Debería resultar reprobable la mercantilización del sufrimiento humano, de sus representaciones disfrazadas de contenido noticioso pero transformadas finalmente en un mero producto que sea rentable al explotar la atracción morbosa que sentimos los seres humanos por la tragedia, el horror y la muerte.
Se ha tratado, no sin cierto recelo, de cómo el desarrollo de la tecnología ha ido cambiando muchas de las “reglas” a las que estaba sometida la imagen fotográfica. Con la entrada en el mercado de las cámaras fabricadas por Kodak la foto quedó al alcance de quien pudiera pagarla, pero su alteración creíble, o por lo menos su expresión más sofisticada, se limitaba a un ámbito artesanal para quien pudiera disponer de un todavía más caro laboratorio fotográfico y de las herramientas de retoque necesarias.
En los inicios de la fotografía ésta perseguía la promesa de “congelar” un fragmento de la realidad, de ser una prueba irrefutable, reflejo del pensamiento positivista de la época. En la era digital, la posibilidad de captar y modificar las representaciones fotográficas está todavía más al alcance de muchas personas y existe un consumo frenético de imágenes que, paradójicamente, tiene el efecto de que entre más se registra el mundo, éste parece desaparecer más fácilmente en sus representaciones, difuminado por la imágenes irreales y retocadas de sí mismo.
En la era digital, la posibilidad de captar y modificar las representaciones fotográficas está todavía más al alcance de muchas personas y existe un consumo frenético de imágenes que, paradójicamente, tiene el efecto de que entre más se registra el mundo, éste parece desaparecer más fácilmente en sus representaciones.
La toma y la manipulación de imágenes para “crear” una realidad distinta acompaña a la historia de la fotografía. Se podría decir que el primer antecedente es el autorretrato de Hippolyte Bayard en el que finge haberse suicidado a consecuencia de la falta de reconocimiento de su trabajo por parte del gobierno francés, que había favorecido en su lugar a Louis Daguerre. Otros ejemplos de montajes clásicos son las hadas de Cottingley o la imagen más conocida del supuesto plesiosaurio escocés “Nessie”.
Si con un cuarto oscuro y algo de recursos alguien podría hacer fotografías falaces, con una cámara digital, una computadora y un programa de edición de imagen (de los que los hay gratuitos o de pago, además de la oferta de la “piratería”) se pueden hacer montajes antes inimaginables. Están tan a la mano que su uso es frecuente a modo de divertimento para, por ejemplo, intercambiar los rostros de las personas (o animales) que aparecen en una foto, conocido con el nombre de faceswap.
Hay una diferencia entre los montajes que alimentan la criptozoología con aquellos que buscan divertir o hacer mofa y, por supuesto, los que aparecen en los medios noticiosos mostrando realidades distorsionadas. Sin embargo, la posibilidad de manipular la imagen a conveniencia esperando que sea creíble es un tanto ingenua si una parte del público receptor dispone de las mismas herramientas de manipulación y de intercambio de información, como ocurre actualmente. Aunque por supuesto esto es también debatible, pues en algunos temas, como la belleza física, las imágenes de “perfección” parecen incrustarse en nuestra mente llevando a ideales ficticios que en algunas personas ayudan a la generación de, por ejemplo, trastornos alimenticios.
Éticamente reprobable, la manipulación digital de las imágenes en los medios informativos es una práctica que ha acarreado consecuencias importantes, o no, para quienes la han llevado a cabo durante la primera década de este siglo. La pérdida del trabajo de reporteros de guerra de medios como Reuters o Los Angeles Times ha sido la consecuencia de hacer ediciones fotográficas para deformar lo captado en realidad por sus cámaras. Para aumentar el dramatismo a los originales captados les fueron añadidos humo, estelas de misiles en el aire o personajes.
Éticamente reprobable, la manipulación digital de las imágenes en los medios informativos es una práctica que ha acarreado consecuencias importantes, o no, para quienes la han llevado a cabo durante la primera década de este siglo.
La manipulación del registro gráfico de un evento violento puede buscar, sin embargo, el efecto contrario, como durante el golpe de estado de Honduras en 2009, cuando la sangre y la herida fatal de un joven desaparecieron de la fotografía impresa por un periódico local. Otras alteraciones fotográficas son tal vez menos cuestionables. En ese mismo año el periódico español El Mundo manipularía una imagen para que todos los personajes quedaran “en cuadro”; el diario israelí Yated Neeman sustituiría a las mujeres del gabinete presidencial para que sólo aparecieran varones y, al año siguiente, 2010, el diario egipcio Al Ahram alteraría el orden en que caminaban los participantes de las negociaciones para el conflicto entre Palestina e Israel.
