Aunque contenida bajo su prosa templada, la emoción, casi lujuria, por el bien comer se hace presente no obstante ese “aire sacro” que presume, en algún momento, todo lo relacionado con la comida y el vino.
Álvaro Cunqueiro dijo de sí mismo que en lo concerniente a su trabajo literario no iba a ser mejor ni peor que otros, pero sí diferente. Sus opiniones, aseguró, desde muy joven fueron siempre distintas a las de sus colegas y, al percibir esa particularidad, cultivó entonces con premeditado esfuerzo el ejercicio de imponerse una mirada inusitada ante cosas y temas varios desde su literatura. Esta inclinación quedó en evidencia, por ejemplo, al titular una de las muchas columnas periodísticas que redactó como “El envés”, ilustración de la necesidad de observar las cosas desde un punto de vista poco frecuentado, el otro lado del guante en el que no reparamos y que quizá ni conocemos.
Se dice que fue un hombre curioso, como buen ensayista, y como buen escritor de tiempo completo, disciplinado. Estas dos pinceladas de su personalidad se corroboran al comprobar que, en efecto, la acumulada erudición se volcó generosa e inesperada en abundantes párrafos. Esas virtudes, sin duda, en mucho ayudaron a ejercer aquella tentativa, que siempre lo acompañó, por destacarse a través de la complicada tarea de tergiversar el lugar común.
En este libro armado de artículos breves escritos en diversas épocas de su vida Cunqueiro presume una sapiencia notable así como una fuerte propensión hacia los gustos de la mesa. Aunque contenida bajo su prosa templada, la emoción, casi lujuria, por el bien comer se hace presente no obstante ese “aire sacro” que presume, en algún momento, todo lo relacionado con la comida y el vino.
Una prueba de su fascinación por cultivar la diferencia es la publicación, en 1969, de su conjunto de textos ordenados bajo el nombre de La cocina cristiana de Occidente [Tusquets]. En este libro armado de artículos breves escritos en diversas épocas de su vida Cunqueiro presume una sapiencia notable así como una fuerte propensión hacia los gustos de la mesa. Aunque contenida bajo su prosa templada, la emoción, casi lujuria, por el bien comer se hace presente no obstante ese “aire sacro” que presume, en algún momento, todo lo relacionado con la comida y el vino. Beber y comer, desde la perspectiva de este célebre gourmand, es la expresión de un diálogo primordial en el que las culturas entablan pasajes de mutua correspondencia. Comer concilia en una misma mesa la diversión, el placer, el aprendizaje y la revelación de la cultura, de lo que somos y lo que podemos llegar a ser.
La cocina cristiana de Occidente es un popurrí de artículos, prosas de variada extensión y profundidad que giran con deleite y antojo alrededor de manjares, anécdotas, guiños y declaraciones de principios sobre el arte opíparo y, por necesidad y extensión, el beber. El plato que Cunqueiro nos sirve es una mezcla confeccionada por un sobrio amante de la buena mesa que siempre está tratando su materia con cariño pero, sobre todo, con arrebatada erudición, grandilocuencia con la que, indudablemente, aderezó cada uno de sus convites.
A aquel que fuera en su juventud poeta vanguardista no le tiembla la mano cuando afirma, con talante conservador, que en la cocina no es posible la innovación, muy al contrario, lo importante es la fidelidad a la letra que refiere lo ya probado, la santidad de una receta muchas veces llevada al plato con alegre éxito. Para él la perfección se ha coagulado en ciertos platillos, combinaciones y maridajes. Está convencido de que no puede haber espacio para la inventiva cuando se corre el peligro de transmutar algo que se ha perfeccionado a través de los siglos y sus largas enseñanzas.
Esta reticencia al cambio se puede explicar, aventuro, a partir de unir a su creación literaria el propósito de rescatar y extender todo aquello que el paso de los años ha ocultado bajo su indiferencia. Para Cunqueiro su labor es una suerte de exhaustiva catalogación gastronómica, con todo y suculentos detalles. Se trata de preservar, detener, retratar e, incluso, rescatar más que de modificar. Quizá por ello la vanguardia, con sus espumas, esferificaciones y “deconstrucciones”, le hubiera despertado un pavor inusitado, un soponcio gastrohistórico de proporciones terribles, pese a que las mejores y más sólidas expresiones culinarias son, por necesidad, modificaciones de un sustrato básico, la tradición en la que toda sociedad se apoya.
