Julio Meza es un hombre bueno, un tanto atormentado, pero es un hombre bueno y un escritor con mucha imaginación. Imaginación muy retorcida, como el árbol más retorcido de la cuadra.
Ahora que leo el libro de Julio Meza, La máquina del orgasmo infinito, pensaba en las canciones del español Albert Pla, en una en particular llamada “Corazón” que dice: “Tal vez fue una horrible pesadilla, tal vez fue la luna llena, tal vez fue la primavera, desperté de un sobresalto, que tenía el cuerpo hueco, yo tenía un gran boquete en el esternón, metí la mano dentro de mí pecho y descubrí con gran horror […] que es que yo no tenía corazón, […] mi corazón se escapaba, saltaba de mi cama, salía de mi casa, se iba de farra, sería que estaba deprimido, sería que estaría resentido, yo no sé por qué se había ido, pero mi corazón se había ido. Y andando, andando, se desplazaban los humanos, pero los corazones se desplazaban, palpitando, palpitando”.
Me recuerda esa melodía palpitante el libro de Julio, porque luego dice que “brillaba el cielo”, que “había luna llena”, que “brillaba la luna, clara como el sol por la mañana. Yo iba siguiendo el corazón calle arriba, y no sé por qué empecé a romper retrovisores de los coches aparcados. ¡Fuego al clero! ¡Incendie una catedral y destroce una sucursal del banco Santander!”, por qué, se pregunta un Albert Pla con voz dulce e infantil, pues… “porque no tengo corazón”.
“Aunque había dejado la pastilla. Él seguía deseando matar a Alfredo, lo rumeaba al despertar, lo seguía pensando en las cabinas de los deslizadores públicos, mientras se dirigía a su oficina. Ambos tenían el mismo puesto en el escalafón laboral, se reunían todas las mañanas”.
Esa canción es como el cuento delirante de Julio Meza, “Como un mono”, que es la historia de un hombre que quiere asesinar a su compañero de trabajo llamado Alfredo. Comienza el cuento: “Aunque había dejado la pastilla. Él seguía deseando matar a Alfredo, lo rumeaba al despertar, lo seguía pensando en las cabinas de los deslizadores públicos, mientras se dirigía a su oficina. Ambos tenían el mismo puesto en el escalafón laboral, se reunían todas las mañanas”. Él podría decir, como Albert Pla, que “no tiene corazón”. Páginas más adelante Julio cuenta que Él, quien había olvidado tomar la pastilla, deseaba todavía matar a su compañero de trabajo llamado Alfredo, “tal vez le arrancaría los párpados, lo encerraría en una habitación de fuertes luces y le brindaría como único consuelo matinal un vaso de agua. En ese líquido le escondería el químico necesario para dilatar las pupilas hasta el extremo. Se sentía un poco más amable: Alfredo solo moriría de hambre”. Esos hombrecillos descritos por Julio en sus cuentos en que les crecen lirio y delirios, no tienen corazón.
Se lee más adelante en ese mismo cuento sin corazón que “las pastillas en ocasiones no curan enfermedades debido a los ácidos del estómago. En cambio, los supositorios sí son efectivos. ¿Por qué? Porque las pupilas del ano son muy sensibles y absorben con facilidad los cuerpos extraños. No son rigurosas al momento de asimilar lo ajeno. Julio dice en su cuento que “Todo es cultural”, que “nos han enseñado a comer por la boca pero podemos aprender a hacerlo por el culo. Y esto es lo que nos proponen los supositorios alimenticios. No es difícil. La gente ya lo está haciendo en otros lugares. Cada uno de estos supositorios es tan nutriente como una buena parrilla y cuesta lo que pagaste por un mondadientes hoy. Y son distintos sabores”. Así que estos cuentos de Julio en los que dice que “el vacío es remplazado por una voluminosa papaya” y que “la boca no nos ha permitido evolucionar”, son escritos con el ano y el culo de un cerdo… ¿Será que Julio, como Albert Pla, ya no tiene corazón? Aunque Julio, retomando el título de uno de los libros de Pla, La Odisea de los hombres buenos, es un hombre bueno, un tanto atormentado, pero es un hombre bueno y un escritor con mucha imaginación. Imaginación muy retorcida, como el árbol más retorcido de la cuadra, que está plagado de chicles como si fuera una viruela colorida en Coyoacán.
