La guerra televisada

La violencia, la guerra y el Estado

La guerra, siempre que sea televisada, se tratará de un espectáculo que puede contemplarse desde la comodidad del hogar, sentado en un sillón, con la taza de café en una mano y el control remoto en la otra.

No podrás quedarte en casa, hermano.
No podrás enchufar, encender y desenchufar.
No podrás perderte en la heroína y evadirte,
Ni ir por una cerveza durante los comerciales,
Porque la revolución no será televisada.
—Gil Scott-Heron, «The Revolution will not be Televised»

Escena de la guerra de Vietnam en un televisor Steinhoff, ca. 1964.

Escena de la guerra de Vietnam en un televisor Steinhoff, ca. 1964.

1.

En cuanto a la guerra, al menos la guerra que no se padece en carne propia, debemos considerar el miedo un agente aislante. Ante ella el espectador se pone un guante de látex en ambas manos y entonces las sumerge en el miasma, se entera y siente todo lo que hay en él con la confianza de estar protegido de los agentes nocivos. Acto seguido saca las manos, se quita los guantes y —sólo si es obsesivo— se lava las manos. Por si las dudas. La guerra, en ese sentido, siempre que sea televisada se tratará de un espectáculo que puede contemplarse desde la comodidad del hogar, sentado en un sillón, con la taza de café en una mano y el control remoto en la otra. Sus protagonistas, aun cuando tengan nombre y apellido son seres anónimos y ficticios. Sin importar si viven o mueren, son sujetos que habrán de aparecer en el siguiente programa o la próxima temporada. Piezas intercambiables. Extras de una película con mucho presupuesto y algo de efectos especiales.

2.

Sobra ahondar en torno al mito hobbesiano del origen del Estado. Sin embargo, no está de más recordarlo: la guerra/violencia es la excusa que da pie a un grupo para fundar el Estado y someter la voluntad de quienes queden bajo su esquema de protección/explotación. Hobbes y el grueso de la humanidad está convencido de que fuera del Estado sólo existe la libertad, pero también están convencidos de que con esa libertad no hay nada que pueda hacerse. La libertad debe administrarse, como se administra cualquier otro recurso, entregando al sujeto tanta como le sea necesaria para vivir en paz y privándole de la libertad que se le deba privar para eliminar el temor que todo individuo puede llegar a infundir en otro. El Estado acota “el imperio de las pasiones, la guerra, el temor, la pobreza, la maldad, la soledad, la barbarie, la ignorancia, el salvajismo” y promueve “la razón, la paz, la seguridad, la riqueza, el esplendor, la sociedad, el buen gusto, las ciencias y la buena voluntad”. En este sentido, la guerra dentro del Estado es una herramienta para que los súbditos no olviden la utilidad del Estado.

3.

El Estado encuentra su razón de ser en el miedo que el sujeto tiene a sus semejantes, a sí mismo. De forma que es el mismo sujeto quien entrega su voluntad para que una fuerza superior, constituida a partir de la renuncia de las voluntades ajenas, las administre y garantice que podrán convivir sin destruirse. El único fragmento de voluntad que retiene el sujeto sometido al Estado es el suficiente para convertirse voluntariamente en siervo —tal como lo explica La Boétie en su célebre ensayo. La leyenda sobre este acontecimiento se presenta casi siempre bajo el esquema maniqueo del bien y el mal: un grupo de ladrones, criminales, abusadores, vividores, forajidos (el lector puede escoger aquí el que más le guste o sustituirlo por cualquier otro que se le parezca) atormenta y somete bajo su yugo —echando mano de la violencia— a un grupo de gente honrada que —antes de conocerlos— vivía tranquila y pacíficamente entregada al trabajo y la vida en comunidad. Sometido, el grupo noble y trabajador es obligado a pagar dinero a los criminales —tributo— a cambio de que ellos no quemen sus viviendas, destrocen la cosecha, violen a sus mujeres, decapiten a los hombres, asesinen a los niños o arrasen el pueblo (nuevamente el lector puede elegir cualquiera de las anteriores o todas ellas en su conjunto —depende de cuán sádica guste recrear la leyenda). La gente buena —sobra decirlo— dobla las manos y paga el tributo que los criminales le piden, sin importar cuán costoso resulte. Sin embargo, cerca del final de la historia los sometidos tienen dificultades para pagar por su supervivencia y se encuentran a sí mismos al borde de la destrucción. En ese momento un tercer grupo aparece. Se trata de un grupo con características similares a las de los criminales, un grupo que a su vez vive fuera de la sociedad, pero que a diferencia de ellos es completamente noble. Este tercer grupo hace frente a los criminales, los derrota sacrificando —heroicamente— la vida de alguno que otro de sus miembros y libera a la gente buena del yugo de la tiranía. Acto final, la gente buena —infinitamente agradecida con sus salvadores y acostumbrados a que su destino esté en manos ajenas— implora a sus héroes que los protejan de un hipotético futuro grupo de criminales. A cambio de ello ofrecen pagar un tributo. El resto de nosotros, los que nacimos después de que la leyenda tuvo lugar, no hacemos más que refrendar este contrato. Voluntariamente seguimos delegando nuestra voluntad a los herederos de los héroes. La violencia, concluye esta leyenda, da lugar al Estado, y el recuerdo de esa violencia lo mantiene vivo.

