La mujer del cantinero

Los menesteres del ocio, X

Su mujer y él son una suerte de guerrilleros del sexo y del alcohol, que viven a salto de mata, cambiando de vivienda continuamente, pues casi nunca reservan dinero para pagar el alquiler.

Drunk woman © pngegg.com

La mujer fuma en un rincón de la cantina. Su boca es un chorro de humo lechoso, que ondula voluptuosamente entre sus pechos y sus piernas enfundadas en unas medias blancas de licra dactilar, casi leprosa. Un surtidor de padecimientos: cojera, labio leporino, miopía, sordera… Pues se sabe que a la larga el fumador termina por volverse zurdo. Mientras tanto, Alzheimer y Parkinson, dos señores patéticos y antipáticos, se disputan ese macizo cuerpo que no pasa de los treinta y dos años. Debajo de un letrero de No fumar ella arroja la boquilla manchada de carmín y escupe luego sobre el serrín del piso. Cantina donde se prohíbe fumar y escupir no es cantina. Entre los vasos de turbio cristal, las etiquetas de las botellas y el humo de su propio cigarrillo, que semeja yeso pulverizado, el cantinero la mira de reojo pero con suficiencia. Es acaso la más turbulenta de cuantas mujerzuelas dan vuelta a la cantina, como un sonoroso tiovivo, pero es también la más deseable. Es su mujer. Afuera el taxista lleva un buen rato sonando el claxon, esperando a que alguien salga a pagarle la carrera. Tiene que secarse las manos para tomar el billete deslucido, unas cuantas monedas. Al final el chofer entra, se acomoda en un taburete de la barra y le pide un trago, líquido con que el asunto queda liquidado.

En otras ocasiones, el cantinero regresa después de una parranda de una semana a la casa de ésta o de alguna otra de sus queridas. La mujer parece estar aguardándolo desde siempre, con una paciencia inmemorial.

El cantinero vive entre dos aguas, en un perpetuo insomnio, apacentado con pequeñas siestas que toma en la tumbona, en el taburete de tres patas, en el tránsito del taxi, en la mesa del fondo, en el regazo d la mujer, que es como un enorme capullo de carne lechosa. Las abarrotadas nubes, en esta bocacalle donde se abre el barrio del Triste, como una garganta del Purgatorio, se ciernen sobre su cabeza allá afuera con la misma gravedad de las panzudas botellas, que aguardan en los estantes más altos a que las tome del gollete para arrancarles un trago, en cualquier momento de la tarde y hasta altas horas de la madrugada. En su inflamado vientre las tripas se retuercen como víboras que se yerguen para beber esa lluvia de plomo. Su mujer y él son también como dos víboras que copulan de pie, mientras bailan dentro de una brisa hecha toda ella de humo de cigarrillo. Cómo obtiene ella monedas para alimentar la insaciable vagina de la radiola: sus delgados dedos las sustraen de los bolsillos cerrados como capullos de los clientes y las guardan luego en la faltriquera de piel que trae abrochada a la cintura; siente su arremolinado peso sobre el pubis.

Su trabajo en el bar le arrebata la noción del tiempo. No sabe si es miércoles o domingo. El cuerpo y la paloma, con sus respectivos crepúsculos, picotean sobre la barra de níquel, aves reproducidas y quizá producidas por el polvoriento espejo, de cuyo seno parecen brotar las pulsaciones y los espasmos del tiempo. Con frecuencia sueña que pasea descalzo por las calles, que se sienta a dormir en los peldaños de entrada de los comercios del centro. Entonces toma una botella del cuello y ese trago restituye la gravedad, lo amarra con un nudo ciego al taburete, que a fuerza de tanto girar lo devuelve al presente sin orillas en el que habita por costumbre.

