Su veneno convertido en vino, su escoba vuelta una caudalosa cabellera. Su miel amarga, que hasta ahora sólo embriagaba a las avispas más crueles, goteará cual ambrosía en los labios de un santo.
Sólo las ratas y las arañas asisten a la corte de la mujer fea. En ese desván donde cae un perpetuo otoño lluvioso. Nadie ha visto un espectáculo más escalofriante que el que acontece cada día, noche tras noche en el castillo suburbano donde nunca ha habido un espejo. Sin embargo, ella teje pacientemente su telaraña. Todas las calles de la ciudad están comprendidas en ella, forman parte de ella. Ella teje un destino como si se tratase de un laberinto, en cuyo centro habrá de encerrar a un hombre que por el momento ni siquiera ella conoce. Pero que llegará: una vez caído en la trampa, él acaso podrá reconocerla.
El porvenir es un espejo borroso que ella compulsa con una fe amarga, obstinada, convulsiva. El único que se permite, pues una mujer fea no tiene pasado. Todas las mujeres lo tienen, hasta la más candorosa y distraída, salvo ella. Sólo un presente lleno de telarañas y de rasguños de ratón sobre la tarima de madera, a los que ningún gato persigue. Mas la oscura potencia de su fe pone a levitar las piedras. Le basta con desear una cosa para que la consiga. Puede pasar un año o cien años, pero su deseo se cumple. En el palacio suburbano los relámpagos caen perpetuamente; se alargan hasta llegar al punto donde comenzaron; la lluvia nunca moja el pavimento. El viento alcanza la última esquina del mundo y luego da vuelta; nadie enjuga sus lágrimas ni aplaca su desasosiego.
El ataúd se volverá un altar. Una brisa de primavera habrá de entrar por los cristales rotos del sótano. Si no es para esto, ¿para qué fueron escritos entonces los cuentos de hadas?
Ella sabe que cualquier día se cumplirá su deseo; lo espera firme y confiadamente. Llegará el príncipe al pie de su torre de reina rencorosa y la rescatará del hechizo de ser ella misma. Le parece escuchar el rumor de sus pasos entre las hablillas de la lluvia. Los yunques del silencio lo anuncian, convertidos en címbalos. Los ratones acopian briznas de paja para tejerle un nido. Las arañas llevan años tejiéndole el vestido de novia más suntuoso e inusitado, el velo más fino, la cola más larga y espumosa. La soledad se abrirá como un último espejo, convertido en un salón de fiesta. Desplegará su cuchillería, sus holanes que tiritan, sus valses que consuelan al lastimero viento. Su veneno convertido en vino, su escoba vuelta una caudalosa cabellera. Su miel amarga, que hasta ahora sólo embriagaba a las avispas más crueles, goteará cual ambrosía en los labios de un santo. El ataúd se volverá un altar. Una brisa de primavera habrá de entrar por los cristales rotos del sótano. Si no es para esto, ¿para qué fueron escritos entonces los cuentos de hadas?
(De la serie “Un bestiario femenino”)
Nuevo manual de Carreño
Las Parcas se reunieron para redactar un manual de buenas maneras. Ellas, quienes manejan los hilos de las Redes sociales, quienes los entreveran y desanudan, quienes los zurcen. Era preciso, pues el miedo, la malevolencia y las habladurías hacían presa de los hilos, como la rémoras que carcomen los barcos, y estaban a punto de romper un infinito número de puntos del sistema. La metáfora de la supercarretera se había hundido: siniestros vagabundos, que en todas partes buscaban un café gratuito, habían dado al traste con ella. Era preciso rescatar pues las Redes como una metáfora del Destino, tanto de la noción del azar, su enemigo más pernicioso, como de la idea del lobo–hombre, que arruinaba todo lazo de sociedad.
Había que partir del hecho de que el hombre está solo e indefenso, como un roedor extraviado en la noche. De que su primera reacción es el ataque, aun cuando quisiera ser el abrazo. Las Parcas, mujeres al fin, decidieron entonces que hacía falta un Nuevo Manual de Carreño. No se trataba de que el varón encontrase a la mujer de su vida en las Redes, entre toneladas de presas malolientes, abotagadas, sonámbulas. Mucho menos la mujer su príncipe azul. La amistad, esa entelequia inventada por los griegos y los romanos, y que el cristianismo pretendió conservar, sólo era posible como un intercambio sexual entre individuos ya predispuestos a éste de suyo. Que lo buscaban y lo encontraban casi siempre bajo otros nombres y otras prácticas, que incluían toda clase de delitos como el proxenetismo, el chantaje, la mentira, el fraude.
