«La prisión no impide que los actos antisociales se produzcan; por el contrario, aumenta su número. No mejora a los que van a parar a ella. Refórmesela tanto como se quiera, siempre será una privación de libertad, un medio ficticio como el convento, que torna al prisionero cada vez menos propio para la vida en sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la sociedad. Debe desaparecer” —palabras de Kropotkin, 1887.
Cuando en España, los que ya tenemos algunos años, queremos decir que algo está estancado o que no tiene visos de mejorar, echamos mano del estribillo de nuestro internacional cantante Julio Iglesias en aquel famoso tema titulado “La vida sigue igual”. Uno de los autores clásicos que mejor ha sabido diseccionar el alma —si es que la tuvieran— de las prisiones ha sido Peter Kropotkin (1842-1921). Una somera relectura de su obra En las prisiones rusas y francesas (1887) me sirve para recordar que poco, o casi nada, ha cambiado en el sistema carcelario a lo largo de estos últimos siglos. En ningún momento busco compararme —mi ego es grande, no lo puedo negar, pero no tanto— con el geógrafo y naturalista padre del anarco-comunismo, pero ambos tenemos en común algo: hemos estado en la cárcel, hemos sido presos y sabemos y hemos meditado por escrito sobre lo que se siente en ellas y para qué sirven, si es que valen para algo. Mis apostillas al libro de Kropotkin tan sólo pretenden ser una reflexión sobre la naturaleza de la prisión, por si fueran de utilidad —las disertaciones de Kropotkin a mí me han ayudado a sobrellevar mi encierro, quizás entre el conformismo y el fatalismo— a alguien que las leyere.
La cárcel no vale para nada
“He podido convencerme a mí mismo de que, en cuanto a sus efectos sobre el preso y sus resultados para la sociedad en general, las mejores prisiones reformadas —sean o no celulares— son tan malas, o aun peores, que las sucias cárceles antiguas. Ellas no mejoran al preso; por el contrario, en la inmensa y abrumadora mayoría de casos ejercen sobre ellos los efectos más lamentables. El ladrón, el estafador y el granuja que han pasado algunos años en un penal, salen de él más dispuestos que nunca a continuar por el mismo camino, hallándose mejor preparados para ello, habiendo aprendido a hacerlo mejor, estando más enconados contra la sociedad y encontrando una justificación más sólida de su rebeldía contra sus leyes y costumbres, razón por la cual tienen, necesaria e inevitablemente, que caer cada vez más hondo en la sima de los actos antisociales que por primera vez le llevaron ante los jueces”.Este párrafo no es de En las prisiones rusas y francesas sino de Memorias de un revolucionario (1899) y resume perfectamente la primera idea de Kropotkin al escribir sus experiencias en los diferentes encierros una década antes. En España, la Constitución de 1978 dedica una parte del artículo 25 a la pretendida función de las prisiones: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. Sobre el texto luce bonito y como idea es estupenda, pero hace ya muchos años que esa reeducación y reinserción social se han desechado. España se ha convertido en la cárcel más grande de Europa en relación con el número de presos por habitante y, algo en lo que insiste desde el comienzo Kropotkin, el nivel de reincidencia —si hay reincidencia es que no hubo reinserción— alcanza niveles del 70 por ciento.
Pero esa parte del artículo sigue (los constituyentes eran unos bromistas, y todavía seguimos pagando aquella broma de 1978): “El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio el sentido de la pena y la ley penitenciaria. En todo caso, tendrá derecho a un trabajo remunerado y a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, así como al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad”. Las prisiones españolas se han convertido a lo largo de estos años de democracia en un lugar donde sólo puedes aprender oficios básicos —ay de ti si entras con más estudios que la mayoría, pues los usarán en tu contra—, donde te explotan empresas externas que se aprovechan de jugosos contratos con la administración penitenciaria o directamente se lucran de tu trabajo funcionarios de prisiones —carceleros es su nombre exacto— que pretenden estar vendiéndote un favor por cuatro privilegios que te pueden proporcionar.
“El hombre que ha estado en la cárcel volverá a ella. Cierto, inevitable es esto; las cifras lo demuestran. Los informes anuales de la administración de justicia criminal de Francia nos dicen que la mitad aproximadamente de los hombres juzgados por el Tribunal Supremo y las dos quintas partes de los sentenciados por la policía correccional fueron educados en la cárcel, en el presidio: éstos son los reincidentes. Casi la mitad (de 42 a 45 por ciento) de los juzgados por asesinato, y las tres cuartas partes (de 70 a 72 por ciento) de los sentenciados por robo, son otros tantos reincidentes. 70 mil hombres son anualmente detenidos sólo en Francia”, escribía el ruso. Las cifras no han mejorado demasiado. En España caminamos hacia los 70 mil prisioneros, en cárceles cada vez más hacinadas, de las que casi no se habla en la prensa —algo de lo que también se quejaba Kropotkin siempre— a no ser que sea un escándalo sexual o algún motín, casi inexistentes ya. Las razones para la reincidencia son de sentido común.
