La obra de Cernuda, en especial en Los placeres prohibidos y Donde habite el olvido, es una carta de presentación ostentosa y transcendente de cara a la tradición intelectual y poética del siglo que habitó. Su poesía forma un triángulo perfecto: lenguaje impecable, potencia temática, estilo pulcro.
De entre los principales escritores e intelectuales exiliados en México durante y después del violento ascenso de la derecha extrema al gobierno de España en el siglo pasado, Luis Cernuda fue quien, en proporción con su obra y talento, recibió un menor reconocimiento público. Su exposición a los medios locales y en especial a partir de su compleja relación con buena parte de la intelectualidad mexicana y republicana de la época lo hizo vivir de espaldas a ciertas estructuras corporativas e institucionales que reivindicaron, casi de inmediato, el papel del exilio español en América Latina.
Fuera de círculos académicos, la obra de Luis Cernuda no tuvo la veloz repercusión pública que su poesía reclamaba. Si bien como narrador y ensayista Cernuda no es un actor de primera línea en el reparto del siglo XX hispanoamericano, como poeta su obra es aguda, equilibrada y especialmente reivindicativa: del pensamiento y la sensibilidad homosexual a la nostalgia andaluza pasando por la soledad y la melancolía como norma.
La obra de Cernuda, en especial en Los placeres prohibidos y Donde habite el olvido, es una carta de presentación ostentosa y transcendente de cara a la tradición intelectual y poética del siglo que habitó. Su poesía forma un triángulo perfecto: lenguaje impecable, potencia temática, estilo pulcro. Y en medio de su mejor poesía sobresale una obra de teatro que durante años permaneció escondida en una caja de zapatos que encontraría, años más tarde, Octavio Paz en México. La familia interrumpida es una apuesta teatral nítida y aunque nada brillante, mucho mejor dispuesta conceptual y dramáticamente que otras compañeras de su generación: El teatro de persuasión republicana.
Como bien apunta Miguel Galindo Abellán (en la Revista Electrónica de Estudios Filológicos, núm. 7, junio de 2004),
La obra está dividida en dos actos con quince y diez escenas respectivamente, y el argumento es como sigue:
Un viejo relojero de un pueblo, casado en segundas nupcias con una mujer joven, vive obsesionado por conseguir que todos sus relojes marquen la misma hora. Su esposa vive amores clandestinos con un joven de la capital, mientras la criada sueña con robar el dinero al viejo y marcharse de la casa. Una hija del anterior matrimonio del relojero escapará finalmente con el amante de su madrastra, mientras aquélla y la criada huirán juntas con el dinero del viejo, el cual se queda sólo con la compañía de sus relojes. El argumento no aporta novedades, toda vez que el tema del viejo y la niña tiene una larga tradición en las literaturas occidentales, que considero ocioso enumerar. Como telón de fondo —nunca mejor dicho— la cuestión ética contiene fondo y forma teatral.
La ética en Cernuda tiene dos componentes predominantes (ya en su poesía, ya en su crítica literaria), los cuales discurren en La familia interrumpida con versatilidad y potencia dramática, si bien es cierto que la escasez de verosimilitud y recursos teatrales está por encima de la trama y la carga anecdótica. En La familia interrumpida descuella la idea de la ética como estadio crítico, como insatisfacción frente al mundo, como duda que va más allá del socratismo. Y el otro estadio identificable y quizá al mismo tiempo contradictorio, es el de la esperanza como motor del mundo íntimo: la capacidad para mejorar desde el breve espacio hasta lo público. La idea de una ética que trascienda la indiferencia y la apatía de un mundo cerrado en el cual los personajes —insertos en el costumbrismo— acudan al encuentro de una historia poco novedosa, pero atractiva, donde exista una disyuntiva moral.
En La familia interrumpida descuella la idea de la ética como estadio crítico, como insatisfacción frente al mundo, como duda que va más allá del socratismo. Y el otro estadio identificable y quizá al mismo tiempo contradictorio, es el de la esperanza como motor del mundo íntimo: la capacidad para mejorar desde el breve espacio hasta lo público.
El relojero o La familia interrumpida fue escrita por Cernuda a finales de 1937, entre noviembre y diciembre, ya en Madrid, de vuelta de su estancia en Valencia. Allí, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, probablemente entre el temor de los bombardeos y en una noche fría, tras la cotidiana cena de un plato de cebolla frita, leyó el resultado de su trabajo ante sus amigos, entre los que posiblemente se encontraban Rafael Alberti y su mujer María Teresa León, Serrano Plaja y Santiago Ontañón, entre otros.
Citando una vez más a Miguel Galindo, “el teatro que en aquellos momentos se representaba solía consistir en obras satíricas y de divulgación bélicas, sobretodo en un acto, y llevado a las tablas por Rafael Alberti y María Teresa León. No en vano, muchos escritores escribían sus obras para que fueran representadas por la compañía que ambos dirigían, tales como Santiago Ontañón, Pablo de la Fuente o Germán Bleiberg”.
El teatro que se escribía en aquel momento era, pues, un teatro de circunstancias, de urgencia o de guerra, perteneciente al teatro de agitación y propaganda. Un teatro que poco a poco regresa, pero sólo para ser estudiado como vestigio histórico, pieza de museo; pues su potencia dramática está desfasada y la teatralidad intrínseca de muchos textos es insoportable en el vértigo escénico moderno.
