LA NOCIÓN DE REALIDAD

y los derechos de la inteligencia

¿Parece tan descabellado proponer que los escritores volvamos a tener peso propio en el consenso social, empleando los instrumentos de opinión de nuestra época?, pregunta provocadoramente este poeta argentino en el extenso ensayo que sigue, en el que repasa la figura y la función del escritor a través de las distintas etapas de la humanidad.

Todos, contra la ecuación del sinsentido

¿Qué es la realidad? No se puede, seguramente, expresar una pregunta más amplia, más rotunda que ésta. Obligadamente, desde la madurez de la razón, ha sido necesario acotarla, reducir sus márgenes, una vez que se ha comprendido que, en su vastedad directa, es imposible de responder. Es así que hemos incorporado una no menos vasta variedad de adjetivos al sustantivo original. Desde hace siglos hablamos de una realidad social, una realidad filosófica, una religiosa, una científica, una realidad económica, entre otras. Cada parcela puede estar en contradicción con los postulados básicos de las otras, pero el relativismo de las afirmaciones posibles en cada campo garantiza que no se anulen mutuamente.

Hay una necesidad muy importante detrás de esta carga de tolerancia y es que el hombre necesita manejar una cierta noción de realidad para poder ser, pues tratándose de una construcción cultural como él es, esa noción de realidad le permite afirmar que su mismo yo existe como ente diferenciado del resto de lo real. Como individualidad necesaria, debe poseer una noción de realidad que suponga propia (por elemental que ésta sea y aunque el sujeto no reflexione jamás sobre su noción de realidad) a fin de ocupar el sitio del observador —ese es el espacio del yo— obligadamente separado el objeto de observación, que es el lugar que le asignamos a lo real. Si lo real es tan diverso y complejo que no se puede preguntar directamente por él, en la construcción cultural del sujeto se le brinda la posibilidad —ciertamente, bien aprovechada— de elaborar una noción de realidad que contemple también la noción de sí mismo, que aproveche las distintas fuentes y respuestas de esa realidad parcelada por el economista, el filósofo, el político, el científico, el religioso y casi todo el resto de los especialistas que son los formadores de opinión a los que quiere atender el hombre común contemporáneo. Continuamente, desde su nacimiento, el sujeto medio es construido por esta suma de opiniones, administradas como un jarabe medicinal a toda hora por su contorno social. El medicamento lo salva de males temibles: de la incapacidad de construir un yo adecuado a la sociedad donde estará obligado a vivir toda su existencia y de la sospecha —para la mayoría de la humanidad impensable, inadmisible e innombrable— de que tal vez no exista un sentido de las cosas, de que quizá lo que llamamos la realidad sea apenas una sinergia aleatoria y efímera, aunque casi eterna para las cortas vidas humanas, que surge y se destruye, en escalas de tiempo y espacio inimaginables para la mente, de modo continuo. El sinsentido es intolerable para la mente, entre otras muy valederas razones, porque destruye los fundamentos de todas las nociones de realidad argumentables, destruye la misma construcción cultural del yo, sumiéndolo en la condición del objeto general y porque es posiblemente el mejor argumento que respalda una noción más actual de lo real, felizmente reservada su comprensión y la de sus consecuencias para ciertos especialistas: nos referimos a la noción de lo real como algo ubicado fuera de lo humano —como en la afirmación repetida y admitida por la cultura, el objeto del observador— pero que no puede ser descrito, porque es inapresable, imposible de ser aprehendido, detallado, en definitiva, observado, por la mente, ni siquiera empleando el más abstracto lenguaje creado por el hombre, las matemáticas. Si el observador no puede observar, no sólo en su escala el objeto no existe, sino que tampoco existe el propio observador.

Si no existe A tampoco existe B: dado que lo real inapresable (A) existe antes que el observador (B), si A no existe en la cultura, en lo humano, A no existe y siendo B parte de A —aunque diferenciado por su punto de observación, todavía parte de A, en cuanto que A es la suma de todo lo real— B tampoco tiene existencia. Podemos denominar a ésta como la ecuación del sinsentido.