1. Al entrar en la cárcel cortas lazos con la red social anterior. Según el tipo de delito, puedes quedarte sin familia, sin amigos, sin conocidos: todos te ignoran. ¿Qué hacer al salir? ¿A qué se le aboca al preso?
2. En la prisión conoces a personas que han hecho lo mismo que tú: refuerzas la conducta antisocial. La pretendida reeducación no sirve, pues estás en un ambiente donde no se reproduce la vida de la calle, aquella que te ha llevado a cometer el delito por el cual te condenaron. Mientras pasas unas horas —pocas— en un cursillo, pasas el resto del día en un magma delincuencial en el que perfeccionas (sólo hay que abrir las orejas y afinar los ojos) los métodos de los delitos que quieras cometer en el futuro. No te pones a pensar en un trabajo o en una familia porque, a no ser que aún te esté esperando eso allá afuera, en cuyo caso serás un privilegiado, ni te planteas tenerlo. “Pero no es esto todo. El hecho por el cual un hombre vuelve a la cárcel es siempre más grave que el que cometiera la primera vez. Todos los escritores criminalistas están de acuerdo en esto”, tercia el egregio prisionero geógrafo.
3. “La prisión mata en el hombre todas las cualidades que le hacen más propio para la vida en sociedad. Le convierten en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel, y que expirará en una de esas tumbas de piedra sobre las cuales se escribe Casa de corrección, y que los mismos carceleros llaman Casas de corrupción. Si se me preguntara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario? ¡Nada! —respondería—, porque no es posible mejorar una prisión. Salvo algunas pequeñas mejoras sin importancia, no hay absolutamente nada que hacer, sino demolerlas”, explica P.K.
El ruso estaba convencido —al igual que me ha quedado claro a mí al pasar por tres prisiones españolas— de que “el principio de toda prisión es falso, puesto que la privación de libertad lo es. Mientras privéis al hombre de libertad, no lograréis hacerle mejor. Cosecharéis la reincidencia”. Y cita para esta sentencia al pedagogo suizo Pestalozzi.
La prisión es para los torpes, no para los criminales
El ruso estaba convencido —al igual que me ha quedado claro a mí al pasar por tres prisiones españolas— de que “el principio de toda prisión es falso, puesto que la privación de libertad lo es. Mientras privéis al hombre de libertad, no lograréis hacerle mejor. Cosecharéis la reincidencia”. Y cita para esta sentencia al pedagogo suizo Pestalozzi.
Pareciera que Kropotkin viviera hoy mismo cuando escribe: “Cuando se conocen las estafas increíbles que se cometen en el mundo de los grandes negocios financieros; cuando se sabe de qué modo íntimo el engaño va unido a todo ese gran mundo de la industria; cuando uno ve que ni aun los medicamentos escapan de las falsificaciones más innobles; cuando se sabe que la sed de riquezas, por todos los medios posibles, forma la esencia misma de la sociedad burguesa actual, y cuando se ha sondeado toda esa inmensa cantidad de transacciones dudosas, que se colocan entre las transacciones burguesamente honradas y las que son acreedoras de la Correcional; cuando se ha sondeado todo eso, llega uno a decirse, como decía cierto recluso, que las prisiones fueron hechas para los torpes, no para los criminales”.
Cuando me hicieron ingresar en prisión, allá por el año 2004, habían condenado a dos famosos banqueros españoles, Los Albertos, a tres años y cuatro meses de prisión. Cuatro meses más que a mí. Lo había hecho, en 2003, el Tribunal Supremo. Aún hoy estamos esperando a que esos dos banqueros crucen las rejas: los ricos en España tienen dinero y contactos para alargar los procesos y conseguir incluso librarse. En 2008 —ya había cumplido yo tres años íntegros, sin un solo permiso, como si fuese un terrorista— el Tribunal Constitucional los absolvió e incluso pudieron recuperar 50 millones de euros que habían tenido que pagar a quienes habían estafado. No estuvieron ni un solo día en prisión. Como bien intuyó Kropotkin, los presos somos torpes. Los pobres también somos torpes, pero no es cuestión de inteligencia, sino de falta de liquidez.