Como hace notar Susan Sontag en el magnífico ensayo “Ante el dolor de los demás”, para el uso de una imagen con fines políticos basta lo que diga el pie de foto, el contexto en el que se presente y no la edición de la imagen propiamente dicha. Las representaciones fidedignas pueden ser usadas, y lo han sido en abundancia, para impactar en el ánimo de quienes las observan. En el México contemporáneo, azotado de violencia y homicidios, las imágenes de muertes en “ambos bandos” se presentan en los medios una y otra vez, sin tomar mucha conciencia de la influencia que esto podría tener en la escalada del horror al difundirse las ejecuciones como si se tratara de una contienda por llevar a cabo el hecho más terrible, quedando éste siempre documentado por los fotógrafos de “nota roja”.
Debería resultar reprobable la mercantilización del sufrimiento humano, de sus representaciones disfrazadas de contenido noticioso pero transformadas finalmente en un mero producto que sea rentable al explotar la atracción morbosa que sentimos los seres humanos por la tragedia, el horror y la muerte. Sólo ha existido una primera llamada de atención significativa sobre esto con la reciente presentación de autoridades del estado mexicano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para responder por la práctica reiterada de exponer a los medios de comunicación a víctimas y detenidos por la presunta comisión de delitos, el pasado mes de marzo.
Debería resultar reprobable la mercantilización del sufrimiento humano, de sus representaciones disfrazadas de contenido noticioso pero transformadas finalmente en un mero producto que sea rentable al explotar la atracción morbosa que sentimos los seres humanos por la tragedia, el horror y la muerte.
Algunos medios de comunicación podrían ser también increpados por esto, y no sólo en el tratamiento de las noticias sobre la posible comisión de delitos, sino en el registro general de la victimización. No concibo que los familiares, hombres y mujeres, de una persona que muere en un accidente de tránsito deban de enfrentarse a las portadas grotescas de la prensa sensacionalista, donde generalmente conviven fotografías explícitas con frases que buscan lo mismo conmover que hacer una broma rápida, sin importar si esto pudiera ser ofensivo para las víctimas y los sobrevivientes.
El derecho a la información es algo muy distinto a lo que podría llamar el derecho a la explotación del sufrimiento de los demás, casi siempre de las personas con mayores desventajas sociales. Sólo cuando una persona de mayor “valía” social es objeto de estas prácticas se pueden escuchar voces en contra. Así ocurrió con el caso del futbolista Salvador Cabañas: un medio digital difundiría una foto de él tendido en el piso luego de recibir un disparo en el rostro, y se producirían reclamos para retirarla por vulnerar la intimidad de víctima y familiares. Algo que no ocurre con las víctimas “anónimas” y cotidianas. Esto remite tristemente a la idea de que hay “vidas que importan” más que otras, vidas que sí vale la pena llorar, como señala Judith Butler en su libro Marcos de guerra: Las vidas lloradas.
Informar de eventos trágicos y documentar el drama para despertar el morbo inherente al ser humano porque así el resultado será consumido con mayor facilidad son hechos separados. Creo que se puede informar sin alimentar nuestra atracción malsana, y que también se puede acrecentar el morbo sin informar.
Creo que se puede informar sin alimentar nuestra atracción malsana, y que también se puede acrecentar el morbo sin informar.
El pasado día ocho de marzo de 2013 la noticia en la primera plana de los periódicos sensacionalistas de la Ciudad de México me arrancaría del curso de la cotidianeidad para avergonzarme por las dinámicas de significados mediáticos y culturales en mi contexto social. El día anterior una mujer había sido asesinada con un arma de fuego al salir de su casa por la mañana. Los disparos impactaron en su rostro. Los “cuatro plomazos” y las características físicas (guapa, como también reseñaron las notas) podrían haber bastado para que la maquinaria sensacionalista hiciera de esta tragedia una primera plana. Pero el contexto, coincidir la publicación con el Día internacional de la Mujer, lo hacía más chocante.
Entre las noticias en alusión a las condiciones de las mujeres en México y de forma perfectamente identificable, la foto de una mujer con disparos en el rostro se repetía en cada esquina, al lado de las fotografías habituales de mujeres en ropa interior.
A mis ojos era casi como una estrategia machista: el día en que las tensiones de género se visualizan más, por la atención mediática que da la fecha internacional hacia algunos reclamos feministas, en la prensa que exacerba los estereotipos de género aparecía la imagen a ocho columnas de una mujer victimada —como un mensaje terrorista, me diría un artista al exponerle mis primeras impresiones, aunque no escucharía ningún otro reclamo.
Cuando observamos las imágenes del sufrimiento de los demás, si no podemos hacer nada para remediar ese dolor, o evitarlo a futuro, únicamente somos voyeurs, es la máxima que propone Susan Sontag. Espero que en algún momento pudiéramos incorporarla a nuestro contexto. Hay responsabilidad no sólo en quien genera un producto, también en quienes lo consumen. Cuestionar nuestra propia ansia de imágenes que nos estremezcan pudiera ser un primer momento para transformar nuestro trato colectivo a las expresiones del drama humano y a quienes las padecen, pues finalmente la siguiente imagen que alimente la nota roja puede ser la de cualquier de nosotros, la de un ser querido. ®
Petty
Interesante artículo. Ahora me lleva a leer «Vidas lloradas»
Gracias
Soy @Entrerriana2000 en twitter