Estrella vio de reojo el tráiler, notó que se acercaba y disminuía su velocidad. Le inquietó pero se dijo que era normal porque muchos transportes de carga se detienen en la zona. Para cuando se dio cuenta de su error, dos hombres con la cara tapada las sujetaban y las metían a la fuerza a la cabina.
Sus recuerdos difieren en detalles. Adela declaró al Ministerio Público que era un tráiler rojo, del color de los carteles de emergencia. Estrella, que la cabina era blanca, como un espectro, una de esas visiones que se captan con el rabillo del ojo.
Durante las últimas semanas ella y su prima Adela habían ido a la feria del pueblo casi todos los días, pero siempre acompañadas por un adulto. Las dos tenían poco de haber cumplido los catorce años y veían a sus compañeras de la secundaria que paseaban hasta tarde sin ser vigiladas. Esa noche, el 27 de enero de 2011, Adela tuvo el permiso de la mamá; también habló por teléfono con el papá, migrante indocumentado en Estados Unidos desde hacía siete años, y, para que no se opusiera, le dijo que iría “con su mamá y sus hermanos”; después dejó el celular y sólo se llevó la cámara digital. A Estrella le dijeron que no, nunca le daban permiso de nada, así que se escapó.
Estrella y Adela son primas hermanas, emparentadas por las dos partes, de rasgos y estatura similares, pequeñas, delgadas; con ojos grandes y boca ancha. Parecen el reflejo una de la otra. Esa noche se arreglaron: Adela llevaba un suéter rosa, Estrella, un bolerito color pistache. Llegaron a la fiesta en el atrio de la iglesia de su pueblo, en el Estado de México, por aquellas regiones cerca de los volcanes donde venden árboles de Navidad en diciembre y la gente de la Ciudad de México va de paseo los fines de semana. Un lugar con un pie en la zona metropolitana y otro en la agricultura de temporal y la migración. La pasaron bien. Comieron, bailaron con los chinelos, se subieron a los juegos mecánicos, saludaron a sus amigos de la escuela.
Cuando salían de los baños públicos, pasadas las diez de la noche, vieron de lejos a la mamá de Estrella que las buscaba furibunda. Se fueron corriendo, muertas de la risa y asustadas a la vez, y cuando la perdieron de vista resolvieron irse a dormir a casa de Adela, para que Estrella evitara el castigo.
Caminaron unas cuadras y esperaron el transporte a la orilla de la carretera, una vialidad angosta y secundaria; estaba oscuro pero había una patrulla cerca y el barullo de la feria se alcanzaba a escuchar. Estrella vio de reojo el tráiler, notó que se acercaba y disminuía su velocidad. Le inquietó pero se dijo que era normal porque muchos transportes de carga se detienen en la zona. Para cuando se dio cuenta de su error, dos hombres con la cara tapada las sujetaban y las metían a la fuerza a la cabina.
Les colocaron un trapo en la boca que olía a alcohol. Antes de perder el conocimiento, Adela notó que en el piso había muchas jícamas tiradas…
Cuando Adela abrió los ojos, amanecía. Estrella ya estaba despierta, le sujetaba la mano, la palma empapada en sudor. El tráiler circulaba por la carretera Xalapa–Puebla. Lo que alguna vez fue una importante vialidad ahora ha sido relegada a camino de traspatio. Esta carretera de contrabando conecta el centro de Puebla con Veracruz. Zigzaguea entre los estados de Puebla, Tlaxcala y Veracruz, donde ya dominan los Zetas.
Al sur, cerca de Puebla capital, está la ranchería San Juan Acozac. Según los censos oficiales, tiene menos de un centenar de habitantes. Sobre la carretera hay venta de cajones de madera para pequeños camiones de carga. Las loncherías, los servicios, todo está pensando para tráileres y gente que vive en el camino. Y ahí las llevaron.
Pasaron cuatro días encerradas, sin comida. “Yo me guiaba los días porque se oyen los gallos cuando amanece, pero perdí la cuenta porque estaba asustada”, dijo Estrella en su primera declaración ministerial. En el cuarto había una jícara con agua sucia para beber y una colchoneta. Orinaban y defecaban en un rincón.