Contra esta horrenda ecuación se han edificado numerosas nociones de la realidad, algunas de ellas generalistas en ciertos periodos de su desarrollo, pero que en su mayoría se deslizaron luego hacia el camino más seguro de la ultraespecialización, que permite obviar más cómodamente la gran pregunta nombrada al comienzo; inclusive la filosofía, una de las últimas disciplinas del pensamiento rebeldes a tomar la buena senda, en la última mitad del siglo XX terminó de adherir a esta sana medida. Hoy puede coquetear a sus anchas con la tecnología y la ciencia, aprovechando inclusive argumentos de estas últimas —los más creíbles de todos, pues actualmente sólo la ciencia y la tecnología legitiman cabalmente el conocimiento, al menos todavía para la masa— a fin de avalar su propio sentido de ser y seguir siendo: se entiende, se trata de una raison d’Etat, perentoria. Caso contrario, su respetabilidad como categoría del pensamiento capaz de indagar en la realidad se hubiese menoscabado tanto como la respetabilidad de la literatura en tal sentido o, mucho peor, como la de la misma poesía.

Sobre este último punto es que vamos a enfocar nuestra atención: el menoscabo sufrido por la opinión de los autores literarios respecto de su validez para referirse a una noción aceptable de la realidad. En lo referente a esta ineptitud, llama la atención el consenso generalizado, observable no sólo entre las masas, sus dirigentes y los diferentes especialistas sí autorizados por la cultura para formular juicios sobre las partes de la realidad que les competen, sino también entre sectores muy amplios de los mismos escritores, en lo contemporáneo. Es raro encontrar una coincidencia de opiniones sobre algo particular entre conjuntos tan diversos en nuestro tiempo, lo que no deja de ser definitivamente sospechoso, pero más extraño aún, incluso paradojal, es que sectores muy amplios de los mismos afectados acepten como artículo de fe que su cometido no es referirse a algo real —o reputado como tal— sino a crear una suerte de mundo paralelo, imaginario, no real, capaz de convivir con aquel asumido como cabalmente existente.

Por otra parte, veremos que en la historia de Occidente no siempre las cosas fueron del mismo tenor, aunque tampoco podemos hablar de “una decadencia moderna de la credibilidad literaria”, ya que en la historia de la cultura occidental se alternaron épocas de credibilidad en los autores con etapas en que sus demarcaciones de lo real se tornaron decididamente inaceptables. Sin entregarnos a una reivindicación de tipo historicista —“si antes fue aceptado, mañana otra vez lo será, porque así sucedió varias veces en el pasado”— sí podemos suponer que existe una posibilidad de que en un futuro exista un consenso de tipo opuesto al presente respecto de la misma cuestión. Para ello, partimos de una base que, si bien no intenta demostrar sus argumentos por el absurdo, podrá parecerle extraña a quien lee. Ella es que, en sus alusiones a la realidad, la literatura moderna nunca ha afirmado que sus visiones de ésta fueran objetivas ni totalizadoras, sino por el contrario, subjetivas y relativas en grado extremo, en ocasiones especializadas y muy seguidamente, generalistas. Como en el juicio respecto de lo real, creemos que lo único que puede cambiar es el juicio del observador —quien sostiene el consenso— por lo que una variación del consenso es lo fundamental en este posible proceso de legitimación, de mucha mayor importancia para el proceso en cuestión que una variación de lo que opinen los autores respecto de sí mismos en relación al problema planteado.

El Destino explicado a los niños

Si nos remontamos al origen griego de nuestra cultura observamos que el papel inicial del autor literario, fundamentalmente el poeta en esas épocas, contemplaba el ejercicio de una didáctica que posteriormente abandonaría y retomaría varias veces durante el desarrollo de los géneros literarios y los cambios de rol de sus autores dentro de la comunidad. Al hablar de una didáctica estamos resaltando que el autor explicaba la realidad y que su explicación de ésta era aceptada oficialmente: las fórmulas mágicas, las plegarias, los cánticos que hablaban de héroes y del trabajo, pertenecían a la comunidad que las empleaba abundante y cotidianamente, sin que existiera el autor individual, con nombre propio. No sólo aquel arte literario primitivo era propiedad de la comunidad, sino que además sus nociones de realidad eran en un todo idénticas a las sustentadas por la fuerza religiosa y política de la época, un aval nada despreciable si entendemos que esa imagen del mundo era la única disponible y obligatoria, pues conformaba el consenso general de la cultura respecto de una realidad compartida por los hombres y los dioses. En este mundo remoto, el papel del poeta anónimo era el de propalador de esa unívoca visión del mundo, y no nos estamos refiriendo a un periodo breve de la humanidad, sino a uno de los más extensos, de algunos millares de años de duración. En la etapa evocada no existía contradicción alguna entre lo expuesto por el autor y la comunidad, ninguna alteridad deslizaba su sombra inquietante entre lo expuesto por el autor y lo creído por la masa: es más, lo expuesto por el autor refrendaba aun más lo sostenido por el poder político, económico, social y religioso, que hallaba consenso masivo sin reservas. El poder no estaba exactamente en manos de individuos, sino distribuido entre clanes, grupos de individuos atentos al bien y la protección común contra otros clanes. El autor anónimo era artífice, con su didáctica respecto de la relación entre los dioses y los hombres, del quinto pilar de la sociedad de clanes, el cultural. Veremos que, con variaciones y cambios de rumbo parciales, este rol de quinto pilar se sostuvo durante el desarrollo de los géneros y por largo tiempo sin conflictos mayores, en tanto y en cuanto el autor continuara de acuerdo con la imago mundi sostenida —con fines bien claros— por los poderes sociales.

