La democracia de José Woldenberg

Cartas a una joven desencantada con la democracia

El trabajo intelectual de Woldenberg se debe entender como una defensa permanente —a veces crítica, las más satisfecha— del relato oficial de la transición democrática. Su obra parte de un supuesto dogmático: México vive en democracia —una democracia frágil, pero democracia al fin.

José Woldenberg.

Desde el 2014 la indignación de la ciudadanía ha sido uno de los temas recurrentes de nuestra conversación pública. Los mexicanos, dicen los autores, se encuentran desilusionados con los magros resultados de la (supuesta) democracia. Se ha dicho que las causas de este sentimiento son la multiplicación de la violencia, la corrupción y la impunidad, por lo que los jóvenes deben asumir un papel activo en este contexto (Krauze), y la insatisfacción con el gobierno democrático, caracterizado por la descentralización del poder sin rendición de cuentas, la mala calidad de los servicios públicos y el financiamiento ilegal de las campañas (Aguilar Camín). Y que no se trata de un sentimiento activo y externo (indignación, ira) sino pasivo e interno: desaliento, tristeza, desencanto.

Para participar en esta conversación, Sexto Piso acaba de publicar Cartas a una joven desencantada con la democracia de José Woldenberg. El libro pretende servir para entablar un diálogo con las generaciones jóvenes y resume las ideas del autor sobre el régimen, la democracia y el cambio político —la mayoría ya antes publicadas en ensayos o artículos—, siguiendo el formato de Cartas a un joven disidente (2013), de Hitchens. Como el resto de su obra, aunque Woldenberg diserta en sus Cartas… extensamente sobre los problemas actuales del país, se trata de un alegato, incluso alegre, a favor de las conquistas históricas de la Transición Democrática.

La historia oficial de esta transición, definida por momentos paradigmáticos y héroes muy concretos, se puede encontrar en Historia mínima de la transición democrática en México (2013), del mismo autor. El relato está comprendido por un elogio desmedido al triunfo del pluralismo partidista y la trascendencia política de las reformas electorales y, hasta hace unos años, a supuestas conquistas históricas como la libertad de expresión. La línea de tiempo es conocida: la reforma política de Reyes Heroles en 1977; el nacimiento de la sociedad civil a partir del terremoto de 1985; Chihuahua; 1988 como punto de inflexión institucional, después de la caída del sistema; la creación del IFE y el TRIFE en los noventa; “el IFE de José Woldenberg”; 1997: el PRI pierde la mayoría de la Cámara de Diputados; el civismo de Zedillo; el triunfo de Fox en el 2000; etc. & etc.

En Historia mínima…, después narrar cada uno de estos episodios, Woldenberg concluye que “con las elecciones de 1997 finalizó la transición democrática en México” (aunque no comparte en alguna de las 150 páginas del libro, por cierto, definición alguna de democracia o transición democrática). Quienes suelen defender este relato, por lo general, promueven una versión minimalista de la democracia, que, argumentan, México vive desde hace unos años. Esto–es–democracia, porque ya se cuentan los votos. La proliferación de críticos de la democracia mexicana se debe, pues, a un problema generalizado de incomprensión: las nuevas generaciones simplemente no quieren valorar la importancia de los avances institucionales. Tenemos que volver a explicarles, de forma más amigable, la transición.

Esto–es–democracia, porque ya se cuentan los votos. La proliferación de críticos de la democracia mexicana se debe, pues, a un problema generalizado de incomprensión: las nuevas generaciones simplemente no quieren valorar la importancia de los avances institucionales. Tenemos que volver a explicarles, de forma más amigable, la transición.