En el bando republicano se escribieron obras de este tipo por Rafael Alberti (Bazar de la providencia, Farsa de los Reyes Magos, Los salvadores de España, Radio Sevilla, Cantata de los héroes y de la fraternidad de los pueblos), Max Aub (Pedro López García), Miguel Hernández (La cola, El hombrecito, el refugiado, Los sentados), Ramón J. Sender (La llave), Manuel Altolaguirre (Amor de madre, Tiempo a vista de pájaro), José Bergamín (El moscardón de Toledo), Santiago Ontañón (El saboteador, El bulo, La guasa), Germán Bleiberg (Sombras de héroes), Antonio Aparicio (Los miedosos valientes), Rafael Dieste (El amanecer, Nuevo retablo de las maravillas) y Concha Méndez (El solitario). En el bando nacional también se dio este tipo de teatro con obras de Rafael López de Haro, Rafael Duyos, Ramón Cué y Gonzalo Torrente Ballester.
Después se escribiría un teatro desde el exilio y sobre el exilio español en América, pero eso debe ser tema de otro estudio. La actitud de este teatro obedece a la simplicidad de sus planteamientos y la apelación de una respuesta inmediata, y podemos afirmar que la mayoría de las obras son de escasa calidad.
El teatro socializa. Y sobre todo, imaginando los años en los que Cernuda pensó el teatro como una forma de escritura, aquellos días en los cuales la pantalla no era el medio dominante, la escena ponía en perspectiva una forma distinta de compartir el espacio público. El teatro cambiaba y modelaba el gusto de las personas. En ese sentido, el teatro de ánimo belicista y especialmente escrito en el seno del bando republicano no sólo aspiraba a forjar y endurecer una clara perspectiva ideológica, también a perdurar como el vestigio político que trascendía la lucha inmediata.
El teatro socializa. Y sobre todo, imaginando los años en los que Cernuda pensó el teatro como una forma de escritura, aquellos días en los cuales la pantalla no era el medio dominante, la escena ponía en perspectiva una forma distinta de compartir el espacio público. El teatro cambiaba y modelaba el gusto de las personas.
Al respecto, recientemente fui invitado a participar en un coloquio sobre el impacto del exilio español intelectual en México —y en América Latina, en general— en relación con la vida académica y cultural posterior. Primero que nada me sorprendió el alto nivel de debate entre los doctores no hispanohablantes y su generosa actitud de receptáculo: forjar con el otro, no necesariamente perteneciente al mundo académico, un ida y vuelta de emociones con respecto al fenómeno migratorio y de exilio político.
Por otro lado, sorprende la visión casi idílica que se ha diseminado en el exterior sobre la llegada y estancia de los exiliados españoles en México. Se omite, quizá por ignorancia o por discreción, la terrible hispanofobia que enfrentaron muchos de los prominentes académicos, científicos e intelectuales republicanos a su llegada a México en especial en lugares distantes a la capital del país. Cernuda, que fue un nostálgico de su tierra y que quizá nunca se encontró del todo cómodo en el país norteamericano, expresó en su obra buena parte de la desconfianza con la cual fue recibido y tratado por la clase media y baja de un país en construcción, que se haya desaprovechado esa circunstancia dramática, que el propio poeta no haya escrito una obra sobre ese tema en particular no deja de ser lamentable. Si alguien debió desmitificar el exilio español en México desde la experiencia propia, ese debió ser Luis Cernuda.
Lamentablemente, su personalidad arisca y su escasa experiencia como dramaturgo nos privó de una relación fructífera entre el autor sevillano y la escena mexicana. Lo cual no deja de ser común en esa época: el teatro mexicano y el exilio español no tuvieron una relación tan conveniente como en otros ámbitos de la cultura. Quizá la mejor aportación del exilio español en el teatro latinoamericano ocurrió en la profesionalización de cuadros actorales, la ampliación de repartos —con actores peninsulares sobresalientes— y la poderosa inserción de estructuras poéticas. Pero no fue, definitivamente, la dramaturgia el mejor legado del exilio español al teatro americano. Antes que el teatro, el cine mexicano fue el gran beneficiado de la irrupción del franquismo en España.
PD. Acaba de morir Miguel Ángel Granados Chapa. Su muerte es la victoria del desierto sobre el jardín de las ideas en el periodismo mexicano. No hay siquiera una figura similar o cercana a su estatura intelectual y ética en el panorama nacional. Su relación con el teatro fue fructífera; más de una vez se le vio en los teatros de la UNAM y en el Centro Cultural del Bosque. Comentaba los montajes entre pasillos, en la radio o en sus textos, sobre todo las obras de contenido político o adaptaciones de clásicos y recomendaba en su columna, Plaza Pública, lo que le parecía pertinente. Era un intelectual a la antigua, de los que miraban la cartelera cultural y encima asistían a las actividades culturales.
Anota Luis Mario Moncada que en la obra Los periodistas de Vicente Leñero se ofrece una mirada nítida sobre la lúcida figura del hidalguense Miguel Ángel Granados Chapa. Buen viaje, maestro. ®