La voz armoniosa del poder

La primera variación de este confortable statu quo del autor la encontramos al irrumpir en el mundo griego primitivo la llamada edad heroica, aunque estuvo lejos de ser traumática: simplemente, fue un reacomodo de las relaciones de fuerzas e intereses a fin de que las cosas siguieran siendo semejantes, aunque no del todo iguales.

Pasamos de un mundo normado por lo anónimo, lo religioso y lo colectivo a una etapa más dinámica, signada por lo reconocible, lo profano y lo particular. El poder en el mundo griego está ahora en manos de los reyes aqueos que, a partir del siglo XII defenestran el sistema de clanes anterior y ponen las bases de monarquías individualistas y autoritarias, donde ladrones y piratas se adueñan de la conducción de la sociedad y se erigen en la única ley y modelo. Los autores cambian a un género profano, donde el papel principal como regentes de los destinos no son ya los dioses, sino las cualidades individuales de los hombres. El valor, la fuerza, la astucia son abundantemente cantados y ensalzados, en un todo de acuerdo, una vez más, con el cambio operado en la sociedad por los antiguos piratas y ladrones devenidos reyes. El autor, por su parte, que seguirá de acuerdo con la nueva imago mundi, también sufre un cambio: adquiere nombre, se individualiza, deja de pertenecer a lo colectivo, pero asimismo pierde su condición de propagador de un didáctica y una noción de realidad global para especializarse en un segmento de lo real, lo social. Su papel será el de ensalzar la gloria guerrera de los “héroes” en el poder, como después cantará la gloria deportiva de los atletas, tanto en Grecia como en Roma: de responder a la pregunta de ¿qué es la realidad? en el ciclo anterior pasará a una tarea propagandística —pagada con bienes, pero también con protección y prestigio— que lo asimila a una condición de vasallaje, común a todos los que se encontraban por debajo del señor protofeudal, aunque bien especializada. Es imposible confundirlo con la baja servidumbre, dado que entre otras cosas el bardo tiene un nombre y en ocasiones un nombre famoso, inclusive el empleo de sus servicios es disputado entre los señores, mas se constituye en otra posesión del amo, del mismo modo que los músicos de su corte. Si pensamos que muchos siglos después Franz Haydn debía usar todavía librea para presentarse ante sus empleadores para que le encargaran sonatas y sinfonías enteras se ve que el origen de esta servidumbre del arte y la literatura resulta muy remoto y no menos consistente, aunque con altibajos, a lo largo de la historia.

Como vemos, ni en un ciclo ni en el otro hasta ahora hay huellas de lo que llamaríamos una noción de realidad propia, característica del autor literario. Funciona en la primera etapa como “voz de la tribu”, repitiendo lo que todos ya conocen, creen y entienden, mientras que en la edad heroica cambia al rol de propagandista de aquello que todos —lo quieran o no y éste no es el punto menos importante— deben conocer, creer y entender, pero no hay asomo alguno de una elaboración personal, aunque en la edad heroica ya existe, al menos, una persona individualizable, en un desarrollo tendiente a lo que reconocemos hoy como un autor literario. Es ya un avance importante en relación con lo anterior, a la etapa de los clanes, aunque no suficiente. Por otra parte, vemos que su capacidad de referencia a la realidad ya ha quedado recortada, reducida a una escala social, del mismo modo que la imagen del mundo de toda la comunidad a la que pertenecía. El punto de referencia no es ya la realidad en su conjunto, explicada por el canto coral, las plegarias colectivas, las creencias de la comunidad explicitadas en la didáctica del autor, sino el poder del príncipe, centro y sinécdoque de la comunidad, su modelo y mejor expresión y la única autoridad respecto de lo que es cierto y lo que no lo es.