El tráiler se detuvo frente a una casa blanca con zaguán azul, sin patio. Los recibió una pareja joven. Él negoció con los traileros y la mujer las condujo al interior. Era joven (tenía 24 años), alta, de tez blanca, piernas flacas, ventruda, pelo teñido. Sus facciones habrían sido hermosas si no estuvieran hinchadas por el alcohol. Les sonrió, les dijo “Hola”, caminaron hasta el fondo de la construcción. Las encerró en el último cuarto.
Pasaron cuatro días encerradas, sin comida. “Yo me guiaba los días porque se oyen los gallos cuando amanece, pero perdí la cuenta porque estaba asustada”, dijo Estrella en su primera declaración ministerial. En el cuarto había una jícara con agua sucia para beber y una colchoneta. Orinaban y defecaban en un rincón.
Al quinto día se abrió la puerta.
Jazmín se llevó a Adela. Un hombre condujo a Estrella a otro cuarto. La amenazó con una botella rota de cerveza, le propinó una golpiza y la violó. Pasaron, uno por uno, veintidós hombres más.
Al poco rato de haberse ido el último, Jazmín abrió la puerta.
–Levántate ya, no fue para tanto.
* * *
En noviembre de 2012 el señor Roberto y su hija Adela me reciben en su hogar: un cuarto improvisado encima de la casa de los abuelos. Está en obra negra, por dentro lo han forrado con plástico. Ofrecen refresco, pido agua. Cuando me doy cuenta han ido a comprar una botella porque en casa no había. Roberto expone el estado del caso. El 14 de abril de 2011, cuando Adela fue rescatada, la policía detuvo a diez personas. Las procuradurías de Puebla, el Estado de México y la General de la República lanzaron sendos comunicados sobre el desmantelamiento de una banda de tratantes y explotadores sexuales. Pero dieciocho meses después, los procesos por delitos del fuero común (lenocinio, secuestro y corrupción de menores) se han perdido en tribunales poblanos. Todavía queda el proceso federal por trata de personas, el cual, por cierto, dicen asesores que es casi imposible que se caiga, debido a que tanto los detenidos como testigos aceptaron que las dos menores de edad trabajaron en esos lugares.
El padre continúa con un rosario de quejas.
En febrero de 2012 salió libre Daniel, hermano de Jazmín, quien tenía diecisiete años cuando fue detenido. Adela brinca silenciosamente en su silla. A Daniel le había gustado Adela y le pidió a Jazmín que se la regalara. Esta dijo que sí. Las autoridades no consideraron necesario informar a las víctimas de la libertad de Daniel, pero éste dejó de presentarse a firmar, por lo que en septiembre fueron notificados. El joven debía, además, pagar un poco más de 50 mil pesos por resarcimiento de daño. Hasta ahora no lo ha hecho.
—¿Qué van a hacer?
—En cuanto pueda me llevo a mi hija. Necesito dinero para el cruce, y ya del otro lado, pediré asilo. Si me llevo el documental que hicimos con Rosi Orozco, me puede ayudar a que me lo den.
Adela me pide un aventón a la Ciudad de México. Una ginecóloga ha detectado algo raro en su matriz y debe realizarse unos análisis. Temen que sea alguna secuela de la explotación. Como la familia está en bancarrota, el dinero lo ha puesto la ex diputada del Partido Acción Nacional Rosi Orozco.
Lleva una mochila pequeña y un gato de peluche, el que le regaló su papá cuando la rescataron —poco tiempo después adoptó una gatita muy parecida al juguete: colores claros y pelo largo—. Espero un viaje de silencios, pero apenas tomamos carretera, la adolescente rompe el silencio:
—Las otras niñas me dicen sidosa.
En el pueblo muchos piensan que las primas se fueron por propia voluntad. Adela mira por la ventana.
Se calcula que entre 16 mil y 20 mil niños y adolescentes son víctimas de explotación sexual en México, pero 90 por ciento de los casos quedan a la sombra. O así lo considera el director de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos contra trata de personas, Emilio Maus Ratz, según notas periodísticas. Al ver el aislamiento y la soledad en las que Adela vive su adolescencia, entiendo por qué las familias prefieren impunidad a publicidad.
Adela Relata anécdotas desarticuladas sobre su cautiverio. Por ejemplo, que los captores le quitaron su cámara digital y vieron las fotos de su familia. En particular las de su hermanita de seis años postrada en silla de ruedas: si Adela se escapaba la hermanita ocuparía su lugar, le dijeron. Por esto, cuando fue rescatada, no quería declarar en contra de ellos.
