La Mujer Maravilla desde el chiquifeminismo

La cultura popular y el girl power

Ver a Diana y verse a sí mismas con su voluntad intacta, pateando traseros y, por si fuera poco, hermosa, debe ser un viaje brutal por el empoderamiento.

Gal Gadot como la Mujer Maravilla.

La Mujer Maravilla (Patty Jenkins, 2017) es un fenómeno cinematográfico que dice mucho de varias cuestiones: es un fenómeno de taquilla, una muestra de que las directoras pueden incursionar exitosamente en el género de acción, y modelo de heroína hermosa sin la mirada sexualizada de la cámara de un hombre. También pasa con honores la prueba de la lámpara sexy y el post–it, es decir, el análisis de género en el cine en el que la analista se imagina que las mujeres en la pantalla son lámparas o post–its. Si esta sustitución no provoca ninguna alteración importante en la narrativa o en la secuencia visual, las mujeres aparecen en la cinta como simples objetos u ornamentos.

También pasa el test de Bechdel, en el que: 1) debe haber más de una mujer en pantalla; 2) sepamos los nombres de esas mujeres, y 3) hablen entre ellas de temas que les incumban a ellas y no al héroe u otro hombre. Hay muchas películas para niños y grandes que pasan estos tests, como Buscando a Dori y Harry Potter, pero hay muchas otras de súper héroes que los reprueban estrepitosamente, como Escuadrón Suicida, en la que Harley Queen tiene la función de vestir una falda cortita y servir de señuelo para el Guasón.

A pesar de sus enormes méritos desde este análisis, La Mujer Maravilla es objeto de crítica virulenta lo mismo por machitos de pedigrí que de un sector del feminismo que dedica su lucha a calificar cuál feminismo es bueno y a descalificar a quien llegó a la batalla por influencia de Emma Watson y Sex & The City, y no por la sesuda bibliografía del doctorado en feminismo de Berkeley y similares. Esas críticas giran en torno a que la actriz Gal Gadot tiene el mal gusto de ser israelí, judía y de piel blanca, o que se ocupa más de la Primera Guerra Mundial que de resolver el problema de la paz en Medio Oriente y la defensa de niños palestinos, como sabemos que Iron Man y Spiderman hacen cada vez que sale una nueva película de sus choriceras e interminables sagas.

Las niñas están ávidas de íconos, de modelos a seguir que no sean las sosas princesas y las mujeres brillantes que no importa qué hagan siempre estarán a la sombra del protagonista de la historia.

Aun cuando podría dedicarle un texto a cada una de estas cuestiones de la crítica del mainstream, me gustaría enfocarme en la gran importancia y osadía de esta película, en el impacto que tiene para la audiencia infantil, sobre todo las niñas, que no andan buscando una versión visual del feminismo de Judith Butler.

Las niñas están ávidas de íconos, de modelos a seguir que no sean las sosas princesas y las mujeres brillantes que no importa qué hagan siempre estarán a la sombra del protagonista de la historia. Quiero ofrecer un análisis del chiquifeminismo retratado en La Mujer Maravilla, uno que nos puede decir cómo un producto de la cultura popular puede contribuir al girl power, ese que queremos instalar en las mujeres en construcción a través de símbolos poderosos que les den la identificación necesaria para abrirse camino y eventualmente optar —si les da la gana— por ese doctorado en Berkeley.

Chiquifeminismo: íconos para el girl power

Con chiquifeminismo me refiero al discurso de medios que tiene como fin ofrecer a las niñas —y a los niños, pero sobre todo a ellas— una gama de modelos (role–models) y discursos secundarios a seguir que las identifiquen con posiciones subjetivas empoderadas, intelectuales, liberadas, no erotizadas y de fuerza. Vaya, un discurso que se contrapone a la cursilería hiper–erotizada y sexualizada de princesas, bailarinas y adolescentes chismosas; uno que busca romper la noria de la femineidad tradicional y abrir espacios para proyectar mujeres fuertes, inteligentes y bonitas pero para sí mismas y no para los ojos masculinos.

