Cuando conocí París no existían ni las selfies ni Google ni Facebook. Sólo los libros. Los manuales de uso. Los mapas en papel. Y así, en el medio de una plaza que no recuerdo su nombre cerré el libro con brutal benevolencia y me perdí.
Poco a poco las palabras comienzan a desfilar al compás de una melodía suave. Están todas amontonadas y me miran fijo. Se codean entre sí y se muerden los labios para contener las carcajadas. Yo nado en frases que se debaten entre un francés ilegible y un castellano medieval. Las consignas del Mayo Francés cabalgan sobre el sombrero de Napoleón y el exilio de Cortázar gambetea con la elasticidad de Platini. Las palabras me siguen mirando con una atención exagerada. Íntimamente saben que en el momento de mi elección me inclinaré por la menos adecuada, que fallaré como de costumbre. Ellas continúan con su enroque eterno, con su metamorfosis literaria. Disfrutan de mi error por anticipado. Disfrutan con un placer ridículo.
Intento abrir el libro pero sus tapas–compuertas están selladas y clausuradas por mí mismo. Por un instante pienso que nadie me sacará del embudo en donde giro como un trompo, impulsado por una fuerza anónima que me muestra una pared escrita con millones de palabras que se convierten en una sola: en la novela de mi vida, que desnuda el futuro convertido en pasado. Veo cómo mi propio nacimiento canta una canción de cuna para dormir a la muerte, y a su vez mi muerte le convida con somníferos envueltos en papel de caramelo.
Mientras Baudelaire me hace cosquillas en los pies con su poesía, el gran Leonardo trata de retratar mi gesto alcohólico antes de que me guillotinen los próceres de la revolución. Hemingway redacta el acta de defunción, cuando, a último momento, Sartre convence a Descartes de que me despierten. Con la ayuda de un De Gaulle todavía excitado por el triunfo me zamarrean violentamente y por fin me repongo.
Tiemblo, tirito y vuelo sobre las palabras que ahora me miran desde ese maldito libro abierto. Me miran desde esa especie de hijo que no hace ni dos meses que lo parí en París. Aunque las recorro por primera vez, las calles de París me resultan familiares. Tal vez de otra vida o de los sueños. Tal vez de los libros, ésos que me aliviaron. Algún día conocerás La Francia, me decía. ¿Y qué tiene que no tenga Argentina? Es el aroma, la magia de los rincones, pero nunca te olvides de que París es como un buen vino, hay que saborearlo despacio, retenerlo en el paladar, acariciarlo y beberlo suavemente.
La nostalgia de su exilio, después de la Segunda Guerra, siempre se plasmó en sus dichos que ahora retumban como ecos a cada paso. La Ciudad Luz me provoca y me invita a un juego lento de seducción. Se desnuda sin pudor delante mis ojos que observan con minuciosidad cada recoveco, como si fueran prendas femeninas que se dejan caer en una persiana americana.
Camino, respiro, bailo, salto, como, amo, juego y vuelvo a mirar, a devorar con los ojos, con el cuerpo, con algo que se parece al alma. Misteriosamente siento que mi tormento se apacigua como nunca antes en la vida. ¿Será esto la felicidad? Es una sensación de fogosa frescura. Como un vaso de leche a la madrugada después de una noche de alcohol y humo. Ya no coordino mis movimientos, sino que éstos se guían por otras señales, otros estigmas.
En un impecable plano secuencia aparece un uruguayo de pasado tupamaro, me saluda y reconoce mi nacionalidad porque llevo puestas las clásicas Topper blancas. En la Plaza de la Bastilla un recital de jazz fusión grita a los cuatros vientos en contra de la discriminación racial. En el Barrio Latino el aroma a café y literatura se confunde con verdulerías callejeras, panqueques y artistas a la gorra, el Lido, el teatro de La Ópera, el Arco de Triunfo, Notre Dame, Monmartre, el Pompidou, la moda top, la exageración del perfume, la afortunada y poco dócil Torre Eiffel, las sombras que juegan a las escondidas y el Museo del Louvre.
