Una hora, a veces hora y media, de frágil cinta magnética para decirlo todo, para encerrarlo en una breve caja cuya vigencia siempre fue precaria. Un asunto, por aquellos años, de ingenua ingeniería sonora.
Atmosféricas. El reinado del polvo extiende sus dominios. Confundidas cuadrillas hacen zanjas y ranuras, llenan cepas, las vuelven a abrir, demuelen lo construido y lo rehacen, ponen pavimentos que luego corrigen, sin cesar abren frentes varios de ataque. Imaginar la imposible palinodia del polvo, que, esencial y primigenio, prosigue sus trabajos. Hijo de la disgregación y la fractura, consecuencia de todo lo que se disuelve, materia que ineluctablemente habrá de proseguir, devenir limo, tal vez alentar de nuevo la vida. El polvo es la primera y ubicua evidencia de todo lo que pasa, de todo lo que deviene su propio disperso fantasma. Cuestión de tiempo.
Por mientras, interpérrito, el maestro jardinero barre las terrazas del estiaje. Hace su parte de la batalla contra la imparable erosión que acompaña, ineluctable, a las jornadas terrenas. Riega con cuidado, midiendo su agua. Inventa su propio sistema, compone mangueras y conexiones, y desde los balcones socorre a las hojas polvorientas que, agradecidas al recuperar sus pieles relucientes, van distribuyendo hacia el suelo los caudales con singular eficacia. (El jardinero hace un guiño, sonríe: son muchas las décadas en las que ha meditado sus variados sistemas, encontrado sus particulares dispositivos para cumplir sus tareas. Dos notas en sus afanes son constantes: la discreción y la elegancia.)
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Es una de las muchas maneras como el azar trabaja sus laberintos. Guiños que se van multiplicando en el transcurso del tiempo, señales pálidas o claramente evidentes, jalones en el camino. Al acomodar ciertos libros en algún entrepaño, al recuperar ejemplares largamente perdidos, o a la pura, misteriosa, casualidad. El doblez de una hoja, la marca de un pedazo de papel, un subrayado: o, tal vez, una mirada que es ahora, inevitable, agradeciblemente extranjera, nueva. Renglones que regresan como mareas: cada vez las mismas, cada vez distintas.
De Jaime Gil de Biedma, una de las voces fundamentales a través de todos estos años:
Nos reciben las calles conocidas
y la tarde empezada, los cansados
castaños cuyas hojas, obedientes,
ruedan bajo los pies del que regresa,
preceden, acompañan nuestros pasos.
Interrumpiendo entre la muchedumbre
de los que a cada instante se suceden,
bajo la prematura opacidad
del cielo, que converge hacia su término,
cada uno se interna olvidadizo,
perdido en sus cuarteles solitarios
del invierno que viene. ¿Recordáis
la destreza del vuelo de las aves,
el júbilo y los juegos peligrosos,
la intensidad de cierto instante, quietos
bajo el cielo más alto que el follaje?
Si por lo menos alguien se acordase,
si alguien súbitamente acometido
se acordase… La luz usada deja
polvo de mariposa entre los dedos.
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Práctica de los casetes dedicados. Algo menos que una carta, algo más también. Una suerte de soliloquio alucinado, un calculado ejercicio en el asedio o la provocación, la mezcla paciente de sonidos, de cadencias y palabras. Una hora, a veces hora y media, de frágil cinta magnética para decirlo todo, para encerrarlo en una breve caja cuya vigencia siempre fue precaria. Un asunto, por aquellos años, de ingenua ingeniería sonora. Pero, sobre todo, una práctica que requería de una muy sutil alquimia. Cómo establecer así una duradera conversación con la que, si había suerte, oiría —ya sea con atención o lejana y distraída— la transparente declaración; cómo obtener el destilado de músicas que dijeran, entre todas, unas cuantas cosas que nomás así quedaran dichas. Invitación al viaje, reclamo, franco asalto a las lindes del alma. Tiro al aire o botella al mar o golpe de dados, poco importaba. Casi siempre apostar por lo más oscuro de un blues de Jeff Beck, los acordes livianos de Anthony Phillips, la carga frontal de la pieza más rápida de Rush, una ignota balada de Yves Montand entre el scratch de entreguerras, los lados b de The Cure, el huapango aprendido en las largas carreteras de la infancia, un pasaje apenas audible pero largamente premeditado de Talpa, una olvidada pieza de Roxy Music que se llama, exactamente, “Editions of you” (o “A song for Europe”); ese minueto obsesivo del inagotable canon mozartiano, Blind Faith, Brassens, Bárbara la Loba, el jazz indescifrable de una larga composición de Joni Mitchell saludando al coyote…
Invitación al viaje, reclamo, franco asalto a las lindes del alma. Tiro al aire o botella al mar o golpe de dados, poco importaba. Casi siempre apostar por lo más oscuro de un blues de Jeff Beck, los acordes livianos de Anthony Phillips, la carga frontal de la pieza más rápida de Rush, una ignota balada de Yves Montand entre el scratch de entreguerras…
Es difícil ahora saber el contenido de cada caja, rastrear sus aviesas intenciones, ni siquiera adivinar cómo fue que tanto fuego tanta rabia se evaporaron —o por qué duran. Porque cuando a la alta caza se quiere dar alcance todos los poderes se convocan y cada sonido, cada palabra cuenta. Vibra todavía la flecha, llueve a través de los años, recomienza a cada vez la ceremonia.