La pequeña amazona Diana.

El análisis chiquifeminista de La Mujer Maravilla nos habla del valor de esta heroína en el contexto de su mera existencia, que es la de ser una heroína, una mujer que como sus pares Batman, Spiderman, Iron Man, Captain America et al., salva al mundo y da la cara por los desvalidos, y se convierte así en un modelo a seguir para niñas.

Hay dos formas en las que La Mujer Maravilla es un símbolo del chiquifeminismo: 1) su retrato de la pecera envenenada, y 2) la proyección de una mujer que tiene su propia agenda y no la modifica por la influencia del ambiente masculino y las instrucciones explícitas del galán que intenta protegerla cuando ella tiene muchísimo más con qué lograr este cometido.

La pecera envenenada

Con la pecera envenenada me refiero a la poderosa metáfora que utiliza el psicólogo argentino Sergio Sinay en su libro La masculinidad tóxica para analizar la normalización de conductas machistas. Dice Sinay que en una pecera con agua envenenada los peces no se dan cuenta de la toxicidad del agua en la que viven; solamente los peces nuevos, al entrar por primera vez, se dan cuenta de la dificultad para respirar y vivir en un lugar tan tóxico. La película nos muestra la forma en que una mujer que no ha sido relegada del entrenamiento para la guerra ni de la discusión política ve y enfrenta situaciones de exclusión de las mujeres en la masculinidad hegemónica. La narrativa se ocupa de retratar eso en la secuencia de la llegada de Diana a Londres. Primero no duda un momento en quitarse el abrigo que cubre su cuerpo y su atuendo de amazona. Luego, cuando la quieren vestir “decentemente” critica la ropa incómoda que no ofrece la comodidad necesaria para la batalla. Después, cuando entra al Parlamento, opina espontáneamente y de inmediato es señalada con escándalo: “Hay una mujer, ¡sáquenla!” Ella no entiende por qué la echan, y tampoco entiende cuando el consejo de seguridad rechaza un camino de paz que salve a personas inocentes de morir en la guerra. Ella simplemente no entiende por qué no hay interés en acabar con esa guerra.

La pecera envenenada también se proyecta en esa escena entrañable en la que Diana y Steve Trevor se alejan de la isla en un barco. Ella le ofrece dormir a su lado y él se pone nervioso al repasar la proposición con su lente de la decencia, el matrimonio y la ansiedad del pene. Ella le sugiere que las mujeres no necesitan de los hombres para tener placer, que ha leído todo sobre el tema, y que es absurdo que no se duerma a su lado habiendo tanto espacio y tanto sueño. Steve no logra pasar de su fijación en la forma indiferente con la que Diana observa estas preocupaciones.

Las reacciones de una mujer que no ha sido intoxicada en la pecera envenenada es algo que debemos mostrar a las niñas, nuestras hijas, sobrinas y amiguijas. Que vean que no es natural ni deseable que las mujeres estemos al margen de las opiniones, las decisiones y la política. Que debemos vestirnos para estar cómodas y que estar cómodas sigue significando ser bonitas, si ésa es la preocupación. Que es bueno explorar la sexualidad de una y que estar con un hombre no significa querer sexo ni esperarlo. Vaya, porque ese feminismo autoritario que la latiguea a una por usar vestido, pintarse los labios y agradarse en zapatos nuevos es una monserga.

La agenda propia

Diana está convencida de que la guerra es obra del temido Ares, y su objetivo es vencerlo para que deje de influir sobre los seres humanos y se acabe la maldad y la violencia. Ésa es su agenda, con lo anacrónica y disparatada que pudiera sonar en el siglo XX, y aunque al final resultara cierta. Steve la toma por loca pero aun así reconoce que ella le salvó la vida y que lo menos que puede hacer es cumplir con su palabra de llevarla al frente de batalla para enfrentar al dios de la guerra. En diversas ocasiones Steve busca convencerla de que la realidad es más complicada pues la violencia y la maldad son más intrínsecas al hombre de lo que ella llega a ver. Diana no se da por enterada, no se deja convencer ni mucho menos es disuadida de cambiar o someter su voluntad al amor o la pecera envenenada.