Pero entonces, cuando llegó al Ministerio Público, vio que su papá la esperaba. Esto le dio fortaleza y denunció.
Roberto se había ido de mojado cuando ella tenía alrededor de siete años. Enviaba dinero suficiente, cada ciclo escolar tenía todo lo que necesitaba: ropa, mochila, útiles. Tres años después el papá intentó establecerse de nuevo en México pero no pudo. Se fue otra vez a Maryland, Estados Unidos, dejando devastada a la pequeña Adela, de entonces nueve años. No fue la única, poco después la mamá de Adela decidió terminar el matrimonio.
Cuando Adela entró a la secundaria la hermana mayor llevó a vivir al esposo con ellas. Desde el inicio la relación fue tirante y hostil. Adela tuvo que irse de casa, su padre llamó a una de sus hermanas para que aceptara a su hija. Vivió allí druante un año hasta que, en octubre de 2010, su mamá la aceptó de nuevo. Apenas llevaba unos meses de regreso cuando la levantaron, ese 27 de enero.
Después de ser rescatada Adela escogió vivir con su papá, pero al poco tiempo éste decidió irse de mojado otra vez porque la búsqueda de las niñas le había dejado deudas hasta por 80 mil pesos. Cruzó el desierto pero la migra lo deportó. Adela lo agradeció en silencio.
Ahora pide permiso para escuchar la música que trae en su celular. Lo conecta al estéreo. Una canción del Haragán y Compañía. Rock urbano. Vallenato, “Hoja en blanco”. De manera ceremoniosa anuncia la siguiente canción: ésta se la dedicaba su papá cuando estaba de mojado en Estados Unidos. “5 de septiembre”: “Hoy es 5 de septiembre/ Mi hija cumple trece/ El tiempo pasó volando/ Ya ni me acuerdo/ Cuando empezó a ser señorita”. Y Adela se suelta a llorar desconsolada. “Y yo lo único que puedo desear/ Es que termine su carrera escolar/ Que no se fije en ninguno de los tiburones…”
Los dos meses y medio posteriores a su captura Adela y Estrella, bajo los nombres de Daniela y Andrea, fueron explotadas en los bares El Mezquite, propiedad de Yolanda Campos Hernández; El Rey, de José Isabel Ramos Huerta; El Compadre, de Mayorico Ramos Huerta, y El Bam Bam 1 y 2, cuyo dueño era un hombre identificado como El Rojo, todos localizados en el área central de Puebla.
Se reprocha a sí misma: “Yo no me escapé. Mi prima sí. Yo no tuve el valor”.
* * *
Los dos meses y medio posteriores a su captura Adela y Estrella, bajo los nombres de Daniela y Andrea, fueron explotadas en los bares El Mezquite, propiedad de Yolanda Campos Hernández; El Rey, de José Isabel Ramos Huerta; El Compadre, de Mayorico Ramos Huerta, y El Bam Bam 1 y 2, cuyo dueño era un hombre identificado como El Rojo, todos localizados en el área central de Puebla y, además, Adela fue explotada en fiestas privadas en el estado de Veracruz.
En cada bar había otras jóvenes y niñas. Algunas obligadas, otras no. En la casa de seguridad también. A veces las veían, a veces no. Sus testimonios son una cascada de historias de horror inconexas, desarticuladas.
“Cuando se llevaban a mi prima a Veracruz le inyectaban heroína y ella no se daba cuenta de cuántos hombres atendía… Lo peor que te podía pasar es que te drogaran y te subieran a bailar en el tubo y te tuvieras que quitar la ropa… Me quise matar, le quité la pistola a uno de los hombres con los que estaba tomando y ya no supe qué hacer con ella, me la quitaron y me agarraron a patadas, como si fuera un hombre… Jazmín me decía que ella decidía si me iba de ahí viva o muerta… No tenías derecho a una comida… No tenías derecho al agua limpia… No te dejaban dormir… Ellos querían que te vieras bien, pero si un cliente te quería pegar lo permitían… Me decían que si no me acostaba con los clientes iban a violar a mi prima… Me amenazaron, que a otra muchacha que andaba de rebelde la golpearon hasta casi dejarla muerta y la fueron a aventar…”
A mediados de febrero Jazmín vendió a Estrella al Chabelo.