Otra vuelta de tuerca: los autores bajo las “democracias” griegas

Grecia sería nuevamente el ámbito del cambio, no sólo para la sociedad y su imagen del mundo, sino también para el estatus del autor. Con la llegada de sus particulares “democracias” —aunque sólo veinte por ciento de la población disfrutaba de la condición de ciudadanía— el tiempo de las monarquías absolutas e individuales se llamó a su fin para ser reemplazado por algo más asimilable a nuestra noción de oligarquía —el gobierno de unos pocos—, aunque completamente diferente a todo lo anterior.

En la polis, donde esos pocos ciudadanos decidían el destino de todos, los asuntos de los particulares, su relación con la ciudad y con otras ciudades-Estado, los choques de intereses sectoriales y las eternas cuestiones referidas al destino común e individual, la identidad y el sentido mismo de la existencia no dejaban de generar conflictos a todas las escalas posibles, desde lo económico hasta lo social, desde lo existencial a lo cultural y desde lo político hasta lo religioso. La polis y su peculiar organización innovadora, donde aunque restringido ese privilegio a unos pocos, esos pocos debían formarse una idea más acabada del mundo para entender la materia de la que trataban, esto es, la existencia misma de la ciudad-Estado y de los individuos que la componían, particularmente, ellos mismos, era el ámbito más adecuado para que surgiera un primitivo pensamiento del sujeto como tal, libre —en la medida de libertad que su tiempo le daba— para plantearse cuestiones y avizorar conflictos de interpretación de lo real impensables para el miembro de los clanes y el súbdito de los reyes-piratas que los sucedieron. Por otra parte, esta relativa “libertad de interpretación” de la realidad le abrió la puerta también a preocupaciones que sus antecesores ni siquiera podían imaginar, conformes con la imago mundi que les brindaba, respectivamente, las creencias colectivas uniformemente acatadas y la más restringida idea heroica del universo social.

El rol del autor varió conforme varió la sociedad, aunque conservó en parte reminiscencias de las etapas anteriores, no como lastres, sino como bases sobre las que elaborar su nuevo papel en la polis. Individualizado y prestigiado como emergió de la edad anterior, optó por ser nuevamente “la voz de la tribu”, aunque de un modo distinto, pues se trataba de diferente tribu.

El autor se hizo cargo, aggiornando su papel, de la conflictiva imperante en la polis, esto es, le dio expresión a lo colectivo, generando como ejemplo muy acabado de este fenómeno un teatro donde hombres y dioses se encuentran en conflicto, desde luego, no abandonó la referencia a lo sobrenatural, pero asimismo fue convirtiendo en símbolo y referencia lo no-humano, a medida que se traslucía que lo que había sobre el escenario no competía tanto al Olimpo como a la Tierra. En este sentido, el autor del teatro griego recuperó lo colectivo, contribuyendo al logro de la necesaria e imprescindible catarsis —por bien conducida identificación del espectador— tras la exposición del conflicto, el agón. Y estamos hablando de fenómenos colectivos, con representaciones que podían durar hasta tres días, pero donde el autor conservaba su logro obtenido durante la edad heroica: la identidad, la individualidad, con el prestigio que ello acarraba en tanto sus habilidades alcanzaran a lograr esa ansiada catarsis en los espectadores. En un terreno apto para un acotado librepensamiento —todos conocían los márgenes que daba la polis para este procedimiento— el autor era ya capaz de expresar su punto de vista respecto de la realidad humana, la única vigente (en sus dimensiones sociales, psicológicas y metafísicas) para el interés colectivo. Se tratara del conflicto entre lealtades, como en la Antígona de Sófocles o de la crítica a las instituciones, como en Las nubes y en Las ranas de Aristófanes, principalmente en este último, la libertad del autor para referirse a la realidad de lo humano no tenía precedente alguno. Inclusive vemos en Aristófanes una libertad para apelar a lo sarcástico, lo procaz y hasta lo escatológico impensable en todas las etapas anteriores. La poesía griega del periodo, además de ensalzar a los atletas y a los poderosos —cosa que no dejó de hacer— abunda en textos epigramáticos, paródicos y crudamente referidos a la sexualidad, los conflictos políticos y sociales, que lugar alguno podrían haber ocupado en los períodos pasados.

Es en la polis griega donde el autor comienza a cobrar conciencia del poder y las capacidades de la inteligencia para producir bienes y valores simbólicos, para ejercer una propiedad intelectual sobre sus obras similar a la propiedad ejercida por los propietarios de las cosas concretas y, no menos importante, para comenzar a ejercer su derecho a elaborar nociones de la realidad que pueden o no ser compatibles con lo sustentado por los poderes sociales, económicos, políticos y religiosos. El quinto pilar de la sociedad había abierto finalmente los ojos, saliendo de su semisueño anterior.