Aunque se encuentra en Woldenberg a uno de sus principales promotores, la definición minimalista de la democracia tiene un largo trayecto en la conversación pública mexicana. Para decirlo rápido, el agotamiento del relato revolucionario, el estancamiento del modelo económico de desarrollo y la inflexibilidad política del régimen produjeron una creciente e irreversible indignación que terminó por arruinar la armonía del sistema político priista del siglo XX. Se empezó a hablar, aquí y allá, de democracia: idea inestable, utópica. El ogro debía morir: se necesitaba una nueva forma de gobernar y de vivir en sociedad, ya no vertical y arbitraria, sino horizontal y representativa. Transfigurar la pirámide. Empero, la exigencia por una democracia auténtica que prolifera en esos años (los sesenta, los setenta) en algún momento (quizá 1977) se empata dogmáticamente con las elecciones. La ruta sería el voto: es la estrategia que eligen las élites, los ciudadanos, los intelectuales y el sistema. Una vez conquistada la alternancia, el resto vendría solo: contrapesos, fortalecimiento institucional, legalidad, justicia. Pero el contenido político se desvanece poco a poco: la conversación sobre democracia empieza a ser una conversación, sobre todo, sobre elecciones —aunque hablar de elecciones era hablar (todavía) del pueblo, del futuro, porque era hablar de la ruta a un nuevo tipo de convivencia. Más adelante (quizá los noventa), un punto de inflexión sucede, y se acota radicalmente el término: la conversación sobre democracia deviene (sin vuelta atrás) en una conversación sobre reformas electorales. Ya en los ochenta y los noventa proliferan los transitólogos, ingenieros en instituciones, que prefieren atender las enseñanzas de Bobbio antes que las preocupaciones políticas de la gente común. Y triunfa apabullantemente la versión minimalista de la democracia. Por ello, no desentona que alguien como Woldenberg, que asciende como funcionario e intelectual en esos años, la historia de la democracia mexicana, remasterizada en Cartas…, sea (sin más) la historia de las reformas electorales.

Todavía hoy, cuando los analistas o intelectuales públicos acuden al término, en columnas de opinión, radio o televisión, lo hacen desde esa acepción: se habla del estado de la democracia mexicana cada temporada de comicios, y las conclusiones se sacan sólo a partir de los dividendos de la jornada electoral. Los liberales mexicanos —al centrar la atención únicamente en las elecciones— lograron desactivar prácticamente toda una discusión sobre lo que significa construir realmente una sociedad de iguales. La conversación sobre cómo queremos vivir en sociedad quedó reducida, desde hace años, a un coloquio, entre partidos e intelectuales, sobre tecnicismos institucionales.

Por otro lado, un punto que olvida (predeciblemente) José Woldenberg en su análisis es que el cambio político en México vino acompañado de un cambio de modelo económico. En Cartas… se discuten, es cierto, las implicaciones políticas de la desigualdad y la pobreza, pero no las que produjo la transformación de la estructura económica; asimismo, se citan los lastres de la impunidad, la corrupción y la violencia, pero se omite el marco económico en el que éstas se sistematizan. La transformación en el colectivo ha sido tan amplia en el país, desde la introducción del neoliberalismo, que resulta impresionante en el caso de Woldenberg —y sospechoso, por decir lo menos, en los casos de Aguilar Camín y Krauze— tal omisión en su estudio sobre la transición democrática.

Las Cartas…

Las reformas tecnocráticas de Estado, como escribió Soledad Loaeza, fueron precisamente un programa de reformas antiestatistas. La firma del TLC, las privatizaciones, el Fobaproa y la progresiva economización de todas las esferas de la realidad mexicana (trabajo, academia, campo cultural, etc.) reforman el sistema y propagan un nuevo relato según el cual el crecimiento económico, la competencia y el individualismo deben ser las únicas obsesiones sociales; primero la economía, luego la sociedad; la miseria queda legitimada (local e internacionalmente) en tanto costo del progreso. Se suplantan los valores colectivos, se abandona el campo, se flexibiliza el mercado laboral, se adelgaza el Estado. O, mejor dicho, se restructura el Estado: su nueva atribución será procurar el funcionamiento óptimo de los mercados y expandir las facultades de la clase empresarial, es decir, asegurar las libertades económicas antes que las libertades políticas. Como resultado de las privatizaciones salinistas, paralelamente a la construcción del colegio electoral autónomo, se consolida una nueva clase dominante predominantemente empresarial (con viejos y algunos nuevos integrantes). Para la mayoría de los mexicanos, los sexenios de Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto terminan siendo años de incertidumbre: de estancamiento económico, falsos optimismos institucionales y violencia; para el 1%, de certidumbre: años de creciente concentración económica. Una nueva élite se afianza, si bien la novedad es su posición frente al Estado: acrecienta su poder económico gracias a él, pero se erige políticamente por encima de él, al margen de las leyes.

