La mujer del burócrata

Los menesteres del ocio, XV

Antaño taquígrafa, no soltaba el teléfono ni su radio de pilas. Pero se dio tiempo para cursar por las noches un posgrado y ahora conduce un automóvil del año y se abisma delante de una pantalla del tamaño de su monedero o de su espejo de mano.

Burocracia.

Aunque su carne es pálida y lechosa, la mujer del burócrata es un fantasma. Aunque usa medias de liguero y lencería de brocado, las manos del burócrata, blandas como hongos, sudorosas, manchadas de nicotina, nunca la tocan. Disponible a todas horas, en su perpetuo ocio, juega lúbricamente a las escondidas, entre los paneles de cristal y aluminio, de nieve seca y cartón piedra, juega al gato y al ratón con el burócrata —que es al mismo tiempo su jefe, su colega y su subordinado— pero éste nunca la toca. Entre los escritorios se desparrama su aroma dulzón y su cháchara vana. Antaño taquígrafa, no soltaba el teléfono ni su radio de pilas. Pero se dio tiempo para cursar por las noches un posgrado y ahora conduce un automóvil del año y se abisma delante de una pantalla del tamaño de su monedero o de su espejo de mano. Ya no mata las horas pintándose las uñas; hogaño se mantiene al tanto de la moda en Hong Kong, de las estadísticas del hambre en Bangladés, de las conspiraciones a ojos vistas que se urden en las redes sociales. Aborrece el trabajo doméstico y llama con un gritito al viejo de la limpieza, cuando por accidente derrama una lata de coca cola sobre el cristal de su escritorio. Hojea revistas de moda y cosméticos con la misma avidez y el aire furtivo con que él ojea las revistas de mujeres desnudas.

Durante muchos años fueron marxistas sindicales, de buró y desde esa cómoda posición pudieron adquirir departamento, automóvil y ropa decente.) Pero casado o no, el burócrata se comporta como un perpetuo solterón.

Barnizada de feminismo, aspira a algo más que un diálogo genital con el burócrata, pero ni uno ni otro suceden. Con la barba afeitada, los huaraches trocados por mocasines, el morral de cuero por el maletín de piel, éste se abisma todavía en el sueño de opio del marxismo. (Los hippies conquistaron el poder absoluto a la misma edad que los científicos porfirianos. Son igual de truculentos y fanáticos. Durante muchos años fueron marxistas sindicales, de buró y desde esa cómoda posición pudieron adquirir departamento, automóvil y ropa decente.) Pero casado o no, el burócrata se comporta como un perpetuo solterón. En el insípido harén de la oficina es sólo el hombre del traje, que se presenta tarde a trabajar, con las huellas de la resaca en el rostro, con las ojeras y el temblor de manos de quien ha pasado buena parte de la noche en el salón de table dance o mirando videos pornográficos en su escritorio privado, donde reposa asimismo la abombada botella de brandy. En su departamento, igual de abstracto y aséptico que la oficina, diseñado para llevar una vida de soltero, con esposa y sin ella.

La mujer del burócrata también es casada pero vive con parejo ascetismo. Juega a no serlo y en eso consiste el encanto del harén. Su verdadero amor, como el de Dánae, es el chorro de oro que gotea cada quince días de la canilla del presupuesto y que brinda el jefe mítico, al que nadie de ellas conoce y que es como la cabeza vacía de una estatua de cartón piedra. Sus facciones cambian cada seis años, pero es el mismo retrato colgado en la pared, discretamente para que nadie lo insulte pero con la visibilidad suficiente para que nadie olvide su existencia. Ante él se prosternan el burócrata y su mujer, como delante de un dios hogareño, aguardando entrambos el milagroso rocío. Y prosiguen con su juego de mirarse desnudos el uno a la otra a través de la pared de aluminio y cristal, en aventuras tomadas a hurtadillas de la telenovela y el cinematógrafo, con una cursilería que linda con la pornografía —ambas son igual de abstractas y mecánicas—, pero con una autocontención que linda también con el ascetismo. El cosmos genésico reducido a artilugios cosméticos. Los sueños del burócrata son bestiales, desmedidos y aparecen en colores chillantes. Los de su mujer tienen la pulcritud de un artículo recién comprado en una plaza comercial. Así, ambos se embisten con un ímpetu que sólo acentúa su soledad, su salto en el trapecio de un erotismo estrafalario, circense. El algodón de azúcar de la novela rosa y las ácidas golosinas de la pornografía contaminan sus emociones más que sus cuerpos. Al poco tiempo ambos se percatan de que sus cuerpos están hechos de una materia similar al plástico, al yeso, a la esponja. Están listos para guardarse en el archivero, como los pergaminos de un promiscuo Barba Azul. Sólo es real el ectoplasma de la eyaculación, por la que ambos escapan como espectros. Ni uno ni otro comprenden por qué los actos sexuales se encuentran clasificados entre los crímenes más espantables y escandalosos del animal humano. Pero acatan ese tabú ancestral a última hora y se rescatan uno al otro del vértigo que amenaza la comodidad de su existencia cotidiana. Carecen a un tiempo de sentido del placer y de espíritu de sacrificio. Si san Antonio —tanto el dios de las solteronas como el lúbrico abad— hubiese sido tentado entre el murmullo y el obsceno aroma del harén y oficina, se habría lanzado de cabeza por la ventana hacia la avenida congestionada de cláxones.

La mujer clandestina

Allí, donde la libertad es posible, centellea su corona de orgullo. Donde el cuerpo se despliega sin más límite que el propio deseo, que lo refleja y lo prolonga. Bajo una llovizna que parece interminable el arco iris de la presencia se despliega, como cinco órdenes de abejas distintas. Se ajusta como un guante a la mano que la palpa, que la encuentra sin buscarla. A la mano siempre, las yemas de sus dedos rozan los míos y en ese punto dos dimensiones giran y se oponen, se contraponen. Como si el guante se pusiera al revés. Como si revelara su auténtica cara, de la cual la visible, por hermosa y misteriosa que sea, fuese sólo una máscara. En todo caso, no comprendo qué relación pueda haber entre las reglas de la sintaxis y el inasible lingote del ser, que se muestra siempre huidizo, clandestino. De qué manera ella hunde la punta del pie en el humus hasta revelar la osatura de un cadáver exquisito.

Más allá, donde la culpa queda superada, como una postura incómoda del cuerpo que duerme con los ojos abiertos.

Sé que las puertas metálicas y las de cristal conducen a ella, cuando giran de súbito sin que nadie las empuje. Que el desgarrado grito de un pájaro la señala, en esas raras mañanas en que se precipita un rayo en el despejado cielo primaveral. Que un cierto polvo de nieve la baña, cual suele ocurrir con los cuerpos prohibidos que exhiben su mármol en las plazas. Lejos de las ratas albinas y los galgos de circo de la hipocresía. Más allá, donde la culpa queda superada, como una postura incómoda del cuerpo que duerme con los ojos abiertos. De esta manera se reflejan, quizá, los arquetipos en el desván de los objetos destartalados, polvorientos, culposos. Cómo adquieren en este momento una misteriosa vida.
(De la serie Un bestiario femenino) ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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