondo del blues, en las cadencias vertiginosas del jazz, en el puro y liviano y avasallante rock inglés de todos los tiempos.

Es así que regresa Traffic, y convoca sin asomo de nostalgia, con vigencia intacta, los fuegos y las ansias de entonces, y deposita tal carga como un regalo, como un don —para el combate y también para el sosiego— que cierta música sabe entregar para el momento presente, para todos los mañanas que vendrán. Va una versión de una parte de “Holy Ground”, proveniente de un disco que marcó la reunión de los sobrevivientes, una especie de repaso y recolección de 1994: y el poderoso espíritu de la música, como lo hace hoy, era el mismo.

Qué estamos haciendo con este suelo sagrado, esta tierra que Dios nos dio a todos
Porque en todos lados oigo ese estruendo que hacen los árboles al caer
Por qué no podemos entenderlo cuando se vuelven de arena
No hay manera que los puedas recuperar
Por qué no cambiamos el plan, tratamos de salvar esta tierra…

Y, después, la tonada que desencadenó el incendio del tráfico acústico, del puro alucine perdurable, que ahora inunda el jardín: un fragmento de una composición de Last Exit, del año mirabilis de 1969, «Shanghai Noodle Factory»:

En una fábrica de fideos de Shangai
Lugar en donde solía estar
En ninguna parte y haciendo nada
La gente estaba allí hecha de acero
Mínimos engranes de una gran rueda
Girando sin jamás comprender

Tenía que parar
Pronto tendría que despertar sintiéndome más fuerte
Sobre mi isla de sueños, con imposibles proyectos

En una fábrica de fideos de Shangai
Lugar en donde solía estar
En ninguna parte y haciendo nada
Los habitantes eran de plástico
Empacados como gallos en una jaula
Cantando sin jamás comprender

Tenía que parar
Sabía que no podía ya más fingir
Todo nomás duele
Pronto tendría que despertar sintiéndome más fuerte, más fuerte
Sobre mi isla de sueños, con imposibles proyectos
. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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