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México. Anuncios sin anuncio que anuncian, metafísicos ellos, “anuncio en suspensión de actividades”.
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La bomba del Huasoyo. Siempre se pensó que bien pudiera ser el oxidado corazón de un aeroplano que hubiera varado al abrigo de un mínimo hangar en la orilla de la laguna. Nunca se sabía a qué horas podría funcionar su ronco mecanismo, mandando las aguas cerro arriba, ni quién era el operador de la maravilla. Pero es preciso detenerse en el hangar. Hay quien sostiene que es una de las edificaciones más bellas y livianas que se han visto. Que su justa presencia merece el lugar de excepción que ocupa en las riberas chapaltecas. Muros de piedra que parecen flotar en la mañana, nueve gradas aéreas y una delgada pasarela para su acceso, un generoso mirador que entrega una visión irrepetible por cada discreta ventana. Hay quien también dice que, en realidad basta acordarse de Palenque, que aquello es un severo observatorio de todo lo que es, que es preciso nomás atenerse a unas sencillas instrucciones. El caso es que el avión volaba, regaba generoso la ladera de chayotes y ciruelos, alcanzaba inexplicablemente a propiciar, en ese paraje de pasmo, un ancho oasis providente. La ineluctable gravedad extendió el trazo de su reinado pendiente arriba, y junto al trazo apareció un suave camino empedrado —un veinte de cobre para cada muchachito que abría los canceles. Una vez hubo que no estaban los chiquillos. Al efecto un señor que ya no está bajó del coche y atrancó con una piedra la puerta: dos alacranes, instantáneos, cumplieron la inmemorial sentencia que pesa sobre los que los perturban. Calmosamente, volvió el señor a la casa, debió de haber bebido algo, miró por un rato la laguna. Luego, ya estaban junto al cancel, alegres, los chiquillos.
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Libro que es una casa. El experimento de entrar en una morada nunca conocida puede dar inesperados encuentros. La conjunción de espacios y soluciones despierta, inevitablemente, referencias con las que es posible situarse, sitiar el lugar, buscar sus significados y sus señales. Una larga costumbre asigna la certeza de que en cada recinto cuya densidad propicia el mecanismo, algo habrá que entregue la cifra del encuentro, la clave del enigma que toda arquitectura de algún relieve encierra.
Una vasta planta baja resuelta en espacios de acopio y abasto, de almacenaje de ciertas cosas que ahora serán ignotas. Granos, maquinarias, fruta, herramienta… quién lo sabrá. Al fondo, una huerta de altas bardas alberga dos o tres guayabos que por décadas guardaron su fidelidad. Una pila roja, con un aljibe abajo, tal vez, y un cuarto desde el que el recinto adquiere toda su profundidad. Arriba, como emergida de una capa pétrea, una casa completa. El patio tiene dos aleros inexplicables y un pórtico. Alrededor los cuartos proponen un laberinto benévolo y un poco distraído. Todo es parco, pero las dimensiones insólitas de ciertas piezas, su extraña disposición, generan cierta inquietud. Sólo el cancel de fierro elabora su discurso con alguna verbosa floritura. Lo demás es severo, esencial. Por estos ámbitos navegan todavía viejos muebles, cortinajes desvaídos, objetos variados e inconexos, cuadros destartalados, lámparas, papeles. Se sabe que una adecuada lectura del conjunto lograría restablecer, íntegra e instantánea, toda la vida que entre esos muros transcurrió hace tiempo. Pero queda ahora, ante la suma de preguntas que todo vestigio despierta, una vaga confusión: la que acompaña a la certeza de que cada transcurso vital es un perdido, irrecuperable misterio.
Aparece entonces la cifra y el sentido: entre unos cuantos libros desencuadernados, extraña y extraordinaria, la edición, prologada por Alfonso Reyes, de un libro de Amado Nervo. La portada lleva a una muchacha de mirada profunda, levantina. Se llama Serenidad.
Bien haya la vida
Entre el amor que se me va
y el nuevo amor que hoy asoma,
mi corazón, suspenso ya,
como el sepulcro de Mahoma,
entre dos imanes está.
Bien haya la Vida,
que si tanto al mar se lleva,
nos da en cambio una fe nueva
por cada fe perdida.
Adiós, rubia, que me ofreciste
lo más precioso que tenías;
y tú, morena que viniste
esta mañana, ¡buenos días!
Bien haya la Vida,
que si tanto al mar se lleva,
¡nos da en cambio una fe nueva
por cada fe perdida! ®