El autor, monero y cronista, por azares del destino ha realizado un largo viaje por el país al norte de México —recuérdese su crónica de la Bienal de Miami hace unas semanas—, y en esta ocasión nos ofrece una comparación entre la insípida comida estadounidense chatarra y la añorada cocina mexicana.
Cuando piensa uno en Cielito Lindo (eufemismo que usamos para referirnos a lo que algunos políticos mexicanos decidieron nombrar Estados Unidos Mexicanos) regularmente la imagen de gente bigotuda, ensombrerada y con muchas ganas de echar bala viene a la mente. Quizá sea un estereotipo bien ganado, mas las posibilidades de la cultura mexicana rebasan este aspecto. La siguiente es la clásica historia que le ocurre al amigo de un amigo y que uno supo por pura casualidad.
Este pobre infeliz tuvo a bien haber obtenido su visa estadounidense para treparse en el carrusel de la vida más alla del río Bravo. Lo que el pobre diablo no sabía es que enfrentaría y probaría en propia carne la dureza y la rudeza de la dieta gringa en su máxima expresión. Aunque procuramos quejarnos de todo cuanto ocurre en nuestra amada patria para flagelarnos y conmiserarnos por nuestra maldita suerte, pocos, muy pocos expresan gratitud por lo único que ha puesto a nuestro Cielito Lindo por encima de cualquier país en la galaxia: la comida. Volviendo a la tragedia de aquel muchacho que por conocer un poco más de la vida inició una aventura cruzando los Estados Unidos de Norteamérica.
No es que allá no haya buena comida, no, pasa que la buena comida es cara, extremadamente cara, y teniendo un presupuesto sumamente ajustado, tuvo que mantener sus energía con la múltiple variedad de comida rápida que ofrece el abanico de sabores que va de lo mexicano-gringo hasta lo italiano-gringo. En los supermercados todos los productos son procesados y encontrar algo como un puestito de frutas y legumbres siempre desemboca en tiendas de comida boutique para veganos billetudos. Si, por dar un ejemplo, un juguito de naranja natural que en la Ciudad de México puede llegar a costar unos treinta pesos, en Estados Unidos en general cuesta la bicoca de nueve dólares, esto es algo así como 108 pesos mexicanos. Así pues, buscar frescura y sabor no es algo que el populacho americanou pueda conseguir tan fácilmente. En este sentido, la cantidad de gente obesa y extremadamente gorda es aterrorizante, no importa si es el sur, el medio oeste o el oeste, los pobres no tienen más opción que convertirse en masas amorfas que suelen andar por la vida en carritos eléctricos especiales para individuos cuyo volumen es simplemente imposible de sostener por sí solos. Este pobre muchacho que creció en la colonia Roma de la Ciudad de México y que se fue a buscar inspiración terminó un día diciéndole a alguien: “Estoy preocupado, llevo cuatro días sin poder cagar, simplemente nada sale, me esfuerzo demasiado y me preocupa gestarme una hernia por pujar tan duro”. El interlocutor, que por coincidencia era un practicante de medicina, le contesta: “Ten cuidado amigou, sabes, si por ahorrar dinero estás dejando de consumir fibra y cosas verdes, literalmente podrías joder tu colon, siendo tú un mexicano saludable y viniendo de un entorno donde la comida fresca es fácil de conseguir, tu cuerpo y tu sistema digestivo podría realmente sufrir al ajustarse a lo que por aquí puedes conseguir. Ojo, podrías rasgarte por dentro sin siquiera enterarte, así de mal está la situación alimenticia en este país”. Entonces, el mexicano preocupado, decide ir a conseguir algo verde que comer.
La coca gringa es caramelizada, suave, pobre en texturas pero sobre todo no da la patada que la chispa de la vida tiene en México, en donde, una vez más, la fórmula es superior, pues el brebaje negro es directo, refrescante, no es empalagoso y definitivamente nos mantiene despiertos por algún tiempo.