La trasladaron a una casa en Los Reyes de Juárez, apenas a unos minutos de distancia. En la sala unos niños veían televisión. Atrás estaba el bar El Rey. Chabelo los recibió en chanclas y un abrigo con peluche. Era un hombre de unos 43 años, alto, gordo, con el ojo derecho raro. Acordaron el precio: 600 pesos por explotar a Estrella por una noche. A Chabelo se le hizo muy caro.
Cuando todos se fueron a dormir, Jesús, ex militar de 22 años e hijo del Chabelo, la violó. En su segunda declaración ministerial Estrella expresó: “Cuando se fue me levanté y me dieron ganas de ir al baño. Me di cuenta de que estaba sangrando mucho […] me puse un rollo de papel en la pantaleta. Ya no dormí”.
Después de eso Estrella intentó escapar por primera vez.
Era por la tarde. Todos estaban en la cocina, Estrella dijo que le dolía el estómago, la dejaron sola y escapó. Paró una patrulla, les explicó lo que había pasado, los policías la subieron y le dijeron que todo iba a estar bien. Tomaron carretera, llegaron a una construcción naranja con zaguán negro, al interior había una hilera de cuartos en un terreno. Era otra casa de seguridad. La recibió Jazmín.
Vio a su prima por primera vez en varios días. Lucía diferente. Triste, pero resignada. Le preguntó:
—¿Que ya te gusta estar aquí?
—No. Pero nadie me espera en casa.
Pasaban las semanas y Estrella se iba apagando. A su prima la veía cada vez menos y estaban distanciadas, probablemente resentidas. Adela tenía privilegios que Estrella no. En el mundo de la explotación y el crimen organizado se reproducen estratos de poder y prestigio. Pero a mediados de marzo ocurrió la vuelta de tuerca que hizo que Estrella se determinara a escapar a toda costa.
Estrella conoció en un bar a una muchacha cuyo alias en los antros era Yadira (no conocería, sino hasta después, cuál era su verdadero nombre). Yadira se encontraba en el último peldaño del mundo de la trata de personas: había sido explotada desde los doce años. Ahora, a los diecisiete, ya estaba muy vista y no atraía a los clientes.
Una tarde, mientras Jazmín las estaba maquillando, Estrella vio la oportunidad y se bebió a escondidas un vaso de agua limpia. La madrota se dio cuenta y preguntó quién había sido.
Yadira se encontraba en el último peldaño del mundo de la trata de personas: había sido explotada desde los doce años. Ahora, a los diecisiete, ya estaba muy vista y no atraía a los clientes.
Estrella guardó silencio. Yadira fue culpada.
Era uno de esos días en los que la paz dentro de la casa estaba sostenida con alfileres. Quizá fueron las drogas, o quizá que Yadira ya sólo fuera redituable como castigo ejemplar. Primero sólo fue una golpiza, pero le habían destrozado la nariz y la boca, y ella, en un estado frenético, no paraba de gritar “¡Dios, llévame contigo, ya es mucho sufrimiento!” Le dispararon.
Estrella comprendió que si se quedaba, estaría ahí por cinco o seis años más y después correría una suerte parecida. Se dijo: “Tienes tiempo para escaparte”.
No tuvo que esperar mucho.
* * *
Marzo de 2013. Un Starbucks de la colonia Condesa en el Distrito Federal. Llega la ex diputada Rosi Orozco. Durante la legislatura pasada Orozco fue presidenta de la Comisión Especial de la Lucha contra la Trata de Personas, y se le considera un personaje clave en el impulso a la nueva Ley para prevenir, sancionar y erradicar los delitos en materia de Trata de Personas y para la protección y asistencia de las víctimas. Muy alta, y rodeada de asistentes y amigas, llega al café en el que se entrevistará con varias personas.
Hasta atrás, como queriendo esconderse, la sigue Estrella.
Roberto y Rubí, padre de Adela y madre de Estrella, son hermanos y se casaron con otra pareja de hermanos, Laura y Jorge. Sus hijas nacieron con un mes de diferencia y físicamente parecen hermanas, no primas. Sus rasgos más llamativos son esos ojos grandes y brillantes, pero los de Adela son color caoba, y los de Estrella son negros.