Se trata de un grupo con características similares a las de los criminales, un grupo que a su vez vive fuera de la sociedad, pero que a diferencia de ellos es completamente noble. Este tercer grupo hace frente a los criminales, los derrota sacrificando —heroicamente— la vida de alguno que otro de sus miembros y libera a la gente buena del yugo de la tiranía.

4.

El papel de la guerra y la violencia en el origen del Estado, tal como lo explica Hobbes, es una historia burda y predecible. Un lugar común que no tiene nada nuevo que ofrecer. Más interesante resulta la postura marxista cuando dice que el delincuente, además de producir delitos, produce el derecho penal, los profesores encargados de esa materia, la policía, la administración de la justicia penal, arte, literatura, empleo, incremento en la productividad, cerrajeros, fabricación de billetes, microscopios y la química práctica. Revelándose —el crimen, la violencia o la guerra— “tan productivos como las huelgas, en lo tocante a la invención de máquinas”. Marx remata esta idea con una cita de la “Fábula de las abejas” de Bernard Mandeville: “A partir del momento en el que el mal cesara, la sociedad decaería necesariamente, si es que no perece completamente”. En otras palabras, el mito marxiano del Estado va más allá del hobbesiano al sostener que la violencia no sólo es fundamental para la aparición del Estado, sino que su presencia es indispensable para su desarrollo. En consecuencia, ese miedo que los sujetos tienen a la guerra, a la violencia, los sumerge en la sociedad misma y los orilla a perfeccionar sus mecanismos de control. De tal suerte que el sujeto termina aislado y monitoreando el devenir social desde la seguridad de una pantalla.

Balazos en la pantalla.

Balazos en la pantalla.

5.

“El delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría”, dice Marx. Apenas delinea esta idea y después sigue adelante con su argumentación en torno al papel del crimen como cimiento del Estado. La idea no termina por madurar. Sin embargo, ésta es quizá la idea más interesante en torno al papel de la violencia en el Estado. No se trata de un rol fundacional, tampoco de un pegamento social que mantiene al Estado cohesionado, sino de un agente renovador, un elemento que le da sentido no al Estado, sino a la existencia dentro del Estado. La violencia no es la razón de ser del Estado ni aquello que lo mantiene de pie, tampoco aquello que lo perfecciona, sino una herramienta de la que éste se sirve para mantener entretenidos a quienes le han delegado su voluntad. La violencia, cuando no se vive en carne propia, tiene una función de entretenimiento. El sujeto se regodea contando aquello que sucede a su alrededor y se identifica con aquellos que —como él— viven de cerca, pero sin que nadie los toque, la violencia. Al hacerlo, al entretenerse y descontextualizar la violencia, al volver la guerra algo familiar de lo que se habla todos los días, al reducir el crimen a una sinopsis periodística, al encumbrar a los principales actores de la violencia a la misma altura que tienen —en esta sociedad mediática— los actores cinematográficos, los televisivos o los músicos, el individuo promedio tiene las herramientas suficientes para poder lidiar con ella y tratarla como parte de su vida cotidiana; comentarla como comenta una película y aislarse de ella al mismo tiempo que se aleja de la realidad en la que vive para sumergirse en esa misma realidad transformada en ficción. Pasa de una vida monótona donde no es nadie a una ficción en la que puede participar como espectador y critico.

6.

La guerra contra el narcotráfico del Estado mexicano no hace más que demostrar esto. Hay un extraño gusto por hablar murmurando sobre aquello de lo que no se puede hablar. Una emoción por bajar la voz y mirar alrededor para comprobar que el enemigo —que siempre acecha— no está oyendo. Un disfrute en el miedo que genera la posibilidad de ser la próxima víctima. Una suerte de morbo inocuo. Ante lo irreal de la existencia, la barbarie del Estado y la desesperación que provoca en el individuo la vida cotidiana que se reduce a buscar el sustento suficiente para poder salir al día siguiente a volver a buscar ese mismo sustento; la violencia permite dimensionar la existencia desde una perspectiva diferente, reducir el propio drama al contrastarlo con un drama de no ficción que está totalmente alejado de nuestra vida cotidiana y que —insisto— mientras no la padezcamos en carne propia nos mantiene protegidos de morir ahogados en la rutina al permitirnos flotar —cubiertos de un material aislante que nos mantiene a salvo— entre la ficción y la realidad; una realidad que es al mismo tiempo cercana y ajena. Una realidad que siembra el miedo necesario para que los sujetos puedan sumergirse en la violencia hasta las rodillas y no sentir nada en absoluto. Dando sentido a su día a día. Dándole aire a los individuos para que puedan dar una última bocanada al contemplar la idea de que quizá, mientras están atorados en el tráfico de regreso a su casa, después de una extenuante jornada laboral, una bala perdida, salida de la pistola de un sicario que lucha por apoderarse de una plaza dominada por el cártel rival, puede acabar con su vida o, mejor aún, estar a punto de hacerlo pero darle la oportunidad de salir ileso y la exclusiva de contar una historia que le dé sentido a su vida a todo aquel que esté dispuesto a escucharla. ®

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Publicado en: Marzo 2014, Paisajes de guerra

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