La invención del planeta solitario

Un mundo libre de turistas

Lo que yo quiero, lo que mis compañeras de viaje quieren, es viajar por un planeta libre de turistas como nosotros. Sólo si las aglomeraciones responden a su imaginario de lo que significa lo local, el turista del planeta solitario las abraza de una vez y sin pensar.

Viajes Mercedes Alvarez

En el año 2006, poco antes mi regreso a la Argentina, mi padre y su mujer hicieron un viaje por Europa. Escandalizados por el hecho de que después de casi ocho años de vivir en España no conociera aún Roma, me regalaron un viaje de cuatro días a la capital italiana.

En Roma, como no podía ser de otro modo, visité el Coliseo, el Museo Vaticano, San Luis de los Franceses, la Fontana de Trevi, el Foro, el Castillo de Sant’Angelo… todo en un récord de tiempo extraordinario. Nos movíamos por la ciudad en un bus con guía turístico —quien se encargaba de despertarnos puntualmente a las seis de la mañana al mejor estilo del tour organizado— acompañados de otras veinte personas. Por supuesto, en cuatro días quedé agotada. Desarrollé una extraña alergia a los árboles romanos que me hacía llorar todo el tiempo y no paraba de sonarme la nariz. Mi padre y su mujer, sin embargo, llevaban veinticinco días de viaje y parecían dispuestos a seguir por otros veinticinco.

Luego de una de esas tardes extenuantes, después de una breve visita a la cárcel Mamertina de la que guardo una foto en la que mi cara lo dice todo, le sugerí a la mujer de mi padre —un poco más flexible en su agenda que mi progenitor— que nos fuéramos a dar una vuelta por Trastevere, al menos para ver cómo vivía el romano de verdad y no el tipo que atiende la puerta del museo.

La propuesta fue secundada a regañadientes por mi padre, a quien le divirtió infinitamente eso de “el verdadero romano”. De manera que a medida que nos adentrábamos en el Trastevere los comentarios jocosos fueron en aumento:

—En esa estación de servicio es donde carga su nafta “el verdadero romano”.

Al pasar por una panadería:

—Ahí debe ser donde compra su pan cada mañana “el verdadero romano”.

Al llegar a la puerta de un bar:

—Ahí se toma su cerveza “el verdadero romano”.

A pesar de nuestras ansias por habitar la ciudad del “verdadero romano”, la realidad es que el cansancio acumulado nos condujo no muy lejos en el Trastevere, así que entramos en una pizzería a las pocas cuadras del Tíber.

—Muy bien —dijo mi padre—. Acá debe ser donde el “verdadero romano” se come su pizza. Vamos a preguntarle a ese verdadero romano —añadió señalando al mozo— de qué parte de Roma es.

Resultó que el mozo de la pizzería romana era egipcio. Primera lección: vivimos en un mundo globalizado.

La segunda lección viene de la mano de un reciente viaje a Rio que hicimos con una amiga, argentina como yo, y otra española, como yo. Digamos que mi doble nacionalidad me permite este tipo de piruetas de identidad, y por eso tengo casi tanto en común con una como con otra en lo que a universos culturales se refiere. Para no confundirlas, voy a llamarlas A y E.

Lo que se hereda no se roba: mi primer instinto en Rio fue trazar el mapa de los museos y diversos lugares que quería conocer. E era más partidaria de “dejarse llevar”, y A, entretanto, había venido equipada con la guía Lonely Planet.

—Cualquier lugar al que vayamos de esa guía va a estar lleno de extranjeros —sentenció E.

—Por lo menos nos vamos a enterar de la dirección y a qué hora abren —dijo A.

—Ponen algo en la Lonely Planet y se vuelve imposible —dijo E.

Yo pensé que me esperaban arduas jornadas de vacaciones.

Como soy de piel muy blanca (y hace más de quince años que no me pongo al sol) mi primer día en la playa me dejó al estilo de un camarón, de manera que decidí que era mejor no volver a incursionar en las blancas arenas de Copacabana. De todas formas resultó que la lluvia tropical que nos habían anunciado duraba diez minutos, en enero era en realidad de todo el día, lo que nos condenó a los museos. Gran desilusión: no todo en Brasil es vida de playa, garotos y palmeras. La caipirinha también se toma bajo el alero del quiosque viendo caer el agua.

Como soy de piel muy blanca (y hace más de quince años que no me pongo al sol) mi primer día en la playa me dejó al estilo de un camarón, de manera que decidí que era mejor no volver a incursionar en las blancas arenas de Copacabana. De todas formas resultó que la lluvia tropical que nos habían anunciado duraba diez minutos, en enero era en realidad de todo el día, lo que nos condenó a los museos.

El segundo día nos dirigimos al centro de la ciudad, más precisamente a Cinelândia, donde se encuentra el Teatro Municipal, que no es otra cosa que una copia de la Ópera Garnier de París al igual que el Colón de Buenos Aires.

—Oh —dijo E—. Pero esto no es el verdadero Brasil.

—¿Ah no? —pregunté yo.

—¿Y qué es el verdadero Brasil? —dijo A.

—Para ver el verdadero Brasil hay que ir a Manaos, por ejemplo —dije yo.

—Ni eso —dijo A—. Ahí también hay una ópera.

Segunda lección: los países latinoamericanos fueron colonizados. Primero por españoles y portugueses; después por el capital extranjero. Somos un producto híbrido con un inconsciente sincrético. La cara B de esta colonización se encuentra en las favelas y las villas miseria. Un amigo mío solía decir: “Hay que ir a ver en los lugares lo que hacen los pobres, cómo viven y qué comen. Los ricos son iguales en todos lados”. Trasnochada opinión romantizada de los años setenta: cualquiera que haya visto aterrizar a un brasileño con su avión privado en su pista de Teresópolis sabe bien que Argentina está lejos de ese tipo de rico. Lejos, también, del shopping de Barra de Tijuca con su reproducción a pequeña escala de la Estatua de la Libertad.

