No cabe duda de que la enseñanza de Norbert Elias, en líneas generales, queda plasmada en esta obra, profunda reflexión histórica, social, psicológica y antropológica sobre una época, cuyos conceptos fundamentales, sin embargo, son susceptibles de emplearse para desbrozar otros periodos históricos.
Presentada originalmente como su tesis de habilitación en la Universidad de Fráncfort bajo la asesoría de Karl Mannheim, Die höfische Gesellschaft (1933) corrió con suerte singular pues, a los pocos días de haber sido presentada y habiéndose ya aprobada, llegarían los nazis al poder y clausurarían el Instituto de Sociología. Publicada por primera vez en 1969 en una versión ampliada, la tradujo en 1982 al castellano Guillermo Hirata y vio la luz en su segunda edición treinta años después, bajo el título de la La sociedad cortesana [México: FCE, 2012]. Obra esencial para entender el pensamiento y la aportación capital de Norbert Elias. Partiendo de un punto de vista realista, Elias considera que las realidades o los objetos propios de la ciencia sociológica no son abstracciones de cuño nominalista como la sociedad o el individuo sino más bien una configuración de seres humanos que, en cierto momento histórico y cierto espacio geográfico, interactúan unos con otros. La corte de Luis XIV en Versalles es el escenario del estudio. Las cortes han existido desde civilizaciones antiquísimas, como fueron China e India, y las hubo también en Europa. El caso de Francia desde el rey San Luis, en el siglo XIII, hasta la llegada de Enrique IV de Borbón, en el siglo XVII, resulta paradigmático a causa de la continuidad histórica, a diferencia de una Alemania anterior a la unificación, dividida en una multitud de principados, ducados y condados.
El rey mediante los tributos e impuestos era quien poseía la mayor concentración de capital que repartía sabiamente entre sus súbditos a cambio de que lo atendieran como criados. Los príncipes de sangre eran —en la corte de Versalles— fundamentalmente pensionistas que ejercían funciones varias, todas importantes para la administración de la casa real y la pompa de la corte, pero inocuas en cuanto a su poder estratégico que era nulo.
La forma característica que la corte habría de adoptar durante el siglo XVIII, teniendo a Versalles como asiento, constituiría un modelo a imitar para el resto de Europa. Preparado el terreno por Mazarino y la reina, cuando Luis XIV era aún un crío, los cargos para la nobleza de espada, los príncipes de sangre, se vieron cada vez más restringidos, al pasar de fungir como gobernadores generales, condestables o jueces a meros cortesanos. Parte del éxito de la nueva política se basaba en el papel preponderante del oro. La abundancia del preciado metal, sobre todo que afluía en grandes cantidades de América, colocó a la antigua nobleza en una posición difícil, pues las rentas de sus tierras, de acuerdo con contratos inveterados, seguían produciendo los mismos dividendos, siendo que el costo de la vida había aumentado al menos tres veces más. El rey mediante los tributos e impuestos era quien poseía la mayor concentración de capital que repartía sabiamente entre sus súbditos a cambio de que lo atendieran como criados. Los príncipes de sangre eran —en la corte de Versalles— fundamentalmente pensionistas que ejercían funciones varias, todas importantes para la administración de la casa real y la pompa de la corte, pero inocuas en cuanto a su poder estratégico que era nulo. En una configuración como Versalles ni siquiera el soberano estaba exento de ciertas interdependencias con los cortesanos, parte de ellos noblesse d’épée pero otra parte noblesse de robe, es decir funcionarios de toga, burgueses encumbrados que eran los que ejercían la administración. Jugando un grupo contra el otro, el monarca absoluto (un término que desde el punto de vista del análisis tiene un significado matizado y restringido) mantenía en equilibrio el poder.
La amarga experiencia de su padre, Luis XIII, y su tío Gastón, el duque de Anjeo y de Orléans, quien se había vuelto contra él, sublevándose y teniendo que ser ejecutado, le recordaban al astuto monarca el cuidado que debía tener con que incluso miembros de la familia real (su hijo por ejemplo que quiso hacer su propia corte aparte y por fortuna murió joven) podían convertirse en amenazas y competidores potenciales. El conde de Saint Simon y el duque de La Rochefoucauld (vástago del autor de las célebres Maximes morales) constituyen buenos ejemplos de grandes de Francia, que se vieron reducidos a simples criados del rey, cuyos ancestros habían sido destacados guerreros. Los torneos caballerescos sucumbieron ante la danza, las artes y las buenas maneras. Prácticas todas éstas que convenían al monarca, quien nutría las filas de sus ejércitos con mercenarios. Incluso las amantes del rey, como madame Scarron, convertida después en la marquesa de Maintenon, tenían más influencia que la propia reina. Un burgués como Colbert gobernaba como el ministro con más influencia en la administración.
Elias reflexiona sobre el carácter prerromántico de algunos poetas y pensadores, entre ellos du Bellay, Ronsard, Desportes, Fœneste, que con sus versos y exaltación de la vida pastoril y las perdidas bondades del campo, nobles que suspiraban por sus casas en la campiña, prefiguraban ya las frescas y letales ideas de Rousseau.
Elias compara a sátrapas de la calaña de Hitler con Luis XIV, en el sentido de que también el alemán toleraba una gran oposición en el seno de su en apariencia monolítico Estado, concediéndole a las SS relativa autonomía pero no ilimitadas facultades, enfrentando a las diversas fuerzas que buscaban hacerse con el poder, siendo siempre el primer mandatario que llegaba a dirimir la disputa. Las disfuncionalidades son las que explican la caída de los regímenes totalitarios. En el caso de Luis XIV (hay que guardarse de usar términos históricos que no corresponden a su época, como tampoco los de feudalismo ni sociedad industrial), la causa que vino a propiciar el fin de su casta surgió cuando las hordas de desposeídos, capitaneados por un par de oportunistas, decidieron armar la Revolución y decapitar a Luis XVI, nieto de Luis XV.
En uno de los capítulos finales Elias reflexiona sobre el carácter prerromántico de algunos poetas y pensadores, entre ellos du Bellay, Ronsard, Desportes, Fœneste, que con sus versos y exaltación de la vida pastoril y las perdidas bondades del campo, nobles que suspiraban por sus casas en la campiña, prefiguraban ya las frescas y letales ideas de Rousseau. Eso sin mencionar cómo Racine y la tragedia clásica, al igual que las huestes de pintores, músicos y arquitectos, supieron encarnar el espíritu de corrección, elegancia y sumisión que demandaba el momento histórico. No cabe duda de que la enseñanza de Norbert Elias, en líneas generales, queda plasmada en esta obra, profunda reflexión histórica, social, psicológica y antropológica sobre una época, cuyos conceptos fundamentales, sin embargo, son susceptibles de emplearse para desbrozar otros periodos históricos, partiendo siempre de las cosas reales y las personas concretas, los acontecimientos históricos en su mayor fidelidad y carácter necesariamente complejo e interdependiente. ®