El señor como escritor

Es obvio que estamos resumiendo mucho, refiriéndonos a extensos periodos de la historia cultural, caracterizados por su complejidad, por la diversidad de sus características, aunque en apoyo de nuestro obligado “reduccionismo” acuda el formato mismo del texto, expresado como artículo. No descontamos volver sobre el tema, en un futuro, bajo el formato más amplio de otro género escritural.

Siguiendo el hilo de nuestras afirmaciones, vemos ahora otro cambio sustancial en el estatus del escritor dentro de la sociedad romana, que hereda la cultura griega una vez que el helenismo toca a su fin. Tempranamente, en la república romana el papel del escritor como formador de opinión se acrecienta todavía más, habida cuenta de que teniendo ganados un nombre y un prestigio derivados de la influencia griega —cosa de la que no gozaban otras expresiones humanísticas, tal el caso de las bellas artes en general, consideradas casi como artesanías y cuyos autores eran ignorados por el desprecio generalizado hacia las actividades manuales— su papel en la res publica, el asunto público, crece a medida que el escritor se incorpora, por una parte, a la discusión directa de cuanto atañe al Estado romano, surgiendo el escritor político con actividad continuada en el foro y en el consejo de la república, al tiempo que comienza a perfilarse otro nuevo fenómeno, que llegará a su esplendor con el imperio. Se trata de la adopción de la actividad escritural por parte de los mismos dirigentes, lo que da cuenta del prestigio adquirido por la labor intelectual en el periodo. Aunque muchos de los señores pintaban, como lo harían después Nerón, Adriano, Marco Aurelio y Valentiniano, entre otros césares, las artes plásticas constituían un placer privado, además de una asignatura formal en la educación de las clases cultivadas. Muy por el contrario, la actividad literaria sí era motivo de exhibición, por el prestigio que traía consigo. El mismo Nerón, que relegaba sus pinturas a la privacidad de los salones palatinos, no perdía ocasión de declamar sus ditirambos y sus églogas en público, del mismo modo que los escritos de otros señores de menor rango circulaban —eran hechos circular gracias al poder de sus autores— cuanto más se podía; eran obras escritas para ser insertadas en lo público, tal su destino prefijado, por el prestigio que devengaban a sus autores. Si examinamos el retrato romano que ha llegado a nuestros días veremos que los señores gustaban de ser retratados en compañía de la esposa —la matrona romana, exhibida como indicio de la familia formada, pues la condición de soltero inferiorizaba—, las armas, señal del cumplimiento de los deberes bélicos del domine, y asimismo, que éste suele mostrar en la mano derecha el stilos o el calamus, los instrumentos de escritura de aquel tiempo, y en la mano izquierda la tablilla encerada o el palimpsestus, el soporte material de la escritura. Podemos darnos una idea de la importancia que el domine daba a su tarea como escritor viendo en su retrato cómo exhibía los símbolos de su trabajo intelectual junto a su esposa y sus armas. Todavía en tiempos de la república, tenemos un ejemplo aún más revelador: es el mismo Julio César quien se revela como un extraordinario escritor, brindándonos en su Bello Gallico —traducido como Comentario de la Guerra de las Galias— algo que trasciende notoriamente la crónica militar o el simple diario del conquistador: el César describe esa porción de Europa sometida a las armas romanas recorriendo sus características geográficas y las características sociales, económicas, culturales, religiosas y políticas de los diferentes pueblos que la habitaban, reflexionando sobre cada particularidad con una hondura y una capacidad de análisis envidiable, no sólo para la época. La imago mundi de los hombres de su tiempo, respecto de las Galias, se formó gracias al Bello Gallico con un alcance mucho mayor que el que podría haber brindado el cronicón militar, porque el César no sólo espiraba a ser reconocido como un extraordinario jefe castrense y un político singularísimo —engendraría nada más y nada menos que la siguiente etapa del desarrollo romano, el imperio— sino también como escritor dotado de estilo, una palabra que luego adquirió una connotación mucho más amplia pero que proviene del nombre del mismo punzón aguzado que se empleaba para escribir sobre las tablillas enceradas. “Alguien que tiene su estilo propio” es alguien educado pero además capaz de diferenciarse por sus propias características del conjunto; alguien dotado del genio literario, en aquel origen de la expresión, y el genio literario —y su reconocimiento público— era parte fundamental de la vida en la urbs romana, donde la influencia de las plumas y los stylos estaba a la orden del día.

De la urbs romana a la Europa rural: ¿un “retroceso a la edad heroica”?