Gradualmente empequeñecido, debilitado fiscalmente y apolillado, el Estado sólo ha servido —por acciones u omisiones— para proteger y reforzar sus privilegios. En este contexto, la “política” (el armado institucional que se forja con la transición) no ha conseguido modificar la lógica de este nuevo orden plutocrático. Dada la precariedad del Estado, la clase política, desde los noventa, realiza negocios (cada vez más sofisticados) con los recursos públicos y ruido, mucho espectáculo, pero no política. Con excepción del llamado a la guerra contra el narcotráfico, lo que destaca en el nuevo siglo es la completa irrelevancia política de los políticos y las instituciones formales, su triste incapacidad para incidir en el curso de la sociedad. En suma, la nueva economía origina, y reproduce, una nueva política: una más teatral, pero menos relevante.

Esta omisión ya la ha señalado Ariel Rodríguez Kuri en un espléndido ensayo: aunque el modelo económico que se adoptó en los noventa niega (por definición) todo futuro colectivo, de alguna manera, no aparece en las interpretaciones recientes —Aguilar Camín, Krauze, Woldenberg— de la indignación social. ¿Cómo se pensaba levantar un régimen político del pueblo para el pueblo cuando el programa económico que (paralelamente) se profundizó, con cada sexenio, está diseñado para desafiar cualquier vestigio público? ¿En qué momento surgirían los nuevos ciudadanos, los nuevos demócratas para la república naciente, cuando lo que ha pretendido formar la hegemonía —y, visto desde el 2017, el éxito ha sido indiscutible— es meramente “capital humano”? ¿El vaciamiento de la democracia y la despolitización del Estado no se explican más por las prácticas de gobernanza estatal que ha extendido la racionalidad neoliberal (Brown) que por la cartelización de los partidos políticos (Silva-Herzog Márquez)? ¿Cómo concebir que el régimen naciente iba a garantizar la libertad de la sociedad, con ciudadanos dueños de sí, cuando los tecnócratas que han gestionado la economía en las últimas décadas solo han buscado defender, fanática y beligerantemente, la libertad empresarial? ¿Por qué pasar por alto en Cartas… que una de las tareas generacionales de esa tecnocracia ha sido la de destruir el Estado desde el Estado? Al margen de la transición democrática, el Estado mexicano estaba sufriendo efectivamente una serie de reconfiguraciones inéditas que iban a dinamitar el piso de la democracia anhelada.

El producto de la Transición Democrática es, así, un régimen político atípico: no es, sin duda, el autoritarismo del pasado —aunque hereda prácticas y estructuras—, pero tampoco es una democracia de libro de texto, como defiende Woldenberg. Es cierto que hoy existe movilidad en las élites gubernamentales, algo celebrable. Pocos niegan que en México sucedió “un largo proceso de deconstrucción y construcción de reglas e instituciones y de la transformación progresiva de eso que llamamos ‘correlación de fuerzas’”, que permitió la creación del IFE/INE y el Trife, que con éxito realizan periódicamente elecciones en un país donde contar votos, dada la historia local, parecía inverosímil; lo anterior representa una conquista como pocas en nuestra tradición política —no cabe duda. El problema es lo que sucede el resto de los 364 días. El derecho al voto y a la (debatible) libertad de expresión en la capital, empero, no involucran el respeto de la autoridad al resto de los derechos. Prácticamente se cometen crímenes de lesa humanidad cada mes, cada quincena, que quedan impunes. Las instituciones no tienen autoridad, los órganos regulatorios no regulan; pobreza, baja movilidad social, persecución de periodistas, corrupción en los tres niveles de gobierno, territorios completos sometidos por el narco —la enumeración de las atrocidades ya es, incluso, un ejercicio trillado. Y, ahí pero no ahí, en una esfera de cristal, la nueva élite mexicana, que, si bien no opera el régimen, sí se sitúa más allá de la “política” —grotesca e infinitamente millonaria. No estamos hablando de meras deformaciones o de casos aislados, sino de rasgos y prácticas rutinarias que conforman el arreglo político. Ésta podría ser la ecuación de nuestro régimen: por un lado, una mayoría con menos derechos que en una democracia medianamente consolidada y, por el otro, un 1% con más privilegios que en una monarquía. ¿El resultado de la Transición Democrática que defienden con tanta pasión José Woldenberg y su generación es una democracia sin contenido democrático o una oligarquía con movilidad de élites gubernamentales?

