Mucho se ha hablado y escrito de la familiaridad del mexicano con la muerte. En apariencia cuando menos el tránsito al más allá no sólo nos tiene sin cuidado sino que aparentamos esperar con cierto alborozo la llegada de lo inevitable. De sobra se han citado nuestras calaveras de azúcar y los entierros en que los deudos, y quizás el propio difunto, son garbanzos y forman parte de un juego. Arturo Córdova Just, que tiene tras de sí una intensa obra poética, hace suyo el enigma supremo del hombre: su mortalidad.
Embozado hábilmente en el ancestral culto a los antepasados, Amotinados a las puertas del cielo (Cabo Sueltos, 2009) es un viaje tanto más peligroso cuanto más prohibido. Si ya la poesía pone en riesgo la razón y la integridad del hombre, su tema más profundo, el de la muerte, lo enfrenta con el abismo radical. Córdova Just entabla un diálogo en el que se juega la vida para convivir con sus muertos, con todo lo paradójico que puede tener esa convivencia con la desaparición, ya que quien verdaderamente se adentra en esos terrenos, si atendemos a la lógica, debe estar también en el más allá.
Pero los muertos de Arturo Córdova Just gozan de una vida espectral de inesperada vivacidad:
…deambulan perennes entre el alba y su duermevela, los traiciona el ángel que incrustó las monedas de oro en sus párpados.
Sorprende en el poema la ausencia de patetismo, de palabras doloridas, nos alucina la naturalidad serena con que entablan sus diálogos los vivos y los muertos.
En el entorno de la muerte, tal como se concibe en Amotinados a las puertas del cielo, el hecho contundente que convierte a cualquier ser humano en ausencia, en luto y perplejidad para los vivientes, tiene la sorprendente virtud real que antes se atribuían exclusivamente los mistagogos, videntes iluminados y generosos que conducían a los vivos, convertidos en una interrogación dolorosa y aleatoria, por el reino sin retorno, por el reino irreparable de la muerte, donde encontraban indefectiblemente dolor, tiniebla y extrañeza o, en la promesa cristiana, el ascenso a la cercanía con lo divino, no sin haber padecido la errancia sin esperanza aparente. Periplos fantasmales de esta naturaleza son la visita de Odiseo a los infiernos y la gloriosa arquitectura transmundana de la Divina Comedia.
Para Córdova Just los desaparecidos continúan su cometido existencial dentro de nosotros, pero no lo hacen por simple don del recuerdo que tenemos de ellos, rebosan vida propia, inalienable, y siguen apegados a sus hábitos. Su perfil humano no ha sufrido menoscabo alguno porque el licor de la vida los sigue animando y refuerza sus tareas.
Sorprende en el poema la ausencia de patetismo, de palabras doloridas, nos alucina la naturalidad serena con que entablan sus diálogos los vivos y los muertos. Y sorprende todavía más ver de qué modo los desaparecidos siguen cuidando de nosotros, en un intercambio de gentilezas y descubrimientos:
Y otros muertos se prolongan:
pesan más que los dioses,
no se quieren ir del todo,
te cuidan para que no tropieces…
En el fondo poético de Amotinados a las puertas del cielo prevalece, pues, ese concepto insólito: la comunicación entre la vida y la muerte, entre los vivientes y los desaparecidos es emblemáticamente vivaz, pero no sólo esto: es indispensable para unos y otros y me atrevo a decir que más para los que todavía alentamos en la tierra y vivimos porque los muertos siguen ocupándose de nosotros y dentro de sus tareas no tiene sitio la voluntad de morir. Afirmación del tiempo sobrenatural que no parte ni del neoplatonismo ni del cristianismo, estos muertos solidarios complementan indispensablemente a los que vivimos.
…en esa terraza que da con el gran punto en amarillo,
asisten a las parturientas,
son testigos en una cama de hospital,
liquidan a los médicos si éstos se equivocan,
enseñan a volar desde los campanarios,
por quietud superan a las estatuas,
su llanto es de colores,
no son fáciles de persuadir por suicidas potenciales…
Hermana sombría de la vida, sombra finalmente hallada en el extremo último del túnel, esta muerte da razón de nosotros y funda un entusiasmo que nada tiene que ver con los dioses interiores que nos inflaman y nos incitan, porque los hombres dignos de esta sobrevida cambiaron sólo de ropaje, no de esencia.
En ningún texto poético mexicano que haya llegado a mis manos encuentro realizado ese intercambio comedido y sereno que parecen anunciar nuestros desplantes lúdicos. Córdova Just asume con total naturalidad ese trato con sus antepasados. Tan poderosa es la presencia de éstos, tan amable, tan de todos los días, que la transición de la vida a la muerte se plantea como consecución espontánea y única del destino del hombre, sin rastro alguno de contrariedad sino más bien de un comienzo de alborozo por la superación del terror ancestral que significa.
Muy lejos está el estoicismo trágico y la promesa de la fe. Lo que el poeta nos ofrece es la esfera cabal, la faz oculta de la luna, la sombra que camina al lado del cuerpo que proyecta, la íntegra interrogación que lleva implícita la respuesta a nuestros azoros, la alentadora seguridad de la continuación y la promesa lírica que se transforma en la contundencia de un presente inacabable.
La fuerza de la sangre, de la sangre vívida e inmortal de la estirpe del hombre, la perennidad de un optimismo sensato y asentado en la aceptación de lo inevitable condujo sorprendentemente al poeta a implantar una realidad transmundana que estaba esperando desde el inicio de su existencia. Nada hay aquí de ademán condenatorio inherente a muchas religiones; todo lo que sucede, y es mucho, tanto como el acontecer diario, queda integrado a ese universo dual y ligeramente trivial, familiar, que nos caracteriza como género humano. El vuelo lírico con que está dicha esa sorprendente revelación no admite ponderaciones ni reproches, porque se diría que surge espontáneamente de una realidad que lo exige y lo impone. Ahí, quizás, un único resquicio por el que puede colarse cualquier gesto metafísico: los deudos del poeta, que son los deudos de todos nosotros, están a punto de arribar a las playas celestes, pero al final, congruente consigo mismo y con el poema que acabamos de leer, acepta tácitamente ésa, la última posibilidad:
Sus restos murmuran,
cavilan,
cintilan en sus latidos.
No se detendrán.
En un poema inmortal Holderlin escribió: “Una vez viví como los dioses y no necesito más”.
Para Arturo Córdova Just haber cruzado la frontera y atendido a la cotidianidad de los muertos, no desprenderse por completo de los vivos, en una palabra, la reciprocidad de las necesidades de ambos mundos, es prueba fehaciente de la inmortalidad lograda a través del poema.
El universo en el que se desempeña la aventura poética de Arturo Córdova Just no es sino el entorno de los ángeles de Rilke, que a menudo no saben si están entre los vivos o los muertos. ®