La depredación sexual era de hecho otra de las prácticas que había destruido la metáfora de la supercarretera, convirtiendo a ésta en un barrio universal de pornografía, una Babilonia de una sola calle angosta y monótona, que aquí comenzaba y terminaba aquí mismo. Cuánta crueldad, cuánta violencia gratuita se registraba, hasta el punto de que se empezaba a hablar, inclusive en estos ámbitos, de unas Redes antisociales. A tal punto menudeaba la obscenidad, el doble sentido y, de nueva cuenta, los pájaros del gay trinar, que en todas partes buscan hacer nido.
Cloto, Láquesis y Átropos tenían que darse prisa y hacer que la Red tuviese la seguridad suficiente para que se balanceara en ella un elefante. Nona, Décima y Morta debían asegurar que se encontraran en ella hasta dos, convirtiéndola en campo de pluma. Urd, Verdandi y Skuld tenían que garantizar que lo que ocurriese en las Redes sucediera de forma necesaria y, después de la primera vez, continuase ocurriendo para siempre. Ahora bien, el Nuevo Manual de Carreño, para ser eficaz, no podía excluir el odio, la mala fe, ni siquiera el pánico. Como era un código humano, no podía excluir lo humano. Sólo moderarlo, en todo caso, posponerlo, diluirlo o ralentizarlo, como se dice ahora. Pues el hombre antes que nada es un ser solitario, mejor que un ser social, como lo prueba el hecho de su muerte, que jamás será tribal, en la que nunca participa el rebaño más que de una manera externa, vicaria, ceremonial.
Ni la ONU puede entrometerse en asunto de tanto fuste; salvo si acaso El Vaticano y la alcoba de hielo del Dalai Lama. No se aspira a la elaboración de una mente universal, sino a la sincronía de un infinito número de mentes particulares, simples cual mónadas y robóticas como relojes de buró.
Más que un catecismo, el Nuevo Manual de Carreño sería el Contrato Social definitivo, planetario. Para elaborarlo, las Moiras o tuvieron que reunirse en una cumbre pues están en ella día y noche, tejiendo y destejiendo los destinos humanos. Es fruto de su prudencia y de su experiencia y, más que un documento, es el espíritu de todas las leyes de hospitalidad que es instilado gota a gota a los usuarios de las Redes sociales. Esas leyes que prohíbe la antropofagia, la decapitación de los enjoyados cuellos de las princesas extranjeras, el enriquecimiento más allá de cierto límite, las perversiones del lenguaje, etc. Ni la ONU puede entrometerse en asunto de tanto fuste; salvo si acaso El Vaticano y la alcoba de hielo del Dalai Lama. No se aspira a la elaboración de una mente universal, sino a la sincronía de un infinito número de mentes particulares, simples cual mónadas y robóticas como relojes de buró.
Pero ¿cómo enseñarles maneras a esos topos de albañal, que transitan por la alcantarillas con una cerilla entre los dedos, azulados por el frío y por el resquemor de la llama? ¿Qué se desplazan en la sombras con pánico y avidez, implorando la protección de un Gran Hermano, de un Lobo–Hombre, que pertenece a otra especie y a otra dimensión, para que los libre de atolladeros que ese diosecillo ni siquiera imagina? Pues por grande que sea, participa ineluctablemente de la pequeñez y la insignificancia de quienes lo invocan. De quienes guardan su estampa en la cartera, indeleble como una calcomanía por más que se le haya arrastrado en el cieno. El pánico mezclado con la curiosidad, repito, no tiene modales. Ni capacidad para aprenderlos. Cloto, Láquesis y Átropos se desesperan hoy igual que en tiempos inmemoriales. El destino seguirá siendo un subconjunto y un subgénero del azar, así como éste del caos, mientras los minúsculos roedores no aprendan a tomar el hilo que los mueve para convertirlo en una forma de la plegaria, dirigida hacia los demás y hacia sí mismos. Pero están aquí por causa de su adicción a la compañía humana, la peor de las adicciones. Que es una forma de adicción a la muerte. ®
(27 de diciembre de 2020)