Imposible, al menos en la parte de la ciudad en la que está alojándose, puesto que no hay un supermercado profesional o un mercadito, ni siquiera uno de esos puestecillos que haitianos o mexicanos suelen montarse para ir pasándola en una economía decrépita como la de estos días. Se va a dormir, espera, como quien espera la próxima lluvia, que su intestino flojo finalmente se ponga la pila y deseche lo que lleva cargando ya por 96 horas. Por la noche extrañas pesadillas lo atormentan y alrededor de las cuatro de la mañana se levanta con urgencia. Sin prender la luz, defeca y vuelve a la cama. Al día siguiente, al pasar por el baño para lavar sus dientes, encuentra con terror rastros de sangre en el escusado. Pero al menos por fin ha logrado relajar sus tripas. Sale a correr como parte de su estrategia para poder deshacerse de esa carga. Al regresar, finalmente, siente que la naturaleza llama y asiste a su cuerpo con el procedimiento regular… toma un buen trozo de papel de baño y se limpia con la alegría de quien por fin ha llegado al final de una prueba y la ha pasado sin mayor problema, pero al arrojar el papel al cesto… ¡EL ENSANGRENTADO TROZO DE PAPEL HIGIÉNICO ES LA PRUEBA ABSOLUTA DE QUE ALGO NO ESTÁ NADA BIEN!
Se levanta aterrorizado para sólo encontrar que hay pocos rastros de heces en el toilette y que en su lugar hay sangre flotando en el agua. Oh sí, el destino nos alcanza y sobre aviso no hay engaño; lleno de miedo y maldiciendo su suerte sale, toma un taxi y se traslada a la boutique-verdulería más cercana a conseguir apios, zanahorias, jugos de ciruela, todo lo que pueda para destapar su caño. La cuenta es exorbitante para ser apenas unos cuantos kilos de verduras y frutas frescas, más, con lo prohibitivo que es acudir a cualquier médico, eso es nada. Se encierra en su cuarto de hotel por un día entero a comer nada más cosas verdes cual panda que ingesta bambú. Dieciséis horas más tarde, por fin, parece ser que algo va mejorando. Al salir del servicio aún hay rastros de hemorragias, pero al menos también ya hay una saludable cantidad de excremento. Continúa la dieta por dos días más, procurando mantener siempre a la mano una ensalada o al menos dos zanahorias. Uf.
Definitivamente está del otro lado, pero es en este momento, cuando a la distancia y añorando al más puro estilo del Jamaicón Villegas, el terruño, los sabores, la maravilla de la cocina nacional de Cielito Lindo, entiende por qué es difícil dejar México. En Estados Unidos no sólo la comida es monocromática sino antisaludable, y por terrible que sea comer solamente tacos o quesadillas, la mínima combinación de ingredientes crea platillos de talla internacional; no se puede decir lo mismo de la comida del Denny’s o el McDonalds. Otro detalle curioso, y esto lo supo de boca de muchos estadounidenses que han visitado México, es que la Coca Cola sabe mejor en el territorio Telcel. Quizá sea que se le prepara con amor o que no usa esa azúcar de maíz que es el ingrediente principal en Gringolandia. La coca gringa es caramelizada, suave, pobre en texturas pero sobre todo no da la patada que la chispa de la vida tiene en México, en donde, una vez más, la fórmula es superior, pues el brebaje negro es directo, refrescante, no es empalagoso y definitivamente nos mantiene despiertos por algún tiempo.
Pero no todo está perdido en el país de las barras y las estrellas, pues afortunadamente existe buena comida basura. Así es, en la costa oeste, donde los vaqueros rigen y los indios son fantasmas del pasado, una pequeña cadena local mantiene el espíritu vivo y la frente en alto; podemos decir, sin ningún problema (pues esto no nos lo contó el amigo de un amigo) que las hamburguesas In N Out mantienen viva, vigorosa y saludable la tradición de lo que una buena hamburguesa puede ser, pues es el único establecimiento en todo el país en el que lo que se ve en la foto se ve igual que cuando uno la recoge en el mostrador. Y es simplemente deliciosa.
Así que, amigo, amiga, siéntase orgulloso de ser parte de una cultura política y económicamente decadente, pútrida y enferma, ser ciudadano de un país en el que tres monopolios y tres mugrientos partidos políticos controlan todo, ser parte de un país en el que la selección del deporte más popular es una basura y en el que las mafias culturales e intelectuales funcionan como cualquier cártel, pero que, al menos (y esto es gracias a la raíz indígena) mantiene, a pesar del maíz transgénico, una personalidad y un sabor inigualable. México como nación podrá desaparecer, pero la gloria de su cocina, desde la yucateca hasta la ensenadense, brillará y maravillará al universo por los siglos de los siglos. Mamén. ®