En el pasado viajaban solamente los ricos. Los que tenían los recursos para quedarse meses en Europa. Mi abuelo, por ejemplo, emigrante español pobre devenido en empresario exitoso en la época dorada de la Argentina, no tomaba el barco o el avión a España si no era para quedarse allá por un mínimo de dos meses. Después la clase media creció. Los viajes se hicieron accesibles a mucha gente. Aparecieron los tours organizados; la posibilidad de recorrer Europa en veinte días, de ver Buenos Aires en una semana, seis noches, México en diez. Ahora, en el siglo XXI, cualquier persona con alguna capacidad de ahorro puede movilizarse a distintos puntos del globo. El número, evidentemente, sigue siendo extremadamente pequeño si pensamos en la enorme cantidad de gente que carece por completo de recursos, lo cual no quita que determinados lugares —sobre todo en meses como enero— estén llenos de turistas.

Entre esos turistas hay de todo. Pero digamos que mis amigas A, E y yo somos parte de un turismo cultivado; mucho más cultivado de lo que nunca fue mi abuelo. Vamos por las calles de Rio hablando de Lisboa, recitando versos de Pessoa, hablamos de los bandeirantes y realizamos visitas que a otros les parecerían estrambóticas, como la de la iglesia en barroco manuelino del Monasterio de São Bento en el centro de la ciudad. Un turista como nosotros tiene entonces la idea de que la ciudad le debe otra cosa que el típico bar de moda en Copacabana. Un turista como nosotros lo que quiere es conocer el verdadero Brasil y al verdadero brasileño, y alejarse de la réplica de la estatua de Barra de Tijuca. ¿Pero qué es el verdadero Brasil? ¿Y qué el verdadero brasileño?

Copacabana

Parece que el que le puso a la famosa guía de viajes el nombre de Planeta Solitario sabía lo que hacía: su lector, turista cool y medianamente culto, amante de lo alternativo y de la buena gastronomía —como nosotras— en verdad quiere viajar por un Planeta Solitario.

Más o menos así lo expresó un día E, una noche luego de una de las lluviosas tardes de Rio en que nos fuimos a comer al bar de la esquina del departamento donde nos alojábamos:

—Yo sacaría todos los edificios de esta ciudad, y pondría casas.

O lo que es lo mismo: “Es una pena que lo agreste se estropee con la civilización”. Pero, precisamente, es esa combinación de naturaleza desbordada y posmodernidad edilicia la que hace de Rio de Janeiro una ciudad tan particular. Eso y la entrada a los morros donde están las favelas justo en medio de la ciudad. Un barrio de gente rica, cerrado a cal y canto, y frente a él el morro. Todos hemos oído las historias de los turistas saqueados de un momento a otro por un sorpresivo malón de habitantes de las favelas que se organizaban para realizar excursiones tan rápidas como contundentes. Ahora, con el proceso de pacificación, esto es cosa del pasado. (Aunque no sepamos muy bien hasta cuándo.)

Miento: el lector de la guía Lonely Planet —que nos representa en parte sí, y en parte no, porque al fin y al cabo ninguna de las tres se parece a Regis Saint Louis, apuesto escritor de guías de viaje con un poder adquisitivo que intuimos cinco veces superior al nuestro y que nos sonríe con picardía desde la foto junto a su currículum, en la primera página— no quiere necesariamente viajar por un planeta solitario. Lo que yo quiero, lo que mis compañeras de viaje quieren, es viajar por un planeta libre de turistas como nosotros. Sólo si las aglomeraciones responden a su imaginario de lo que significa lo local, el turista del planeta solitario las abraza de una vez y sin pensar.

Algo así me ocurrió en un anterior viaje a La Paz con amigos, en el que me empeñé en ir a la Universidad para observar a los estudiantes paceños que hacían interminables colas para poder inscribirse al curso lectivo, o bien mis esfuerzos por convencer a mis compañeros de viaje para que nos quedáramos a la toma de poder de Evo Morales en Tiwanaku, en una ceremonia multitudinaria a la que finalmente no asistimos y en la que, a juzgar por las aglomeraciones que vimos por televisión después, no hubiéramos podido apreciar nada. Fusionarse con el pueblo, no importa cuán extranjero parezca el turista en cuestión. Vivir la ciudad del día a día; la reposada realidad cotidiana, la cultura del bar de la esquina o la noche salvaje en su lado más desconocido. Sentirse uno más, para al volver ser parte de algo diferente. Fundirse con el resto, para regresar con la sensación de haber destacado, de haber hecho un viaje distinto. De haber vivido la “verdadera ciudad” en una semana, en quince días.

Y sin embargo, entendámonos: que haya más gente viajando no puede ser más que algo positivo: más posibilidades, más dinero, más democracia. ¿O no?

Tal vez no lo interpretaba así el mulato de São Paulo que saludó respetuosamente a un conocido músico de fama internacional en el año 2006 durante su visita a una favela, pero que al llegar a su manager local (una amiga mía que es quien me contó esta anécdota), le espetó un cordial “Fuck you”, que repitió una vez más ante el azorado “¿Cómo dice?” que pronunció ella acto seguido.

Tercera lección: que podamos adentrarnos en la escena local no nos indica que seremos bien recibidos.

La utopía de un Planeta Solitario: la playa virgen, el pueblo jamás visitado, el bar que nadie conoce, el museo al que nadie llega. La exclusividad espontánea del descubrimiento de un lugar.

Cualquier cosa que al volver no nos haga decir: “Casas más, casas menos, igualito a mi Santiago”. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Febrero 2013

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