La coartada de Heidegger

El arte y el mal

Al final de la II Guerra Heidegger se dijo víctima del efecto Mitlaüfter, esto es, “los que siguen a los mitos imitando la conducta de la mayoría”, evadiendo su responsabilidad. Yo le pregunto: si la filosofía no ayuda a diferenciar el mito de la realidad, entonces ¿para qué es? ¿Qué mito justifica el genocidio?

No dejemos que las teorías y las ideas sean las reglas de nuestro ser. El Führer mismo y sólo él es la realidad alemana y su ley, hoy y en el futuro.
Que actué o no actué esta voluntad depende de una cosa: que nosotros los alemanes, un pueblo históricamente espiritual, seamos nosotros mismos la voluntad otra vez.
—Martin Heidegger

Martin Heidegger, Friburgo, 1934

Ser consecuentes con nuestro tiempo fue la explicación que dio Heidegger por su entrega febril, frívola e incondicional al exterminio de millones de personas. Estamos acostumbrados a que el mal se ejerce como un acto cruel y antisocial con ciertas características: violencia, criminalidad, el daño evidente en contra del otro, la devastación social y anímica de las víctimas. Es algo palpable y detectable. Pero existe el mal de las ideas, ese que ejerció Heidegger y que desata consecuencias terribles. Su colaboración a la construcción de una ideología y el genocidio posterior fue dedicarle su filosofía y pensamiento, delatar a sus alumnos y compañeros académicos judíos para que los enviaran a los campos de exterminio y motivar a sus alumnos arios a que se inscribieran en la SS o cualquier grupo militar del partido nazi.

Esa es una conducta asesina, es el mal en una de sus formas. El mal no es una abstracción ni una categoría moral; el mal se comete, es un hecho que se manifiesta con actos que niegan la ética. Si para Heidegger sus actos respondían a su tiempo, esto elimina a la ética y la cambia por un código flexible, adaptable a lo que le convenga, a la moda, a la debilidad de un carácter que con esto encuentra la posibilidad, políticamente correcta, de dejar en libertad a las inclinaciones criminales. Heidegger se despojó de su responsabilidad con descarada cobardía. La cobardía también es una de las manifestaciones del mal.

El mal tiene nombres y responsables, tiene rostros, las entelequias en las que las religiones monoteístas lo han enmascarado, dándole una presencia metafísica y fantasmagórica, sirven para evadirse del juicio social y legal por sus crímenes. Para la ética un asesinato ideológico es igual de criminal si se comete en nombre de dios o del nazismo; las ideologías no cambian los hechos. El marqués de Sade, gran analista de este fenómeno y de sus manifestaciones, hizo de las religiones el mal auténtico y más peligroso, porque la religión es ideología. Contradiciendo la teoría de Rousseau del buen salvaje —nacemos con una predisposición al bien y es la sociedad la que nos pervierte—, Sade grita que somos una naturaleza brutal y que las leyes nos someten para que no abusemos del más vulnerable. Así, el mal no es una fábula demoniaca, es una conducta humana y sus consecuencias deben ser castigadas. ¿Las leyes nos previenen del mal? Sólo si se rigen por la ética, no por la ignorancia tribal del grupo en el poder, cosa increíblemente difícil y frágil.

El origen del nazismo como obra de arte

El mal no es una abstracción ni una categoría moral; el mal se comete, es un hecho que se manifiesta con actos que niegan la ética. Si para Heidegger sus actos respondían a su tiempo, esto elimina a la ética y la cambia por un código flexible, adaptable a lo que le convenga, a la moda, a la debilidad de un carácter que con esto encuentra la posibilidad, políticamente correcta, de dejar en libertad a las inclinaciones criminales.