El ingreso de las ideologías orientales al mundo occidental —que hasta entonces, entre otras características de alcance mucho mayor, exhibía el rango alcanzado por el estatus del escritor dentro de la sociedad— contribuyó a la ruina del Imperio Romano en no menor medida que la devastación ocasionada por las invasiones bárbaras. La adopción del cristianismo como religión estatal, con sus avances y retrocesos hasta su instauración final y definitiva, significó el deterioro de la condición del autor literario al extinguirse el universo social que le daba sentido. Mientras en el mundo imperial los disentimientos con el poder eran tolerados en tanto no lesionaran públicamente los fundamentos mismos del poder —el reconocimiento del emperador como eje religioso, político y económico de todo el imperio, una individualidad reinante sin embargo sujeta al devenir de la opinión pública, operante sobre las caídas y subidas al trono de los césares en grado no menor a las asonadas militares— con la instauración del cristianismo, en auxilio ideológico de la concepción de un poder omnímodo, centralizado, organizado para el control de lo público y también de lo privado, todo cuestionamiento realizado en torno a la noción de realidad desde lo particular —partiendo de las concepciones más avanzadas del viejo paganismo, que había tolerado inclusive la puesta en duda del poder de los dioses sobre los hombres— era inadmisible por cuanto, como poder reciente, la nueva asociación entre Estado y creencia religiosa debía ratificar su poder de un modo absoluto, so pena de ser relativizada y, por lo mismo, reducida paulatinamente a la misma condición de noción de mundo sectorizada que poseían las demás imago mundi en la etapa imperial anterior. El cambio sustancial, que afectó tanto la vida privada como la pública, vino aparejado con la división del imperio en dos: la mitad oriental, luego el imperio bizantino, próspera, ciudadana y pujante, y la mitad occidental, arruinada, rural y retrógrada. Éstos son los orígenes de la Alta Edad Media, cuando la religión del Estado vino a ocupar todo el conjunto de los imaginarios públicos y privados; con la disolución del Estado, convertido en parcelamientos del poder, encarnado en los señores feudales que sostenían la religión cristiana y, asimismo, su derecho a detentar desde lo particular un discernimiento absoluto respecto de lo real y lo que no lo era, basado en la fuerza y la propiedad de la tierra, el rango de lo autoral sufrió una dicotomía perdurable. Por una parte, con la ruina de la antigua urbs romana la noción de realidad se tornó absoluta, primero supeditada a las discusiones doctrinarias que animaron la consolidación del imaginario cristiano hasta que éste se tornó consistente y adoptó su forma definitiva y respondedora de modo totalizador de la antigua pregunta respecto de la realidad. La realidad polifacética, tal cual podían interpretarla —y cuestionar sus principios fundamentales, el desarrollo de cada discurso y las conclusiones finales— los autores anteriores, fue suprimida y reemplazada por una noción de realidad no solamente consensuada por la masa y sus dirigentes políticos, sociales, religiosos y económicos, sino también obligatoria, sin márgenes de discusión, un aspecto nuevo —al menos, con tales alcances— para Occidente. Privados de toda posibilidad de discusión —porque la discusión implica obligadamente una relativización de las argumentaciones factibles— los autores literarios fueron paulatinamente adoptando dos posiciones posibles. Mientras que un sector se allanaba a la nueva noción de realidad, labrada por el cristianismo, convirtiéndose en sus propagandizadores, la otra facción se deslizó a una actividad afín a la ejercida en la antigua edad heroica, celebrando los hechos y la fama de los nuevos campeones sociales, de origen no menos bárbaro y espurio que los príncipes aqueos de la Antigüedad: anteriores ladrones, asesinos y piratas que se convertían a la religión cristiana y adaptaban la organización de sus feudos y reinos al modelo desdibujado del imperio, a fin de consolidar doctrinariamente su toma del poder. Paralelamente a esta consolidación, precisaban del autor degradado a propagandizador para ratificar en lo público lo que habían conseguido —como los antiguos aqueos— a fuerza de armas, traiciones, estrategia y astucia. El acatamiento de la imago mundi cristiana hacía el resto, no menos ayudada por sus propios propagandizadores autorales.