La escena épica en la que esta voluntad se advierte de forma poderosa es la de “No Man’s Land”, que irónicamente por poco no fue incluida en la película. Es la escena cuando Diana, Steve y su banda de mercenarios llegan al frente de batalla en Bélgica. Los aliados no pueden ni asomar la nariz porque la ráfaga del enemigo los tiene sitiados y atrapados. Diana se detiene a escuchar los lamentos de una mujer que le dice que al atravesar el campo de batalla el fuego está destruyendo un pueblo entero, masacrando niños y mujeres, y sin alimentos. Diana le dice a Steve que deben enfrentar el fuego enemigo y llegar al pueblo. Él le dice en un tono típicamente mansplainer: “Ésta es Tierra de Nadie. No podemos salvar a todos en esta guerra”. Diana, contrariada, se dice sí misma: “Yo sí vine a eso”. Se da la vuelta, mete la cabeza en su abrigo, y luego de un rato levanta el rostro para mostrarlo adornado con la diadema emblemática de La Mujer Maravilla. Enseguida sube la escalera de la trinchera que los protege y sin pensarlo dos veces empieza a avanzar a través del fuego alemán, repeliendo las balas con sus brazaletes y protegiéndose con su escudo. Con eso logra que el enemigo retroceda y así abre camino a los aliados, quienes vencen y liberan al pueblo oprimido.

La emoción que sentí en esta escena es indescriptible. Supongo que mi hijo de nueve años podría entenderme si le pregunto qué siente al ver a Spiderman, Batman y Iron Man enfrentándose al enemigo. El punto de La Mujer Maravilla es justamente ése: si a mis cuatro décadas y pico de vida no recuerdo haber sentido esa emoción generada en la identificación con una heroína, apenas puedo imaginar lo que provoca en niñas y mujeres jóvenes. Ver a Diana y verse a sí mismas con su voluntad intacta, pateando traseros y, por si fuera poco, hermosa, debe ser un viaje brutal por el empoderamiento. Porque Diana no pelea gratuitamente contra un enemigo fantasioso —tipo Guasón o Lagarto— ni tampoco trae un escote sin justificación que sea complaciente con la mirada masculina. Diana pelea contra la maldad misma y por la vida de quienes ella sabe que están desprotegidos, sin mostrar más piel que la amazona promedio. La pelea y la agenda de Diana son justificadas y legítimas en cada momento, y qué mujer —que no sea la psicópata Dra. Veneno—, de menos, no es susceptible de identificarse con esa idea.

El modelo de identificación de Diana con las niñas no sólo es bueno —aun cuando las buenas conciencias Montessori arqueen las cejas ante la sugerencia de superhéroes y violencia— sino conveniente. Que las niñas y las adolescentes vean a una mujer decidida, autónoma y con un plan es un alivio para las mamás y papás que no nos tragamos los beneficios del merengazo con el que todas las atontadas princesas deslumbran a las niñas. Aquí ninguna mujer pierde la voz por seguir a un hombre, ni espera a que la besen para despertar a la vida ni se somete a ser la esclava doméstica de siete hombres. Vaya, ni siquiera es princesa, carajo, es una amazona.

Así las cosas, vean La Mujer Maravilla si pueden y lleven a sus hijas, amigas, sobrinas, a las hijas de las amigas, abuelas, hermanas. No van a salir con clases de feminismo, como al parecer mucha de la crítica quería, pero sí van con la sensación y la emoción de que hay otras mujeres más poderosas y hermosas que las que regularmente nos dejan ver para identificarnos. ®

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Publicado en: Cine

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