Mientras Baudelaire me hace cosquillas en los pies con su poesía, el gran Leonardo trata de retratar mi gesto alcohólico antes de que me guillotinen los próceres de la revolución. Hemingway redacta el acta de defunción, cuando, a último momento, Sartre convence a Descartes de que me despierten. Con la ayuda de un De Gaulle todavía excitado por el triunfo me zamarrean violentamente y por fin me repongo.
Cinco pirámides de cristal. Una gigantesca en el medio y las restantes marcando los puntos cardinales. El Louvre y su porte me dan la bienvenida. Alfombras rojas de gala, enormes columnas vertebrales, antigüedades romanas y griegas y un laberinto que solamente mis piernas pueden develar. Etéreo y fantasmal traspaso paredes y pinturas, esculturas y recepcionistas, hasta quedar en frente de La Maravilla. La miro y me mira. Ella sabe que la miro. Yo sé que ella sabe que la miro. Pero ella sabe que yo sé que ella sabe que la miro.
Vida propia y ajena. Vida de Leonardo y de la luna. Un gesto que son todos los gestos al mismo tiempo. Universal y pagana. Majestuosa y cotidiana. No importa por cuánto tiempo, el tiempo es una cuestión de subjetividad, de punto de vista. Aunque más no sea por un flash, efímero y eterno.
Flash, relámpago artificial. Me deja ciego. Uno, mil, millones de flashes. Por una de las puertas laterales ingresa un tour de cuarenta japoneses “saca foto” con sus artefactos electrónicos robotizados y autómatas colgados de cuellos percheros. Turistas: extraña raza caníbal de instantáneas. Me empujan, me pisan, me trepan. Tengo a dos colgados de mis hombros que no paran de registrar la ahora expresión elástica en sus videocámaras. Me tiran al piso y comienzan a saltar. Todo es blanco. Por los flashes y por los pochoclos.
Me resigno. Levanto la bandera blanca pero basta, por favor. Pestañeo lento y trato de contener la respiración entrecortada. Alzo la vista y la veo distinta. Monna refriega sus ojos. De pronto el cabello comienza a teñirse de rubio y sus rasgos se transforman en los de una muñequita tipo Barbie. De abajo de su falda saca un espejo y un lápiz labial. ¡Pero esa no es Claudia Schiffer! En medio de la sala emerge una pasarela y ella sale del cuadro para desfilar plásticamente. A los japoneses se les sumó un grupo de canadienses. Baten palmas y emiten silbidos. Ladran, degluten. Yo me arrastro. Me hundo y me arrastro hasta la puerta de lo que ahora me parece un shopping.
Afuera llueve torrencialmente. Trato de entrar en razón. Casi sin querer, ingreso en un bar y el mozo me alcanza la carta. Giro mi cabeza ciento ochenta grados, y a pesar de las facciones tan disímiles de las personas que allí se encuentran me parece que poseen algo en común. Todos hablan idiomas diferentes y yo escucho el total de las conversaciones a la vez. Aunque sólo domino el español y el francés, curiosamente comprendo sus diálogos. Dos alemanes juran haber visto un centenar de cigüeñas montadas por bebés sobrevolando el Arco de Triunfo. Un coreano pretende venderle a un productor televisivo una grabación donde se ve a un jorobado acariciando el lomo de una gárgola en Notre Dame. Un señorito inglés asegura haber dialogado con Napoleón en las afueras del Palacio de Versalles. Trato de evadirme de tanto delirio de realidad, leyendo el menú; pero al intentarlo las palabras comienzan un juego propio. Rotan y se mueven con libertad. Una especie de ta–te–tí con códigos internos. Enroque eterno, metamorfosis literaria. Ríen, no contienen las carcajadas. Me miran de reojo y forman una frase. “En París, como en la vida, todo existe a la medida de la imaginación de cada uno. Hasta las sombras que provoca la Ciudad Luz tienen vida propia”.