Por otra parte, ni siquiera hay evidencia contundente de que la democracia en su más mínima expresión funcione eficientemente. Repito: no dudo que en México se cuenten adecuadamente los votos en la mayoría de las elecciones —o, más aún, que esto sea cierto para todas las elecciones organizadas por el INE y antes por el IFE desde 1997—, pero, asimismo, se me hace una imprudencia señalar que nuestros comicios, más allá del conteo de votos, son ejemplares o siquiera equitativos. Lo extremo: la última elección del Estado de México, en que incluso el gobierno federal entró impunemente a apoyar al candidato del PRI, ante un árbitro electoral inmutable. Lo común: la compra de votos y el financiamiento ilegal de las campañas, por no citar los casos en los que incluso suceden actos violentos. Efectivamente, se computan los votos —después de campañas electorales anárquicas. A esto, hay que sumar la crisis de representación. (Representar es presentar dos veces. Quien representa, presenta por otro: hace lo que los otros harían en su lugar. La democracia institucional no ha logrado consolidar un auténtico régimen de representación: la mayoría de los políticos, ya en funciones, sólo representan a la misma clase política o a la clase dominante. Antes que velar por la representación, el actual sistema de partidos sólo permite —en un contexto de impunidad total— que elijamos al bribón de la temporada, al intermediario de ocasión.)

Así, Cartas… se publica en el peor momento del colegio electoral y en el momento de mayor deslegitimación del régimen político. Lejos de servir como un texto que pretenda iniciar una conversación sobre cómo forjar un nuevo régimen político a partir de las ruinas y los éxitos de la transición, lejos de proponer una revisión crítica, impredecible, fresca, del cambio político y los problemas actuales, lejos de ensayar, fuera de los lugares comunes, las dimensiones y los peligros de la actual indignación, lejos hacer un llamado a que retomemos (como en algún momento lo hizo su generación) la regencia sobre nuestro futuro, José Woldenberg firma un libro con fines pedagógicos. Politólogo oficioso, pocos actores públicos conocen como él la historia, los mecanismos internos, las funciones, los principios y los códigos de nuestras instituciones políticas; también pocos como él han dedicado tanta energía a seguir defendiendo la historia oficial de las reformas electorales y las instituciones que permitieron la alternancia, a pesar del fracaso.

Según Woldenberg, algunos mexicanos no valoran el pluralismo institucional conquistado porque sienten una “añoranza por un pueblo unido, sin fisuras, marchando al unísono y ordenado”. Lo anterior suena gravísimo, para prender las alarmas: el ascenso de un sentimiento antidemocrático que pone en peligro los espacios —actuales y futuros— de convivencia, crítica y diálogo.

Las estrategias comunes en Cartas… (y en el resto de su obra) para sortear el análisis de este fracaso son la creación de enemigos discursivos falsos y la discreta malinterpretación de las críticas al régimen político.

Por ejemplo, una de las fuentes de desencanto con la democracia mexicana que Woldenberg cita en el libro —junto al déficit de ciudadanía, el estancamiento económico, la corrupción y la violencia, entre otras— es el (supuesto) antipluralismo que existe en el país. Según Woldenberg, algunos mexicanos no valoran el pluralismo institucional conquistado porque sienten una “añoranza por un pueblo unido, sin fisuras, marchando al unísono y ordenado”. Lo anterior suena gravísimo, para prender las alarmas: el ascenso de un sentimiento antidemocrático que pone en peligro los espacios —actuales y futuros— de convivencia, crítica y diálogo. Sin embargo, el autor no expone (con claridad) a qué organizaciones o colectivos se refiere y cómo operan, ni que tantos mexicanos profesan exactamente ese tipo de antipluralismo. A decir verdad, no da un solo dato o ejemplo que confirme que los enemigos del pluralismo que denuncia, los mexicanos que prefieren un “pueblo en bloque”, en verdad existen.

De igual manera, otra estrategia común en Cartas… es malinterpretar a los críticos de la democracia mexicana. Para responder a los críticos el autor escribe incansablemente que las elecciones son el mejor método para elegir gobernantes. En el libro se cita de sobre manera, casi cada dos cartas, el argumento de Popper —la democracia es el único régimen que permite el cambio de gobernantes sin tener que acudir al costoso expediente de la sangre—, en la que representa la idea más redundante del libro. Lo extraño es que repite la idea con tanta insistencia que parecería que en la conversación —o entre los jóvenes, que son los lectores ideales del texto— en verdad proliferaran interlocutores que quisieran eliminar los comicios —como si los críticos de la “democracia” mexicana en concreto, incluso los más radicales, fueran enemigos confesos de la democracia en abstracto, como si no exigieran (exigiéramos), más bien, una intensificación: más votos, más incertidumbre democrática, más desacuerdo. De nuevo no hay ejemplos, citas o datos. Así, el autor encuentra un inexistente antagonismo contra la democracia como método. Inicia de nuevo una exposición en un auditorio vacío, contra unos enemigos discursivos imaginarios que defienden formas de acceso al poder antidemocráticas. A los que sostienen (sostenemos) que México no vive en una democracia, José Woldenberg responde que la democracia es el mejor método.

