La música, el kif y el mundo

Desafío a la identidad. Viajes 1950–1993, de Paul Bowles

Con Desafío a la identidad, de Paul Bowles, accedí al interior de un hombre culto, obsesivo con el movimiento, ese que impulsa a viajeros que son de cierta forma trashumantes. ¡Finalmente alguien que podía describir más que el té marroquí!

Paul Bowles en 1987, cerca de su casa en Tánger, Marruecos. Fotografía de Ulf Andersen / Getty.

Desde el extinto siglo XX Paul Bowles lanza una frase vigente en esta era de imágenes de países lejanos a los que se accede con un tipeo electrónico: los diarios de viajes son “el relato de lo que le ocurrió a una persona en determinado lugar, y nada más que eso”. De un tajo se limpia el panorama. Queda pues un pulido número de quienes van a leerle: seres mercuriales, seres ávidos, con la extraña afición a dislocar su imaginación, a mezclar en una taza de café la sangre de una narración.

Al decir de Bowles, quienes leen estos diarios prefieren una descripción subjetiva y atmósferas literarias, o desean escuchar a un espíritu inteligente. Añadiría que hay tres grupos generales, pues creo que relatos que ocurren lejos de casa interesan a: quienes sin poder viajar buscan hacerlo a través de un icónico escritor; a aquellos que antes de viajar se ilustran con su guía, o puede ocurrir como en mi caso: a los que se asoman tardíamente a un testimonio como éste ya sea porque no quieren que nadie les cuente nada en absoluto, o porque, a pesar de que el libro exista, no lo leyeron a tiempo. Así, y en la exquisita compañía de historias cimbreantes se vuelven a pasar por el corazón olores o paisajes. Y la piel se vuelca. Y uno desea con mayor fervor regresar para conocer todo aquello que faltó. Y el agua de los ojos vuelve a ser estanque breve.

Con Desafío a la identidad. Viajes 1950–1993 (Galaxia Gutemberg, 2013), de Paul Bowles, accedí al interior de un hombre culto, obsesivo con el movimiento, ese que impulsa a viajeros que son de cierta forma trashumantes. Entre las páginas del libro se abismó mi emoción: ¡finalmente alguien que podía describir más que el té marroquí! Sí, alguien que en su lugar me entregaba tarros de sangre en la nevera. Y estuve allí, en esa extraña reunión en la que Mr. Black bebía sorbos de hierro líquido mientras explicaba que la sangre era de hombres jóvenes a los que pedía sólo un poco para que no desfallecieran.

En la lectura no atinaba sino a desear correr con mayor velocidad, a dar zancadas para ya alcanzar al desconocido y escarpado pueblo de las montañas del Atlas donde grababa ritmos de bendires.

Bowles vive en este libro. Es una suerte de dios griego que observa el escenario y contempla el destino de los personajes, con los que a veces, como los dioses griegos lo hicieren, se mezcla con ellos.

Una tetería tangerina a punto de ser abandonada por su dueño. Una ciudad horrenda en su fracaso de ser francesa, un clavo de fuera que perfora pero emerge anómalo: Casablanca. La importancia de la gente y sus rituales en esa ciudad casi oriental de túneles que es Fez. El carro tirado por un cebú a través del bosque a Kaduwela. La jaula–habitación en Nairobi y los astutos kikuyu. Los ríos de luz quemante de Chao Phraya. La sacralidad morfológica de la vaca. Su narrativa: precisión y vuelo.

Bowles vive en este libro. Es una suerte de dios griego que observa el escenario y contempla el destino de los personajes, con los que a veces, como los dioses griegos lo hicieren, se mezcla con ellos. Y a veces enferma como con el cubo de agua en el que al final vivía un trapo sucio y oscuro que nadie vio, en Nador. Un dios indolente que luego escribe.

Su mirada aguda, casi obsesiva en la contemplación del detalle, sólo tiene cabida en quienes se sumergen en tiempo y cuerpo presentes, un estado que luego abandonan para escribir o dibujar instrumentos musicales de Tailandia.