La prisión como invierno
“En la vida de un prisionero, vida gris que transcurre sin pasiones y sin emoción, los mejores elementos se atrofian rápidamente. Los artesanos que amaban su oficio pierden la afición al trabajo. La energía física es rápidamente muerta en la prisión. La energía corporal desaparece poco a poco, y no puedo encontrar mejor comparación para el estado del prisionero que la de la invernada en las regiones polares”, explicaba P.K.
Y sigue siendo así. Una de las preguntas que siempre me hacía mi familia y mis amigos —los cuales conservé en todo momento, en eso me considero un privilegiado— era: ¿Qué hacéis en todo el día los presos? Nada. Perder el tiempo. Lo que hagas en prisión depende de ti, de las destrezas que ya hayas aprendido antes, de la disciplina mental y corporal que ya traigas de afuera. Buena parte de mi tiempo en prisión la pasé leyendo y escribiendo. Participé en varios certámenes literarios —con mi nombre y con el de otros prisioneros, para los cuales ejercía de negro y, si ganábamos con mi texto, nos repartíamos el botín— y llegué a ganar incluso uno a nivel nacional. Para éste había que desplazarse a recoger el premio —que entregaba la directora de Instituciones Penitenciarias, que todavía sigue hoy en el cargo, Mercedes Gallizo— a otra prisión. Nunca me permitieron hacerlo. Me llegó una pluma estilográfica que me entregó el director de prisión en nombre de la ex maoísta Gallizo. Imagino que, visto mi historial —en la cárcel de Bonxe, en Lugo, me mandaron al módulo de insumisos por protestar por las condiciones de la prisión y replicarle a un pequeño Hitler que me quería como su particular sirviente—, temían que pudiese decir o hacer algún gesto de protesta en la entrega del premio. Si no eres adicto a ninguna sustancia —en prisión, al menos en España, la mayoría de presos enganchados a algo se sedan con medicamentos legales, conseguidos en el mercado negro— lo más sencillo para que pase el tiempo es ver la televisión. En las prisiones donde lo permiten hay prisioneros que apenas abandonan su celda y están todo el día con el aparato encendido. Es un buen sistema de vaciamiento mental. También tienes la posibilidad de hacer ejercicio: hay horas de gimnasio y horas de patio. Es un buen lugar para ponerse en forma, si tu salud te lo permite.
Igualar por abajo y sentirse un número
“Un detenido no es un hombre capaz de tener un sentimiento de respeto humano. Es una cosa, un simple número; se le considerará un objeto numerado. Si cede al más humano de todos los deseos, el de comunicar una impresión o un pensamiento a un compañero, cometerá una infracción de la disciplina. Y, por dócil que sea, concluirá por cometer esta infracción. Antes de entrar en la cárcel habrá podido causarle repugnancia la mentira, engañar a uno; mas en la cárcel aprenderá a mentir y a engañar; hasta llegará el día en que la mentira y el engaño sean para él una segunda naturaleza. Y desgraciado del que no se somete si la operación del registro le humilla, si la misma le repugna, si deja ver el desprecio que le inspira el guardián que trafica con tabaco, si parte su pan con el vecino, si tiene aún la suficiente dignidad para irritarse al recibir un insulto, si es lo suficientemente honrado para rebelarse contra las pequeñas intrigas; la prisión será un infierno para él. Será sobrecargado de trabajo, si es que no se le envía a que se pudra en una celda. La más pequeña infracción en la disciplina, tolerada en el hipócrita, le hará objeto de los más duros castigos; será insubordinado. Y un castigo traerá otro. Se le conducirá a la locura por medio de la persecución, y por feliz puede tenerse si sale de la prisión de otro modo que en el ataúd”, contó Kropotkin tras vivirlo.
También he sentido la humillación de ser registrado, el cuerpo y la celda, como método coercitivo para minarle a uno su autoestima y hacer que se doblegue ante el sistema. La sensación que te queda después de estos sucesos es de rabia contenida, de indignación sobrellevada. Lo que les gustaría a tus carceleros es que respondieras físicamente a sus provocaciones, para poder ellos desahogarse —nunca verás a un carcelero canalla solo, pero a los carceleros que van a lo suyo, que saben que no tienen de qué agacharse, sí. Sólo la fuerza de voluntad, unida al sentido común y a la enorme dosis de paciencia que tienes que desplegar, te cohíbe de responder agresivamente, mediante la fuerza. Lejos de reeducar, la cárcel deseduca, al igualar por abajo a todos los allí reunidos —incluso a los carceleros, que vuelven a sus instintos más primarios, aunque muchos entren allí con carreras universitarias terminadas. Todo interesado en el asunto de las cárceles, además de leer el Vigilar y castigar de Michel Foucault, tiene que informarse sobre el experimento de la Universidad de Stanford sobre la vida en prisión: cualquier hombre o mujer que pase por prisión, sea como preso o como carcelero, puede sacar lo peor de sí mismo. ¿De qué forma vas a educar a alguien en este ambiente?