El recorrido que Cunqueiro lleva a cabo sortea abismos y mares, tiempos y espíritus, con el fin de transmitir a sus lectores la admiración que despierta el recuerdo de una buena comida, el regusto de un tinto portentoso y de carácter, la delicadeza de una trufa, la sazonada charla al compás de un sabroso aperitivo.
Cada uno de los pequeños textos que el autor nos presenta son polaroids espacio-temporales que pertenecen a una larga y prolífica toma panorámica que va desde Inglaterra hasta Praga, pasando por Galicia, Italia y Francia, para mostrar al lector las maravillas que en términos gastronómicos el hombre se ha dado en inventar. El recorrido que Cunqueiro lleva a cabo sortea abismos y mares, tiempos y espíritus, con el fin de transmitir a sus lectores la admiración que despierta el recuerdo de una buena comida, el regusto de un tinto portentoso y de carácter, la delicadeza de una trufa, la sazonada charla al compás de un sabroso aperitivo.
Con elegante sentido del humor Cunqueiro adereza su paseo por las cocinas de la Europa de siglos pasados con amenos y chispeantes acontecimientos en los que el principal protagonista ha sido la comida o el vino. Recuerda, por ejemplo, que el pontífice Urbano VI tenía plena certeza existencial cuando aseguraba, con la autoridad que le daba el Espíritu Santo, que había cinco, y no cuatro, elementos fundamentales: agua, tierra, fuego, aire y vino Châteauneuf, o que la mayonesa, ese invento surgido en medio de las precariedades de la guerra, no ha de malgastarse en batallas menores sino batirse con grandes oponentes culinarios como la langosta, el salmón o el mero. Entonces es comprensible el afán de Cunqueiro cuando sostiene, con absoluta razón, la preeminencia del conocimiento labrado a través de innumerables contaminaciones culturales a lo largo de los siglos.
Pese a su recelo a la innovación, celebra la particular y fructífera relación de promiscuidad entre ingredientes, técnicas y sabores, pues para este escritor gallego tal movimiento es ocasión de asombro en tanto reconoce que fue sólo gracias a los otomanos como el café entró a Venecia y de ahí al mundo entero; o que la célebre cocina francesa le debe mucho, quizá más de lo que los galos están dispuestos a admitir, a los Médici de Italia, que en refinamiento y gula algo sabían, o que gracias a las bondades de América fueron abundantes los estómagos europeos que se solazaron con el chocolate, las fresas, la vainilla y otras dádivas.
En otras palabras, para él de lo que se trata es de dar fe de que sin cocina no somos nada. Comer es un acto de supervivencia, sí, pero también una oportunidad para afincar el cuerpo en este mundo, una declaración de principios. En algún pasaje del libro cita a un amigo suyo que sostenía la contundente evidencia de que sin vino no hay cocina, y sin cocina no hay salvación ni en este ni en el otro mundo. El apotegma es severo e irrefutable, al menos mientras nos apeguemos a la dimensión puramente terrenal, que es, finalmente, donde es posible paladear los manjares de la carne, los terciopelos de las cremas y las explosividades de las especias. Así pues, constantemente Cunqueiro salpimenta con frases y recuerdos las páginas de este grupo de prosas cuyo único objetivo es confirmar la pasión que profesaba por acudir a la mesa con la única intención de hacer presente ese milagro de la existencia que es ser feliz comiendo.
Se agradece, pues, el esfuerzo que realiza para guardar del olvido aquellas anécdotas y saberes cuya presencia, a través de las páginas de su libro, son la confirmación, sabrosa y necesaria, de que la civilización entera será salvada por un grupo de gourmets. Asistimos, mediante la lectura de este libro, a una epifanía, paladar de por medio, de que mientras el hombre cocine se podrá creer en el género humano, muy a pesar de sus constantes y dolorosas infamias. ®