Su mujer cobra por danzar unas cuantas monedas, pero a las veces esos bailes se prolongan como una cola de novia, como una muselina cagada por las moscas, hasta el caballo de madera del lecho, donde ella suele planchar cada tarde las albas camisas del cantinero, pero que en esos momentos brinca y da trancos rumbo a la pastura del placer, donde caerá despatarrado. El hombrón siente un orgullo inenarrable cuando le recita a un cliente: “Ella tiene un precio más elevado, porque es mi mujer”. Y se retira a dormir por un rato, entre los cajones retacados de botellas de cerveza. Posa la sien en la rampa de madera, acondicionada con ruedas de acero para estibar todo aquel velamen de cerveza tibia, que parece estallar al mismo tiempo en una inflamada espuma, cuando el cliente ocasional escapa al fin por la puerta falsa del éxtasis.

En otras ocasiones, el cantinero regresa después de una parranda de una semana a la casa de ésta o de alguna otra de sus queridas. La mujer parece estar aguardándolo desde siempre, con una paciencia inmemorial. A él o a cualquier otro miembro del gremio de los cantineros y de los taxistas, únicos y afortunados varones con las que estas hembras se refocilan y a quienes se unen con inquebrantable amistad, que es asimismo la única forma de lealtad que ellas conocen. Un vínculo equivalente al matrimonio colectivo, igual de sólido y de sagrado, aunque no siempre incluya el placer genital. Pareciera que la promiscuidad es el único método que ellas conocen para combatir la soledad de sus cuerpos, alcoholizados y gozados por usuarios que carecen de identidad y de nombre, que desaparecen unas horas después, reintegrándose a la muchedumbre de trajes y zapatos que transitan por las calles. Descendientes de las prostitutas rituales de otros tiempos, su capacidad de entrega parece permanente e inagotable. Casi tanto como su capacidad para beber.

Ella continúa bailando su interminable vals por el planeta de neón que se extiende desde la mampara de la entrada hasta la portezuela del excusado. No sé si sea verídico ese estilo de vida, ni siquiera si sea continuo.

La mujer que lo aguardaba, pues, le quita la ropa para lavarla mientras duerme. Cuando despierta, le tiene ya preparado el baño y el almuerzo. Se encierran a beber y a fornicar durante dos o tres días, con ocasionales salidas a la cantina y a los salones de baile, donde ella obtiene dinero para alimentar la parranda. Ausente de su empleo durante dos semanas, él termina sentado en una acera del centro, en la que delira mientras su cuerpo asimila la resaca y se recupera, bebiendo cada día un poco menos. Regresa a su cantina o solicita trabajo en cualquier otra, donde lo contratan de inmediato. Sin prestación laboral alguna, vive como los pajarillos, que se embriagan con las perlas que beben en cualquier fuente pública.

Su mujer y él son una suerte de guerrilleros del sexo y del alcohol, que viven a salto de mata, cambiando de vivienda continuamente, pues casi nunca reservan dinero para pagar el alquiler. Recogen sus escasas pertenencias y buscan otra casa de seguridad, donde refugiar su soledad harapienta y sin remedio. Cuando no se quedan a dormir en la cantina, en temporadas más o menos largas, reposando la sien sobre la plataforma de madera con ruedas metálicas en la que se estiba la cerveza. La hermosa cabellera de la mujer desparramada sobre el serrín punteado de colillas de cigarro. Aseando sus bellos pies sobre el lavabo. Acomodándose el sostén y la pantaleta ante el espejo de la barra. Todo ello en el mayor desamparo. Imbuidos ambos en la euforia de una embriaguez que nunca termina, que languidece acaso entre el escalofrío y las pesadillas, hasta que al día siguiente ambos recuperan, con los primeros tragos, los resortes de su conciencia.   

Ella continúa bailando su interminable vals por el planeta de neón que se extiende desde la mampara de la entrada hasta la portezuela del excusado. No sé si sea verídico ese estilo de vida, ni siquiera si sea continuo. Así me lo contó el cantinero, mientras se embriagaba a mis costillas, ofreciéndome en varias ocasiones, con orgullo y desparpajo, a aquélla a quien llamaba su mujer, y que parecía tan ebria y tan narcotizada como él mismo. Pudiera ser que sólo estuviera fantaseando. Pero no tenía, me parece, razón alguna de peso para mentirme. En el mundo en que vive acontecen toda clase de pesadillas; pero no hay sitio en ese ámbito para la mentira. ®

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Publicado en: Narrativa

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