La música es el eje que articuló sus viajes. En ellos entrega danzas de bombillas de luz eléctrica que ya amarilleaban, ya palidecían hasta extinguirse. Fuentes necesarias para grabar los valiosos registros que realizó, aderezados con descripciones de las negociaciones que vencían en tiempo, un tiempo legal que nunca coincidía con el tiempo real.

Son viajes tales que nos dejan incluso verle en su estancia como propietario de la isla de Taprobane, al sur de Ceilán (ahora Sri Lanka). Y el ejercicio de escribanía debe ser exacto, lo preciso que requiere el recuerdo y el amor por el lenguaje. Es necesario no dejar pasar tantas horas entre la vivencia y la escritura. Aquí una joya de Ceilán: “Las olas estaban a la temperatura de la sangre”.

Sus relatos son tan atrayentes como un el té marroquí endulzado con numerosos cubos de azúcar. Me bebí las historias que enlazan su pluma con países tan distantes como Kenia, India, Tailandia, Ceilán, Francia (específicamente París) o México. Sin embargo, sus raíces comienzan breves en España para pasar a territorio africano y se hacen densas, muy densas, en Tánger, esa ciudad marroquí que adoptó como suya.

Narraciones de lugares sórdidos como Nador y el habitáculo insalubre en el que se quedó en búsqueda de registros musicales en la zona del Rif. O la selección de cotorras mexicanas a las que consideraba espíritus ante los que uno estaba expuesto, como el caso de su estancia en la Ciudad de México.

¿Acompañaría yo a Bowles al menos en el horizonte cronológico de sus viajes? La temporalidad del libro me permitió establecer un nexo arbitrario pero elegido con emoción. Estuvimos unidos al menos para despegar, al final.

Mientras leía arrastrada por su narcótica precisión de modo inevitable comparaba fechas. ¿Acompañaría yo a Bowles al menos en el horizonte cronológico de sus viajes? La temporalidad del libro me permitió establecer un nexo arbitrario pero elegido con emoción. Estuvimos unidos al menos para despegar, al final. El primer viaje que realicé fuera del país fue a Nueva York, en 1992, donde él nació. En 1993 estuve en Chiapas —el fin de la temporalidad de su libro—. Y hasta allí. El resto de las analogías son posteriores a estos viajes. Compartí territorio en Portugal y específicamente en París en 1999, meses antes de su muerte. De allí hubo otros viajes que me conectaron a sus alusiones y descripciones: Egipto, algunos países de Europa, vuelta de nuevo varios sitios y luego Centroamérica. Tardé en llegar a su amada Tánger. Desembarqué en ella hasta 2010. Volví dos veces. Sentada en el Hafa, donde el zafiro mar me devolvía a Bowles.

Aquí encontrarás también lo que se desvaneció: visiones de ciudades que han descascarado su misterio y no son más de ese modo que él ha anotado allí, como Fez. Encontrarás aquí su decir que todo ha cambiado en Tánger, menos su cielo, su Cielo protector. Y añadiría que menos sus pirámides de especias, el sonido de voces, los ayunos que traen éxtasis y gresca, los taxis en la madrugada que transportan armas, un café el zoco de Tánger, en donde si eres una extranjera con piel oscura pueden confundirte con una espía de la manera más absurda y ruegas, y dices. Y nadie te cree. Todo por pronunciar bien el nombre Ahmed.

Aquí en este libro también va su narración con exactitud sobre Marrakech, sobre el hachís. Aquí el deleite de meter el dedo al majoun y andar por los aromados campos de kif. Paul el etnólogo, el traductor, el coautor junto a Mohammed Mrabet, quien se quejara amargamente de Bowles y la nada que le dio a cambio de su trabajo. Paul el nómada.

Aún hoy, con este universo de la conectividad por internet que aplana diferencias de pensamiento, hábitos, rituales o costumbres, sigue abierto un espacio para “los viajeros, los afortunados y resistentes” que pueden experimentar “el efecto” que los viajes tienen en quien se atreve a lo distinto. Bowles es el estandarte, el arco y la flecha poderosos que estimulan cualquier tipo de viaje. ®

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Publicado en: Éstos son nuestros papeles

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