Leo el libro de Julio Meza y al rato ya estaba durmiendo en el discreto y barato Hotel Cuba en el Centro Histórico de la Ciudad de México; era ahora un turista en mi propia ciudad, descorazonado, sin hogar por historias de divorcio que aquí no contaré, y mi nombre ahora era José Antonio Monterrocas y no José Antonio Monterrosas, ya me lo habían cambiado por Montezorras o Matarrosas, Mentirosas o Monterrorista, Monterockstar o Monterroso, pero nunca algo tan temerario como Monterrocas, y estaba escrito en el papel que incluso firmé para que me entregaran la tarjeta con la cual abriría la austera habitación. Pensé que bien podría ser un personaje de sus cuentos y que mi pene podría ser tan largo que se pudiera enredar como un queso Oaxaca. Ahora que soy Monterrocas pensé que Julio Meza podría ser mexicano y llamarse Julio Mexa (Mexa viene de mexica, Julio el Mexicano, pues) y vivir huyendo por este país, como su compatriota Laura Bozzo, porque la busca el fisco. Es que la señorita Laura tiene mucho dinero pero no tiene corazón. ¿Si Julio ya escribió el cuento de Mario Vargas Llosa con i griega, cuándo Julio Meza escribirá el cuento de Laura Bozzo con doble s?
Al leer los cuentos de Julio algo pasa con la realidad, se torna patéticamente graciosa. Y yo le agradezco que así sea, en verdad, que uno se ría de la vida kafkiana de mierda, con una pisca de errores humanos a la Chuck Palahniuk, y un aderezo dulce a la John Kennedy y su conjura de hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, mezclados con un humor de standopero de Netflix retrofuturista, mientras las oficinistas a su alrededor mueven los nalgatorios como aplausos, al ritmo de un reguetón.
Leo el libro de Julio Meza La máquina del orgasmo infinito y pienso que está emparentada con “La máquina de ser feliz” del cantante argentino Charly García, esa melodía dedicada tal vez al refri, uno que seguramente está lleno de cervezas y suculentas hamburguesas congeladas, pero no de supositorios. No sé si la máquina de Julio también “se apaga y se prende sola”, como la de Charly, pero, pensándolo bien, el libro de Julio es el antagónico de la happy machine de Charly, es más bien una máquina infeliz, pues no hay orgasmo infinito (spoiler), hay más bien una ilusión podrida, hay culos gordos hablando, huecos emocionales hologramáticos y hombres exitosos pero sin manos como un Mario Vargas Llosa con i griega.
Presentamos pues aquí este libro bastardo de Julio Meza, un sobreviviente de la pandemia y el covidiotismo. Cuando este libro se iba editar en Ediciones Periféricas llevaba otro nombre, Plutón en el microondas, y Julio viajaría a México sin cubrebocas y con gran éxito se presentaría en la FIL, en el auditorio más grande llamado Juan Rulfo, y las multitudes le aplaudirían y habría una cola de fanáticas con su libro en la mano para una rúbrica, selfie y beso del autor, pero llegó la pandemia y acá estamos, en este pequeño lugar, comentando este libro, todos sin corazón y gruñendo con la mirada. El libro de Julio de alguna forma es un Manual para sobrevivir el covidiotismo literario.
Muchas gracias, Julio, es simbólico que ahora que Perú es el invitado a la FIL tú estés de este lado. “El lado más bestia de la vida”, como canta Pla en su homenaje a Lou Reed. Que te traigan pues un supositorio que ya llegó la hora de que hables, como tu personaje. Fredo, hombre showman y justiciero, que está llamado “a protagonizar los grandes cambios de la historia”.
Desde aquí te reto a que escribas la historia estrafalaria de la máquina de la torta ahogada supositoria e infinita y le propongas a Guillermo del Toro, ese Dios redondo y mexicano, tu vecino en Canadá, que la lleve al cine. Volverás a Guadalajara siendo un héroe nacional. ¡Qué pase el desgraciado! ®