Las diferencias entre esta etapa y la evocada, la correspondiente a la edad heroica, no pueden ser más evidentes, pese a la aparente similitud entre el papel de propagandista del autor profano medieval. Es que en esta etapa encontramos una dicotomía inexistente en la edad heroica: por una parte, ya en la plena Edad Media, superada la Alta, consolidado el statu quo de príncipes, iglesia y autores, Occidente parece marchar en una sola dirección: las masas de campesinos y sus dirigentes políticos, militares, sociales y religiosos, con el apoyo obligado de los propagandizadores autorales, lucen aparentemente encaminados hacia una misma ruta, convencidos de una sola imagen del mundo. Mas no era monolítico el conjunto, pues eran demasiados elementos los que, con sus propios intereses, actuaban en su seno. En principio, el poder secular de los príncipes terminaría aspirando a supeditar a su influencia temporal el poder religioso, en tanto que el poder religioso tendería a conservar todo lo posible su dominio tanto sobre las conciencias como sobre el espacio más terrenal, fundamento concreto del poder. La iglesia incorporaría un poder temporal, dotándose de ejércitos, en tanto que el poder principesco adoptaría transformaciones que lo llevaran a poder disputarle a la iglesia el dominio de las conciencias, creando paulatinamente una noción de Estado secular, obligadamente colegiado en sus inicios, que restara poder al modelo eclesiástico centralizado en una cabeza —al menos, nominalmente— representada por el príncipe de la cristiandad, el obispo de Roma, que gozaba —goza todavía, actualmente— de un privilegio de origen divino: el de la infalibilidad. Esto es, lo señalado por el papa como lo real es lo real. A tal punto esta detentación de la unívoca noción de realidad es importante para el imaginario cristiano oficial, que de las 99 tesis esgrimidas por la Reforma luterana fue la única no admitida, aunque ello conllevara el cisma del cristianismo.

En esta extensa pugna de mil años entre el poder secular y el religioso, el papel del autor sufre un retroceso notorio en cuanto a prestigio y capacidad de generar nociones de realidad que le sean propias, supeditado como queda a un rol de propagandizador de ambas ideologías; aunque también encontramos un tercer grupo, conformado por una fracción de los autores de obras profanas, que conservarán la tradición más popular de las leyendas y fábulas sincréticas, emanadas de la cruza entre las creencias paganas y las cristianas, menos empapadas de las certidumbres proclamadas por las clases dirigentes. Aunque vueltos a sumir en el anonimato —en tanto que los propagandizadores del poder secular y el eclesiástico conservaron mayoritariamente sus nombres e identidades— estos rapsodas, bardos y juglares encontraron en su actividad marginal un espacio más adecuado, en aquella Europa rural, para darle forma medieval a la rica crítica de costumbres, la epigramática y la licencia expresiva heredada desde los tiempos de Aristófanes. Es en este espacio y no en el del escritor de monasterio o el poeta de corte donde el autor conserva su capacidad de expresar su imagen del mundo, muchas veces en discordancia con los dos libretos oficiales, inclusive apelando a la grosería, lo obsceno, lo sarcástico, lo sangrientamente crítico, lo crudamente sexual, a punto tal que tanto señores feudales como eclesiásticos se vieron obligados, periódicamente, a intentar prohibir esas manifestaciones fuera de norma, tomando en cuenta que era precisamente la chusma de aldea su principal espectador y que ello podría acarrear serias consecuencias: no que lograra quitarle al establishment medieval el predominio sobre las conciencias que detentaba, algo impensable, sino apenas poner en duda esa misma detentación. Asistimos aquí, en la plena Edad Media, al primer atisbo del autor como subversivo, como opositor —aunque en ciernes— al establishment, algo inaudito e impensable en las etapas anteriores, donde no hacía más que ratificarlo en sus sucesivas transformaciones, contribuyendo a su afirmación y maduración doctrinaria. Este desplazamiento del autor desde su rol de pilar cultural de la sociedad —característico de las etapas anteriores de su desarrollo— hacia el nicho de lo marginal y opuesto al orden social imperante —por otro lado, rasgo peculiar sólo de una fracción de lo literario en un tiempo y espacio dados— no puede ser tomado como un espacio fundante, puesto que veremos que se extinguirá en la etapa posterior, donde el rol del autor adquirirá otras características. No será hasta mucho después que retomará el autor un papel de opositor al poder y el orden social, aunque definitivamente diferente, por causas y dinámica de su desarrollo, al señalado como fenómeno inaudito antes, en la plena Edad Media.