Estrella pide una bebida fría. Habla con firmeza y rapidez, atropella las palabras. Relata de forma desordenada el levantón, lo que vivió después, antes cuenta su infancia, que a sus dieciséis años le parece lejana. Ríe, llora o se acongoja según el episodio. Relata con nostalgia la relación con su padre, Jorge, quien es obrero y sordomudo.
A señas, Jorge le repetía a la menor de sus hijas: “Las mujeres sufren mucho, nacen para sufrir. Pero tú no. Tú eres fuerte como yo”. Hasta los trece años de edad la vistió como a un niño: pantalón de mezclilla, camisa a cuadros. Cuando Estrella cumplió diez años pidió una muñeca Bratz de regalo. Jorge le trajo un carro de control remoto. A los doce le compró una moto. Enseñó a Estrella a manejarla, rápido y sin miedo. En una ocasión padre e hija se cayeron en plena carretera. Le ordenó que se levantara y siguiera manejando. En la feria la subía al juego mecánico más fuerte y, cuando veía el miedo en su rostro, a señas le decía: “Tú eres fuerte como yo”.
Estrella pide una bebida fría. Habla con firmeza y rapidez, atropella las palabras. Relata de forma desordenada el levantón, lo que vivió después, antes cuenta su infancia, que a sus dieciséis años le parece lejana. Ríe, llora o se acongoja según el episodio.
En la secundaria Estrella era un poco marimacha. Los niños la invitaban a jugar futbol y las niñas se burlaban de su ropa. Llevaba la falda demasiado larga, mallas de colores o negras, usaba tenis pues no soportaba los zapatos de mujer. En cambio, Adela era siempre muy femenina, arreglada y peinada; sus zapatos eran muy bonitos.
Por septiembre de 2010, cuando iniciaban juntas el segundo de secundaria, Adela habló con Estrella y le dijo que debía cambiar su imagen. Le regaló un par de zapatos. Le enchinó las pestañas, le dio brillo labial. Estrella accedió. En la escuela sus compañeros cambiaron su actitud: los niños dejaron de tratarla como uno más y las niñas se hicieron sus amigas.
—Si no hubiera cambiado mi identidad a lo mejor no me habría pasado esto.
¿Cómo decirle a una niña de dieciséis años que ser víctima no es su culpa?
A comienzos de marzo Estrella fue a la PGR y preguntó por las otras muchachas que fueron rescatadas en abril de 2011.
—Me dijeron que las únicas menores de edad éramos mi prima y yo —empieza a golpear la mesa con el puño—. ¡No es cierto! Todas, menos una, eran menores de edad. Yo tenía credencial de elector falsa.
* * *
La oportunidad de escapar llegó el 13 de abril de 2011. Esa tarde no fueron al bar porque Jazmín agarró la borrachera con sus amigos. Estrella tomó el celular de Jazmín en un descuido. Pero una vez que lo tuvo en la mano no supo a qué número marcar. No sabía los teléfonos de su casa. Jazmín la vio y Estrella aventó el celular a la pared. Éste se rompió.
La arrastró hasta el cuarto más alejado.
—Tienes hasta las nueve de la noche para que dejes el celular como estaba. Si no, le voy a decir a Coquis—. Cerró con llave y se alejó.
Estrella se quedó sentada en el suelo. Se abrió la puerta. Era Mariana, cuñada de Jazmín.
—Eres una loca, una cochina —le dijo. Mariana siempre la llamaba con insultos y después se arrepentía.
—¿Por qué si ya te dejan salir no te vas?—, le reprochó Estrella.
—Tú no sabes todo. No sabes que tengo un hijo—. Luego la miró con compasión y agregó—: Si buscas bien, hay algo que te puede ayudar—. Y se fue.
Estrella revisó el cuarto. No tenía ventanas, sólo una mesa y un mueble grande y pesado contra la pared. En penumbra aunque no pasaban de las cuatro de la tarde. Se tiró al suelo y se encogió. “Bueno, si voy a morir, que sea rápido”, pensó. “Y si es de un balazo, mejor. Así no sufro”. Apoyó la mejilla en el suelo. Su mirada quedó de frente al mueble. Debajo de éste algo llamó su atención: por el mínimo espacio que quedaba pasaba un poco de luz. “¿Será una ventana?”, se preguntó. Con cuidado para no hacer ruido, y con esfuerzo, porque el mueble estaba muy pesado, lo movió. Era una puerta.