Kropotkin confirmaba más de un siglo antes el experimento de Stanford en este párrafo: “Fácil es escribir en los periódicos que los vigilantes debieran ser severamente vigilados, que los directores debieran elegirse entre las personas más dignas de aprecio. Nada tan fácil como hacer utopías administrativas. Pero el hombre seguirá siendo hombre, lo mismo el guardián que el detenido. Y cuando los hombres están sentenciados a pasar toda la vida en situaciones falsas, sufrirán sus consecuencias. El guardián se torna meticuloso. En ninguna parte, salvo en los monasterios rusos, reina un espíritu de tan baja intriga y de farsa, tan desarrollado como entre los guardianes de las prisiones. Obligados a moverse en un medio vulgar, los funcionarios sufren su influencia. Pequeñas intrigas, una palabra pronunciada por fulano, forman el fondo de sus conversaciones. Los hombres son hombres, y no es posible dar a un individuo una partícula de autoridad sin corresponderle. Abusará de ella, y le concederá tanto menos escrúpulo, y hará sentir tanto más su autoridad, cuanto más limitada sea su esfera de acción. Obligados a vivir en mitad de un campamento enemigo, los guardianes no pueden ser modelos de atención y de humanidad. A la liga de los detenidos oponen la liga de los carceleros. La institución les hace ser lo que son: perseguidores ruines y mezquinos. Poned a un Pestalozzi en su lugar (si es que un Pestalozzi es capaz de aceptar cargo tal), y no tardará mucho en ser uno de tantos guardianes”.
Más escuelas y mejor reparto de la riqueza: menos prisiones
Kropotkin se opone a cualquier idea de que la cárcel sea lugar para educar. Y clama contra las prisiones pedagógicas, que es lo que buscan los nuevos “progresistas”: “Cierto que no proponemos construir casas de curación en vez de cárceles y presidios. ¡Lejos de mí tal idea! La casa de curación es una nueva prisión. Lejos de mí la idea lanzada de cuando en cuando por los señores filántropos que proponen conservar la prisión, pero confiándosela a médicos y pedagogos. Los prisioneros serían todavía más desgraciados; saldrían de aquellas casas más quebrantados que de las prisiones que hoy conocemos. Lo que los presos de hoy no han encontrado en la sociedad actual es sencillamente una mano fraternal que les ayudara desde la infancia a desarrollar las facultades superiores del corazón y de la inteligencia, facultades cuyo desarrollo natural fuera estorbado en ellos bien por un defecto de organización, anemia del cerebro o enfermedad del corazón; del hígado o del estómago, bien por las execrables condiciones sociales que actualmente se imponen a millones de seres humanos. Pero estas facultades superiores del corazón y de la inteligencia no pueden ser ejercitadas si el hombre se halla privado de libertad, si no puede obrar como guste, si no sufre las múltiples influencias de la sociedad humana. La prisión pedagógica, la casa de salud, serían infinitamente peores que las cárceles y presidios de hoy. La fraternidad humana y la libertad son los únicos correctivos que hay que oponer a las enfermedades del organismo humano que conducen a lo que se llama crimen”, explica.
El ruso era un utopista. Sólo así se explica que confiara en que la educación resolviese todos los problemas. Está claro que para determinados crímenes y determinadas personas es necesario un lugar donde apartarlos de la sociedad, al menos durante un tiempo.
“El hombre es un resultado del medio en que crece y pasa la vida. Acostúmbrese al trabajo desde su infancia; acostúmbrese a considerarse como una parte de la humanidad; acostúmbrese a comprender que en esa inmensa familia, no se puede hacer mal a nadie sin sentir uno mismo los resultados de su acción; que el amor a los grandes goces —los más grandes y duraderos— que nos procuran el arte y la ciencia sean para él una necesidad, y segurísimos estad de que entonces habrá muy pocos casos en los que las leyes de moralidad inscritas en el corazón de todos, sean violadas”, auguraba el anarco-comunista. En aquel entonces la mayor parte de los prisioneros lo estaban por ataques contra la propiedad. En estos tiempos, al menos en los países que nos creemos más avanzados, la mayor parte de presos lo están por hechos ligados de una u otra forma al narcotráfico. En estos últimos tiempos algunos políticos —ya fuera de su puesto, pues de haberlo dicho entonces jamás conseguirían votos— hablan de la legalización de las drogas, pues se ha comprobado que más de medio siglo de prohibición no ha hecho otra cosa que multiplicar los problemas y las mafias. Quizás mi generación no lo vea, pero si la sociedad quiere avanzar y dejar de fabricar cárceles para los eslabones más débiles de esa cadena infinita de tráfico de drogas en que se ha convertido el mundo actual, debe legalizar a nivel mundial todo tipo de sustancias, de la misma manera que permiten tabaco y alcohol, tan dañinos y perfectamente legales.