Para Heidegger el arte no puede ser visto fuera de su contexto filosófico e histórico, se manifiesta en contra de la apreciación estética del arte, podríamos decir del placer puro, sensorial y emocional de ver la obra. La “verdad” es la forma de entender la dinámica histórica de nuestro tiempo, entonces esa verdad está cargada con la ideología del momento. Su discurso El origen de la obra de arte es una pieza de propaganda que impulsa la noción del arte con intenciones proselitistas e ideológicas, y es algo más, otorga calidad de arte a la construcción del modelo social, estético y filosófico nazi. La verdad que atribuye como un surgimiento “imponente” del ser de la obra es la idea que antecede o ampara a la obra. La descripción de la campesina, que según él, es la dueña de los zapatos que sirvieron de modelo para la pintura de Van Gogh es la idealización del campesino de la iconografía nazi. El discurso sobre la tierra de la que todo emerge, sus referencias teístas a la naturaleza es la obsesión nacionalista por los bosques y la vida campirana aria. Recordemos el amor de Hitler por las montañas y los niños vestidos de tiroleses. Enfatiza esa vida natural que se oponía a la vida decadente del Berlín cosmopolita y que el nazismo se encargó de aniquilar. Con su fijación por relativizar la ética y la responsabilidad del ser ante sus actos, insiste en que nuestra experiencia de la realidad cambia a través del tiempo, y que el arte ayuda a que asimilemos este cambio porque lo muestra en su “verdad”. Heidegger decidió que su tiempo era el del nazismo, que su realidad era afiliarse a una dictadura genocida. No respondió con la rebeldía heroica y en cambio desarrolló argumentos que falsean y manipulan la noción de obra de arte. Su descripción del templo griego que “alberga el destino del hombre”, su inclusión de la creación divina —una fábula que no tenía por qué entrar en un discurso lógico— refuerza el concepto de “destino” que comparte la obsesión que tenía Hitler por el significado de las obras arquitectónicas en el nacimiento de una nueva nación. En un discurso megalómano, en donde no existen palabras inocentes, desarrolla el tema de la “utilidad” de la cosa para alejarnos de la noción de la inteligencia creadora y concluir que esa utilidad que la obra de arte no comparte con los objetos de uso, sí la comparte con la verdad y entonces la utilidad del arte es ideológica, nos refleja, nos explica, nos involucra en la historia y en la realidad de nuestro tiempo. El peso histórico de la obra está en su compromiso político. Es interesante cómo le atribuye al arte, en esa verdad, el poder y la misión de la “desocultación” de la revelación, cuando delatar era la práctica de un buen ciudadano y “desocultar” o “no-ocultar” al enemigo un acto ejemplar, merecedor de una medalla. ¿Qué deseaba sacar a la luz a través del arte? Ideas, verdades, ocultarse es “negarse, disimularse”, e insiste: “La esencia de la verdad, es decir, la desocultación está dominada por un rehusarse en el modo de la doble ocultación”; nadie se puede rehusar a delatar. Con estas afirmaciones Heidegger en realidad no está hablando de arte, esa es su coartada, por eso nunca menciona el proceso del artista, no habla de talento. Cuando toca a la técnica es una generalidad y no profundiza, no menciona escuelas ni rasgos de la obra en factura, composición o formas. Heidegger está hablando del hombre nazi como obra. Analizando estos ensayos desde este punto de vista de vista, y usando sus términos, se “desocultan” sus intenciones y sus ideas. Desglosa las bases de la ideología nazi como arte, entrando en el proceso de involucrar a todas las formas de pensamiento “con las fuerzas y demandas del Estado Nacional Socialista”, como lo exigió Hitler. El hombre ario es la verdad que en ese momento adquiere dimensión universal y le da la autoridad de decidir sobre la vida de los otros, la verdad de ser elegidos, la verdad de ser paradigmas. “La verdad acontece como la lucha primordial entre el alumbramiento y la ocultación”; “La verdad en los zapatos de Van Gogh acontece al manifestarse el ser útil de los zapatos”; el énfasis del discurso está en la “utilidad de la verdad”, servir a una ideología es la verdad. Es tan criminal el que a diario ejecuta a miles de personas como el que escribe este tipo de propaganda en apoyo de la dictadura genocida. Su obsesión por el origen: “El origen es la fuente de la esencia dentro de la cual está el ser del ente”, es el origen que se convirtió en una de las leyes del nazismo, la sangre aria, limpia de otras razas y el hombre como resultado de esa pureza, de esa esencia. “El poder que debemos preservar, en el sentido más profundo, es el del Volk, pueblo, que está enraizado en el alma y en la sangre”, dijo en su discurso de nombramiento como rector o, como él mismo se hizo llamar, “el Führer de la Universidad de Friburgo”. Al final de la II Guerra Heidegger se dijo víctima del efecto Mitlaüfter, esto es, “los que siguen a los mitos imitando la conducta de la mayoría”, evadiendo su responsabilidad. Yo le pregunto: si la filosofía no ayuda a diferenciar el mito de la realidad, entonces ¿para qué es? ¿Qué mito justifica el genocidio? Disculpándose a sí mismo y a los millones que apoyaron a Hitler, su débil excusa le permitió su regreso a impartir clases en la Universidad de Friburgo, pero su reinserción académica no impide que veamos en su obra una apología al más grande crimen del que la humanidad tenga memoria. Si hizo tanto énfasis en el posicionamiento histórico de la obra —“el arte es histórico y como tal es la contemplación creadora de la verdad en la obra”— es porque se creía poseedor de la verdad del que triunfa en la guerra, por eso escribió como promulgador y testigo de una verdad. Es la Historia, esa que tanto menciona en su texto, la que le da el espejo de su derrota y le demuestra que el peso de la filosofía no es capaz de justificar ningún crimen y que su colaboración asesina no se puede borrar con un discurso. ®

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Publicado en: Destacados, El mal, Octubre 2011

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