Pareciera que vivimos unos tiempos propensos a que se desencadene el Apocalipsis más destructivo y fulminante en cualquier momento. Los desatinos de la humanidad post-capitalista casi lo exigen. Vivimos instalados en una perpetua crisis de sinsentido. Mientras la debacle (económica, ecológica, política, moral…) sucede, se juegan torneos, ligas, mundiales de futbol y otros deportes, olimpiadas, rallies, regatas, campeonatos de Fórmula 1… como si nada pasara.
Al fin y al cabo, inmersos de lleno en la sociedad del espectáculo el deporte es espectáculo que se convierte inmediatamente en capital. Y el dinero manda en las pasiones, o más bien sabe cómo exprimirlas, siendo la industria del deporte un entramado afectivo muy complejo, que alude básicamente a los instintos nacionalistas, localistas, de una humanidad que anda perdida en el cosmos, y que quizá por eso mismo tenga necesidad de arraigos identitarios cuanto más irracionales mejor.
El deporte embelesa a muchos, sólo hay que ver la cantidad de tiempo que se consume en conversaciones alrededor de los hits de cada temporada (casi idénticas a sí mismas año con año), del último partido, del domingo, de ayer, de hace sólo un momento, puesto que en la televisión siempre hay en tiempo real un gol que celebrar y un record recién pulverizado por milésimas. Destapen sus cervezas y calienten una pizza. Ni qué hablar de las hinchadas de deportes masivos como el futbol que aguantan estoicamente a veces lluvia o nieve y a veces exceso de calor, generalmente pagando precios muy altos por sus butacas o aforos, dependiendo del caché del equipo de su adoración, en el frío invierno inglés o ucraniano, en la soleada Grecia o en la tórrida Torreón.
En vista del alto papel mediático del que gozan las figuras prominentes del deporte, estelarizando portadas y programas de televisón, actos humanitarios y campañas de nutrición, y publicidad y publicidad y publicidad, gozando en definitiva de un elevado prestigio social, no es de extrañar que muchos padres escojan ese camino para sus hijos, a sabiendas de que esas portadas y ese glamour lo gozan nada más la escogida élite de cada disciplina, la más fotogénica.
El futuro es incierto, y asegurarlo de manera holgada es una tentación que pocos padres resisten a poco que uno de los hijos muestre ciertas aptitudes para algún deporte. Vemos así como los padres se convierten en hooligans enfebrecidos alentando los triunfos y avances de sus pequeños engendros, azuzados por la necesidad de creer que el sueño que jamás cumplirán por sí mismos, lo puedan materializar en las supuestas fulgurantes carreras de sus vástagos, y de paso proyectar una jubilación dorada llena de fama, trofeos y entrevistas a los medios.
Vemos así como los padres se convierten en hooligans enfebrecidos alentando los triunfos y avances de sus pequeños engendros, azuzados por la necesidad de creer que el sueño que jamás cumplirán por sí mismos, lo puedan materializar en las supuestas fulgurantes carreras de sus vástagos.
La presión a la que están sometidos los pequeñuelos harán que su práctica deportiva está marcada por la obsesión de ganar a toda costa, incluso alentados por los gritos y arengas de los padres, usando si fuese necesario las peores mañas porque lo importante es ganar a toda costa, y no aprendiendo a educarse en la derrota que es la verdadera escuela de la vida, para aceptar la frustración y de paso comprender a ése, a veces mencionado de manera muy abstracta, que solemos llamar el otro, y que lo encontramos a la vuelta de la esquina más a menudo que en estereotipos de culturas lejanas o a razas y creencias ajenas a la nuestra.
El fanatismo que observamos en los terrenos de juego profesional, sobre todo de deportes masivos como el futbol, se traslada a los campos donde se forman las bases, ejerciendo los padres de entrenadores complementarios que actúan como verdaderos déspotas en cuanto al rendimiento deportivo de sus vástagos.
He leído que recientemente han tenido que expulsar a padres que se pelean entre sí, insultan enajenados al árbitro cuando perciben alguna injusticia sobre sus hijos e insultan sin remilgos a los jugadores del equipo contrario, incluso si éstos no pasan de los once años, y por este motivo han llegado a denegarles la asistencia a los entrenamientos.
Pocos valores pueden aprender las nuevas generaciones, aunque practiquen algún deporte y estén alejados de la calle y las drogas, si lo único que importa es a toda costa emular a los héroes del deporte profesional cuyas fotografías y pósters inundan las paredes de las habitaciones juveniles. El empeño paterno en que los hijos emulen al número uno puede ir incluso en detrimento de la formación educativa que necesita todo ser que se prepara para vivir en sociedad, una cosa siempre compleja.
Pocos valores pueden aprender las nuevas generaciones, aunque practiquen algún deporte y estén alejados de la calle y las drogas, si lo único que importa es a toda costa emular a los héroes del deporte profesional cuyas fotografías y pósters inundan las paredes de las habitaciones juveniles.
Pero con estas prácticas, el traslado del fanatismo que despiertan los equipos profesionales a los terrenos de juego donde se forman los juveniles, más que deportistas, aparecerán nihilistas y criminales que albergarán una gran capacidad de odio hacia los demás, hacia los vecinos que pasean a su perro, hacia el mundo en general, creando ejércitos de psicópatas resentidos. Esos serán los energúmenos que en el futuro gritarán, insultarán, quemarán banderas y quién sabe si golpearán a la hinchada de equipos rivales.
El deporte, en estas condiciones, aparte de ser un engranaje importante de la enajenante sociedad del espectáculo, se convierte en una práctica que enseña básicamente a generar odio. ®
Israel Sanchez Rodriguez
Excelente!!! y totalmente verídico, yo como siempre, no seré el primero que lance la piedra