Llevaba una ombliguera escotada que sólo le cubría los pezones, un short recortado con el que mostraba la mitad de las nalgas, unas chanclas, el pelo teñido, había perdido unos diez kilos de peso, llevaba los pies sucios. Se sentó en una banqueta y comenzó a llorar. Unos muchachos que repartían propaganda religiosa se acercaron. Ella les dijo que necesitaba ir a México. Esa noche se quedó a dormir en su casa. Nadie la tocó.
Escapó corriendo por baldíos. Evitó la calle hasta estar segura de que no se encontraría con ninguna patrulla. Corrió mucho hasta que una mujer le ofreció un aventón a Acatzingo, un poblado a veinte minutos de Acozac. Bajó del vehículo, caminó. Había una feria que le pareció idéntica a la que había en su pueblo el día que las levantaron. Imaginó que todo había sido un sueño y todavía era el 27 de enero. Pero se miró a sí misma: llevaba una ombliguera escotada que sólo le cubría los pezones, un short recortado con el que mostraba la mitad de las nalgas, unas chanclas, el pelo teñido, había perdido unos diez kilos de peso, llevaba los pies sucios. Se sentó en una banqueta y comenzó a llorar. Unos muchachos que repartían propaganda religiosa se acercaron. Ella les dijo que necesitaba ir a México. Esa noche se quedó a dormir en su casa. Nadie la tocó. Le regalaron una cobija. A las seis de la mañana del día siguiente tomó el camión, los jóvenes le pagaron el boleto. Tras cuatro horas de viaje se bajó a la altura de Iztapalapa, en la periferia del Distrito Federal. Ahí se sentó en un parque. Unas monjas le regalaron una biblia y le pagaron el pasaje para el trayecto que faltaba.
Llegó a su pueblo pasado el mediodía. Cuando bajó del camión se encontró con muchos conocidos que se le quedaron viendo. Estuvo a punto de irse y ya no regresar. Sintió mucha vergüenza de que la vieran así, pero finalmente se armó de valor y se fue a casa. Esa misma tarde, en un operativo conjunto de las procuradurías estatales de México y Puebla, fueron rescatadas varias mujeres, entre ellas su prima Adela.
Epílogo
Estrella acaba de presentar sus primeras materias para terminar la secundaria. Quiere ser abogada especializada en derechos humanos. Hace poco las fue a buscar Daniel a su pueblo, por lo que ha tenido que irse de su casa y actualmente se encuentra en la casa de Rosi, para que Daniel no la encuentre. Su padre está a punto de perder su empleo como obrero.
“Ha habido momentos en que me he tirado al suelo a llorar y digo ‘Ya me cansé, ya no puedo, ya no quiero… pero luego viene a mi pensamiento: ¿Valió o no valió la pena escaparme, que una niña diera su vida por mí, para que yo me quede ahí, tirada, diciendo que la vida no vale nada?” Por cierto, el nombre que ella elige para dar esta entrevista, Estrella, es el verdadero nombre de la muchacha que vio morir.
Adela está estudiando para cultora de belleza. Pero, dice con su timidez característica, que no le salen bien las uñas de gel. Quiere irse de mojada con su padre. La abuela está muriendo. Padre e hija sólo esperan este desenlace para intentar el cruce nuevamente. Tiene ya dos gatos: uno claro y otro negro al que ha nombrado “Ozumba oscuridad”. ®
—Abril de 2013. La reconstrucción de la historia se basa en las declaraciones ministeriales y los testimonios de Estrella y Adela.
Lorena Cervantes
Muy buena nota. Gracias por tu trabajo
Ligia
Excelente trabajo periodístico y de investigación. Qué tristeza el caso de estas jovencitas.
clara
Los hombres que van a prostíbulos son tan culpables como los tratantes. Violan a menores o las ven ahì tiradas, drogadas, y callan, son una basura.
Cesar
Es triste saber que muchos se dan cuenta de esto y no hacen nada, el que ve y hace caso omiso es tan malo como el que hace el mal.
vesna
Gracias Replicante por esta nota.