Nadie debería querer ser carcelero ni verdugo
En la actualidad, la prisión es posible porque, en nuestra sociedad abyecta, el juez puede hacer carcelero o verdugo a un miserable asalariado. Pero si el juez hubiera de vigilar a sus condenados, si hubiera él de matar a los que manda aplicar quitar la vida, seguros estad de que esos mismos jueces encontrarían las prisiones insensatas y criminal la pena de muerte.
“La prisión no tiene razón de ser. Y todos los que aquí estáis, sentís lo mismo que yo; porque si a los padres y a las madres que veo preguntara quién sueña para su hijo un porvenir de carcelero, ni una sola voz me respondería. Cualesquiera que sea el sueño del padre y de la madre, no llegarían a desear para su hijo una colocación de guardián de presos, de verdugo […] Y en este desprecio está la condenación absoluta del sistema de las prisiones y de la pena de muerte. En la actualidad, la prisión es posible porque, en nuestra sociedad abyecta, el juez puede hacer carcelero o verdugo a un miserable asalariado. Pero si el juez hubiera de vigilar a sus condenados, si hubiera él de matar a los que manda aplicar quitar la vida, seguros estad de que esos mismos jueces encontrarían las prisiones insensatas y criminal la pena de muerte. Y esto me hace decir una palabra respecto al asesinato legal, que denominan pena capital en su extraña jerga. Este asesinato no es sino un resto del principio bárbaro enseñado por la Biblia, con su ojo por ojo, diente por diente. Es una crueldad inútil y perjudicial para la sociedad”, sostenía Kropotkin. Y sólo gente desesperada por un trabajo estaría en contra de estas afirmaciones. No he conocido un solo funcionario de prisiones orgulloso de lo que hacía. Con los que pude charlar durante algún tiempo se solían excusar con frases del tipo “Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo”. Ellos mismos se definían como recogedores de basura social. Uno de los últimos con quien tuve ocasión de conversar, que en sus tiempos mozos había sido el típico “duro” que pegaba a los presos, me confesaba también que la prisión no valía para mucho, pero era necesaria. En su última etapa, antes de jubilarse, se dedicó a crear un club de lectura en el que pude expresarme casi con total libertad, si es que eso puede hacerse dentro de los muros de una cárcel infernal. También había allí, en ese curioso club de lectura —que disvolvieron al poco de salir yo, según me contaron— presas de la organización terrorista ETA (a los etarras varones, muchos de ellos condenados a una cadena perpetua encubierta, nunca les permitieron participar).
Derríbenlas, por favor
“Resumo. La prisión no impide que los actos antisociales se produzcan; por el contrario, aumenta su número. No mejora a los que van a parar a ella. Refórmesela tanto como se quiera, siempre será una privación de libertad, un medio ficticio como el convento, que torna al prisionero cada vez menos propio para la vida en sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la sociedad. Debe desaparecer. Es un resto de barbarie, con mezcla de filantropismo jesuítico, y el primer deber de la Revolución será derribar las prisiones; esos monumentos de la hipocresía y de la vileza humana. En una sociedad de iguales, en un medio de hombres libres, todos los cuales trabajen para todos, todos los cuales hayan recibido una sana educación y se sostengan mutuamente en todas las circunstancias de su vida, los actos antisociales no podrán producirse. El gran número no tendrá razón de ser, y el resto será ahogado en germen. En cuanto a los individuos de inclinaciones perversas que la sociedad actual nos legue, deber nuestro será impedir que se desarrollen sus malos instintos. Y si no lo conseguimos, el correctivo honrado y práctico será siempre el trato fraternal, el sostén moral, que encontrarán de parte de todos, la libertad. Esto no es utopía; esto se hace ya con individuos aislados, y esto se tornará práctica general. Y tales medios serán mas poderosos que todos los códigos, que todo el actual sistema de castigos, esa fuente siempre fecunda en nuevos actos antisociales, de nuevos crímenes”, finaliza Peter Kropotkin.
Lamentablemente, 150 años después la vida sigue igual. ®