Cada sociedad debe construir un paisaje cultural propio, con repercusión al interior, y los creadores, en especial en las artes escénicas, deben quitarse de la cabeza el paraíso perdido del centro como único lugar detonador de prestigio.
No hay institución que me parezca más adversa para el devenir de la civilización occidental que la iglesia católica. Dudo que la historia nos ofrezca otro conjunto más cruel, incoherente y contraproducente con la idea del progreso que se consigue a través de las libertades individuales y colectivas que la suma de obispos y sacerdotes alineados entorno al jefe del Estado Vaticano. Su jerarquía y el pensamiento mágico-dogmático que representan llevan siglos prodigando sangre, infelicidad y desprecio entre los hombres de buena voluntad.
Quizá por eso casi me duele reconocer que la estructura orgánica de la iglesia católica es la única que puede ofrecer, en términos de descentralización del quehacer artístico y especialmente teatral, un rastro o mejor dicho, una senda por la cual andar.
Ahora que la sociedad civil dedicada profesionalmente a las artes —en especial los más jóvenes— y algunos promotores culturales y funcionarios más o menos avezados han notado que las artes son un derecho y por lo tanto la cultura es consustancial al estado de civilización, se exige con toda pertinencia que los contenidos de calidad, la profesionalización de creadores y la regeneración y creación de públicos alcance en definitiva la periferia, toque las comisuras de municipios y regiones, cohabite en los espacios más alejados del centro cultural o jerárquico.
Justamente en esa disyuntiva es donde la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana tiene mucho que enseñarle al teatro en lengua castellana, tan empeñado en caminar hacia el centro, como si de un imán insaciable se tratara, en lugar de expandir su campo de influencia. La iglesia nos enseña que no hace falta que el papa o un arzobispo oficie la liturgia en una comunidad polvosa y perdida en tiempo/espacio; basta un sacerdote casi anónimo para llevar el evangelio a los comunes. Además, la iglesia sabe dónde colocar capillas, iglesias, basílicas y grandes catedrales; ese orden manifiesto es el primer medio/mensaje de su imposición. Su jerarquización parte de un hecho punitivo: todo pueblo, comarca o comunidad debe tener su propio centro espiritual para alinearse al gran centro eclesial.
Esa idea de aproximación y apropiación de un centro místico imaginario, que es común en todos los lugares del mundo y que disipa las mismas virtudes apostólicas, sin importar latitud o pasmo arquitectónico, es la gran lección evangelizadora del credo católico. Los judíos son errantes, los musulmanes deben viajar a La Meca por lo menos una vez en la vida y los católicos, siempre cómodos, tienen una capilla a la vuelta de la esquina. La contemplación, el perdón, la vida religiosa se encuentra al alcance.
En teoría, la creación de centros, casas y complejos culturales a pequeña escala tenía esa feliz intención, especialmente después de la Guerra Fría y con el avance de la alfabetización a lo largo y ancho de los países de Hispanoamérica y con la tímida noción de igualdad que se introdujo en la segunda mitad del siglo XX a través de los movimientos sociales. Acercar al feligrés diletante o culterano al mundo de las letras, las artes escénicas, el cine o la plástica sin la necesidad de desplazarse kilómetros, poner a los niños y jóvenes en perspectiva con el mundo e insuflar a ciertas sociedades, evidentemente rezagadas, un tufo modernizador. Tal y como lo hacía la iglesia: democratizar sus espacios de influencia, manteniendo un mensaje más o menos igualitario. Todo lo anterior suena muy bien, casi como el discurso de un político o dictador del siglo pasado. Sin embargo, falló el contenido y con él la utopía descentralizadora del quehacer artístico se vino abajo y convirtió en bodegas donde había centros culturales genuinos, salones de eventos sociales municipales donde alguien pudo bailar o recitar un verso de Lope de Vega, en oficinas de algún tipo de burocracia las salas de exposiciones y bibliotecas que devienen en inútiles archivos municipales o centros de cómputo para que los adolescentes se roben ensayos de internet.
No alcanzó el nivel de profesionalización de los artistas del interior para poner en marcha una verdadera revuelta cultural, verdaderamente ciudadana y que pudiera sostenerse en el tiempo. Tampoco el público posible (o deseable) se interesó en demandar la cultura como un derecho y en cambio se conformó con las clases de ballet, yoga y tai-chi o con las guarderías camufladas de educación artística que los centros culturales abonaron al erario. Ocurrió, si acaso, que la tímida descentralización de las grandes urbes pasó a las capitales regionales y estatales y ahí se detuvo la maquinaria, pesado armatoste incapaz de trascender la comodidad honorífica, el lujo de sentirse centro. Sin embargo, gran parte de la población —rural, urbana o semiurbana— no tiene acceso a la cultura y, lo que es peor, ignora sus beneficios. Bien porque la oferta cultural les parece poco atractiva, se encuentra lejos de su alcance social o monetario o simplemente porque no tienen idea de que existe; pero la vida cultural, a pesar del gasto continuo de gobiernos —en términos económicos, la educación y la cultura es el único presupuesto que año con año aumenta casi sin excepción— que existe más allá de los sitios nodales y visibles (museos representativos, grandes bibliotecas, teatros nacionales y centros arqueológicos) no encuentra su lugar en el espacio público. Primera gran derrota de las humanidades: La alfabetización masiva no incrementó el consumo cultural. La educación universitaria no entiende a la cultura como parte de su formación y la masa artística se aisló, habló para su pequeño séquito, se conformó con mirarse el ombligo.
Para descentralizar (y al mismo tiempo crear demanda), disculpen la insistencia, sólo nos queda atender el misterio religioso o más bien su concreción institucional. Crear redes y circuitos artísticos con aportaciones triangulares, pero con un mensaje unitario de calidad, donde los contenidos no decaigan en proporción con la distancia en kilómetros que la ciudad o comunidad tiene con el centro privilegiado. Dinero, pero también mano de obra intelectual que vaya del centro jerárquico y político al centro regional y de ahí a las comunidades más modestas. Circuitos supervisados por los creadores y los gestores profesionales, no por las bienaventuradas almas del interior que apenas pueden lidiar con la grosería de públicos y funcionarios semianalfabetas, reaccionarios y encandilados por el juguete de la democracia. Evitar los intermediarios y que los recursos destinados a las artes no se queden en despachos (públicos o privados). El centro que se desvanece, se fragmenta en trozos culturales, sistematizados, donde lo que importa para un grupo de teatro, música o para un poeta o performancero no es el reconocimiento que viene de afuera, sino la necesidad que el espectador/lector/escucha de su comunidad le transmite para debatirlo, quererlo u odiarlo, pero hacerlo presente.
Para esto hay que entender (desde las políticas públicas, pero también en la creación artística) que no en todas las basílicas o capillas puede oficiar misa el arzobispo. Que cada sociedad debe construir un paisaje cultural propio, con repercusión al interior y que los creadores, en especial en las artes escénicas, deben quitarse de la cabeza el paraíso perdido del centro como único lugar detonador de prestigio. Los grupos que transcenderán en los años por venir son los que arraiguen una idea de la cultura como bien social y como derecho ciudadano. ®