La mujer del poeta

Los menesteres del ocio, XIV

Era una de esas mujeres que aparecen en nuestra vida sólo tres o cuatro ocasiones, de una belleza que parece intocable, a un tiempo sagrada y misteriosa.

Jean Pierre LesCourret, «Woman in the forest».

—En cualquier circunstancia, lo recomendable es no escribir —dijo la Musa, mientras agitaba con la cucharilla el té de menta—. La burocracia cultural sólo se dedica a consumir estupefacientes, que adquiere cómodamente con su salario quincenal. A menos que te gusten los maricones, quienes, dicho sea de paso, ya a estas alturas del siglo, poco tienen que ver con la camaradería espartana ni con el uranismo tal como se practicaba en la época clásica. 

Había tomado para mí la forma de una empleada de una cristalería —candelabros, biombos, espejos—, donde la conocí una semana antes y a la que regresé en dos o tres  ocasiones, con el pretexto de comprar una lámpara de escritorio. Desde el primer momento me sorprendió su aire palaciego, su manera de estar ante el escritorio, como alguien que trabaja por mero pasatiempo, sin necesidad de cumplir con un horario ni de presentarse cotidianamente al establecimiento. Apenas conocía el precio de los artículos, que tenía que consultar a cada momento en un catálogo. Lo hacía sin un dejo de preocupación, sin una sombra de nerviosismo, sin que le temblaran los dedos. A ojos vistas, no era la dueña, si acaso la hija de la dueña; en todo caso, una muchacha rica que asistía a la tienda en sus ratos libres, para distraer el aburrimiento, para gastar en algún menester su inagotable tiempo.

Cuando se alzaba de la silla parecía que su cabellera desembocaría en las nubes. Cuando se inclinaba para mostrarme una lámpara su trasero parecía cincelado por la propia Gea, la diosa de la Tierra y cocido en algún horno del Hades por la persona misma de Proserpina, bajo el fuego más pausado y exquisito. Su piel era densa y lechosa, como una superficie insondable que filtra una luz fina pero intensa. Iba a escribir traslúcida, pero esa palabra me parece fúnebre, aun cuando se refiera a la pantalla de una lámpara. El esqueleto de una mujer, por delicado y elegante que sea, como tallado en la costilla de un dinosaurio, evoca un piano o unas fichas de dominó. Y su carne, pesada en la balanza del paraíso, se veía fresca e incorruptible. Sus compañeras de la tienda, muertas de envidia, actuaban como si ella no existiera; no le dirigían la palabra, ni siquiera la mirada.

No vaya a pensarse que semejante belleza despertara en mí apetitos groseros, ni que tamaño pedazo de mujer me moviera en algún momento a proponerle algún acto obsceno, tan obsequiosa como se veía en esta primera cita, a la que había acudido con sorprendente puntualidad. Muy poco podía ofrecerle en este cuartucho, en mi pobre morada de poeta, más que esa taza de té de menta, de un sabor mental y que yo hubiese querido fuera de loto, de mandrágora o de cualquier otra hierba enigmática que arrasara sus tupidas pestañas con los vapores de la ensoñación. Sus párpados tan suaves como sólo pudiera tenerlos una semidiosa. Pero ella se comportaba como una mujer de mundo, de muchas y espumosas nubes, de muchos cruceros por el Mediterráneo. De manera que no pareció sentirse incómoda. Estaba a sus anchas en cualquier parte, a donde llegaba a la hora que le daba la gana y de donde podía marcharse de pronto, prácticamente sin despedirse. Con la gracia de quien tiene domicilio en el cielo y la seguridad de quien es bienvenida en cualquier lugar, donde su visita se agradece y es recordada con insoluble emoción. Hubiese querido contar endecasílabos con sus falanges, falanginas y falangetas hasta oírla decir “Estoy muerta de sueño”. Medir estrofas con las correas de sus sandalias, tan casuales pero tan elegantes como el ligerísimo vestido que dibujaba su estatua como un peplo. Marcar acentos, cesuras  y hemistiquios con sus talones, sonrosados como las mejillas de una niña.

—A los poetas no se les confían los secretos del arte —tornó a decir al poco rato—: son tan vocingleros que los divulgarían de inmediato. Es mejor que continúen así, trabajando hambrientos y a oscuras, como quien desnuda a una mujer sin atreverse a encender una vela.

A las que miramos durante minutos que parecen siglos, con la certeza de que estamos viéndolas para siempre y de que jamás las volveremos a encontrar. Y que desaparecen, en efecto, tras de la puerta de una casa sin numeración, tras de la portezuela de un automóvil no necesariamente lujoso, tras de las jambas de aluminio de un ascensor.

Aunque tenía la plasticidad de un cuadro o de una estatua, todo su cuerpo parecía hablar en silencio, suscitando en mi corazón un torrente de versos. Sus ojos eran apenas el prólogo a la vasta estepa del lenguaje, que conjugaba la solidez del mármol y el salado movimiento de las olas, la delicadeza del aire y la envolvente caricia del fuego. Era una de esas mujeres que aparecen en nuestra vida sólo tres o cuatro ocasiones, de una belleza que parece intocable, a un tiempo sagrada y misteriosa. A las que miramos durante minutos que parecen siglos, con la certeza de que estamos viéndolas para siempre y de que jamás las volveremos a encontrar. Y que desaparecen, en efecto, tras de la puerta de una casa sin numeración, tras de la portezuela de un automóvil no necesariamente lujoso, tras de las jambas de aluminio de un ascensor. Se marchó de mi casa tan puntualmente como había llegado, de acuerdo a una hora y un designio que sólo ella conocía. No me dijo su nombre; en mi aturdimiento no osé preguntárselo. Huelga decir que no regresó a la tienda de candelabros y artículos de cristal, a donde me presenté al día siguiente para comprar, ahora sí, la lámpara de escritorio, a cuya luz escribo estas líneas como un homenaje.

La mujer de la lluvia

Flor de Lacandonia, mira la lluvia caer en los ventanales del bar Muerto. Las primeras gotas fueron como lágrimas suyas en los cristales biselados. De cuerpo menudo y larga cabellera, no la asusta caminar entre los borrachos, a quienes sirve el trago y les enciende el cigarrillo. Arrimándoles un cenicero. Los parroquianos derrumbados como samurais en los canapés. En los bancos giratorios, en los sillones de vaqueta. Como los indios que ella conoce sobre la tierra. Esa tierra ronca y vibrante de la que ella brotara como una planta errabunda. Siente la lluvia de la canícula y su cuerpo tirita, dispuesto a desplegar sus hojas. En este páramo donde la cerveza y los licores abruptamente componen la metáfora de un río. Una corriente turbia donde ella prefiere no mirarse. Mira a través del ventanal la lluvia que parece invitarla a regresar a su tierra.

En un tiempo grisáceo, sin antes ni después, se miran una a la otra. Un nimbo de gotas alrededor de su cabeza; la cabellera de la lluvia empapada de sí misma.

Se pertenecen mutuamente. Se reflejan una a la otra. Juntas caen y corren. Acaba de regresar de la Lacandonia. Aunque parece que no se fue nunca. La lluvia la sigue como si fuese la larga cola de su vestido. ¿Regresó con ella o llega para llevársela? En un tiempo grisáceo, sin antes ni después, se miran una a la otra. Un nimbo de gotas alrededor de su cabeza; la cabellera de la lluvia empapada de sí misma. La mirada es un vaho que atraviesa el cristal de la ventana, la luz que choca en los cubos de hielo de una copa de cristal que contiene su nostalgia.
(De la serie Un bestiario femenino) ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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