Otra estrategia es intentar separar en el análisis sobre la indignación los temas políticos del régimen de los económicos. Para Woldenberg, como para otros autores, la desilusión con la “democracia” mexicana se debe a que a la democracia institucional se le exigen resultados económicos que, por definición, no puede generar. Los ciudadanos invirtieron demasiadas esperanzas en la democracia, cuando la democracia sólo puede ofrecer el cambio periódico de élites gubernamentales. Por ello, el crecimiento mediocre de la economía explica la indignación con la democracia (que funciona correctamente), pero se trata de una crítica ociosa. Así, la indignación de los mexicanos o se gesta por problemas como la impunidad, la inseguridad y la corrupción —pero no por la economía— o se gesta por el estancamiento económico, que afecta indirecta e injustamente la reputación de la democracia mexicana. En breve: los mexicanos —siempre problemáticos— no están correctamente indignados, sino confundidos.

Del TLC al Pacto por México y las Zonas Económicas Especiales el Estado mexicano ha tenido un objetivo que vertebra la mayoría de sus actividades y ese objetivo ha sido económico: asumir un papel suicida para beneficiar a un grupo de empresarios. Los ciudadanos o los críticos no economizaron la conversación sobre nuestro régimen; más bien los tecnócratas, desde los noventa, ideologizaron el Estado y sus instituciones; fincaron las bases, desde el Estado, para legitimar una sociedad de ganadores y perdedores. Por lo anterior, los acontecimientos políticos del último par de décadas no se deben entender en un espacio de deliberación netamente política, alejado de la producción, la financiación y el capital, sino en un marco complejo de intereses económicos. Lugar común: la historia (institucional) de la destrucción del Estado mexicano explica la historia (económica) de la consolidación de un grupo dominante. Si existe una indignación política entre los mexicanos, por tanto, no se debe sólo a un hecho (Casa Blanca, Duarte, etc.) sino a un equilibrio político que defiende un equilibrio económico; no es contra Enrique Peña Nieto, sino contra los intereses que gestiona; no es contra las elecciones como método sino contra la colección de infiernos que es la democracia que defiende Woldenberg. Tal confusión es una quimera. La indignación, si crece, es contra el sistema todo: hablar de la indignación de los mexicanos, dada la plutocracia alternante del régimen, es hablar (necesariamente) de una indignación político/económica.

Estas estrategias argumentativas tienen un nivel de sofisticación destacable, sí, pero apuntan a una meta definida, predecible: el trabajo intelectual de Woldenberg se debe entender como una defensa permanente —a veces crítica, las más satisfecha— del relato oficial de la transición democrática. Su obra parte de un supuesto dogmático: México vive en democracia —una democracia frágil, pero democracia al fin. Cada nuevo ensayo, cada nuevo libro, cada nueva idea (de la democracia germinal al desencanto democrático, más las que se sumen en los siguientes años), representan nuevos capítulos al relato oficial de la transición, que comparten el anterior supuesto. En ningún ensayo hay un gesto genuino de decepción, de autocrítica, en ningún párrafo se lee a un ensayista escribiendo desde una posición, digamos, autónoma, tratando de llevar los argumentos a las últimas consecuencias. José Woldenberg no se excluye de su objeto de estudio para analizarlo, con crudeza y justicia, es decir, críticamente, sino que escribe, en todo momento, desde el relato oficial, para el relato oficial: como autor y héroe de la Transición Democrática, para la Historia de la Política Nacional. Los viejos enemigos del autoritarismo priista, cuyo trabajo intelectual y político en las pasadas décadas fue loable, hoy se levantan, ya con público, ya con prestigio, como los primeros defensores del régimen actual. En su faceta como escritor José Woldenberg ha jugado a ser, más que el crítico agudo del sistema, el Sebastián intelectual de la inaceptable democracia mexicana.

Cartas a una joven desencantada con la democracia es el resumen, infantilizado, de lo anterior. ®

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Publicado en: Libros y autores

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