El escritor renacentista y la expansión de la opinión literaria durante la Edad Moderna

Una nueva trasformación se operaría en Occidente, al final de la baja Edad Media, afectando la imagen del mundo de un modo singular y trastocando todos los papeles, inclusive el del autor literario. El advenimiento progresivo de un nuevo orden, establecido por el Renacimiento y desarrollado por la Edad Moderna, se centraría en el surgimiento como factor de poder de la burguesía, que modificaría para siempre el statu quo pretendidamente eterno de la Edad Media. En ese contexto de cambio progresivo el autor literario fue ocupando como pudo los nichos y espacios dentro de lo social a medida que le fue posible acceder a ellos, abandonando las tres diversas posiciones que le era posible adoptar en la etapa anterior: la de propagandista eclesiástico, la de propagandista de los príncipes y la de contradictor marginal, buscando establecerse en un rol que no sólo hiciera posible su supervivencia como ente pensante de la sociedad, sino también aquel que garantizara para su cometido esencial, aún no reducido a la elaboración exclusiva de ficción, la creación de bienes simbólicos de valor social —lo que ya implica de suyo una visión particular de la realidad— un sentido de existencia nuevo, que superara la condición anterior.

Dentro de la elaboración de la imago mundi del Renacimiento el papel del autor volvería a cobrar nuevos bríos, no sólo porque el nuevo espectro de lo supuesto como real por la burguesía incipiente necesitara de numerosos colaboradores, sino también porque —pese a que ya comenzaba a germinar la diversificación de la actividad literaria, tendiente a una posterior especialización— todavía se daba el rol del autor como polígrafo, capaz de desempeñarse probadamente en diferentes géneros. Del mismo modo que el artista plástico de la época necesitaba ser dibujante, pintor, escultor, decorador y muchas veces arquitecto e ingeniero, el escritor renacentista condensaba en su pluma la capacidad de ser historiador, poeta, filósofo, cronista, autor de libelos, protonaturalista y, también, autor de ficción narrativa, más o menos encubierta detrás de los nombrados y de otros disfraces humanísticos. Ello implicaba una capacidad generalista, desde luego, que le permitiera describir la realidad —la realidad nueva del universo burgués en proceso de creación, también gracias a la pluma de los autores— con unas amplitudes de abarcamiento que superaban en mucho a las capacidades esgrimidas en el periodo anterior. En un proceso que necesitaba ingentemente de propulsores dotados de la capacidad de explicar una visión del mundo nueva, se abrió para el autor literario, todavía generalista, una vasta oportunidad de ejercer los poderes de la pluma, como no la había tenido desde los tiempos de la democracia griega y su posterior injerto cultural en el universo romano, tanto durante la etapa republicana como bajo el imperio.

Sin embargo, como había sucedido en otras etapas anteriores, el autor se supeditó a los designios del nuevo poder, la burguesía en ascenso, aceptando los principios que ésta postuló para la descripción de “lo real”. A diferencia de lo impulsado por los poderes anteriores —que asignando un espacio de credibilidad a lo sobrenatural dejaban una ventana abierta a la virtualidad de la ficción, aunque perdida en aquella ambigüedad, capaz de ser admitida como posible— la burguesía ejercerá un control todavía más estrecho de la noción de realidad, basándose en lo comprobable a través de la experiencia reiterada, génesis primera de la verdad experimental luego ampliamente desarrollada por la ciencia.

La creación del universo burgués

La noción burguesa de la realidad es primeramente una noción mecanicista del universo. La “creación divina” heredada del mundo medieval era para el pensamiento burgués el mundo natural más crudo, muy parecido a un mecanismo de relojería, donde los aparentes fenómenos consistían en efectos que encubrían unas causas que no sólo se podían descubrir sino que además era necesario descubrir; un lucro posible acechaba detrás de esos “secretos”. Si alguien dominaba los secretos de la hidráulica, por ejemplo, se enriquecería con base en ese saber negado a la competencia. El pensamiento nuevo transformaba la divina creación anterior en una cosa general, a su vez hecha de innumerables cosas particulares, unas conocidas y otras desconocidas, pero estas últimas siempre podían pasar a la categoría primera gracias a la industria humana. Este modelo de universo reificado es la base del universo burgués: una blasfemia para la época en que surgió y una cuestión de fe con posterioridad a su plena imposición, desde luego que no menos obligatoria que la anterior.

Estos burgueses “progresistas” de la época, además, por sus profesiones, conocían mucho más del mundo, sus límites reales, su extensión y sus posibilidades que el resto de los mortales. Ellos tenían en sus manos el comercio, la navegación necesaria para importar y exportar, conocían muy bien los resortes de la política tanto interior como exterior de Europa, porque necesitaban de ese conocimiento político para manejar la economía que habían globalizado. Eran conscientes de su poder y lo ejercían, aunque acatando un sensato pragmatismo en cuanto a sus delicadas relaciones con los otros poderes de la época: el Estado monárquico y la iglesia. En “tareas de superficie”, sus relaciones sociales que los ponían en contacto con representantes de los otros poderes no burgueses, acataban las premisas y simulaban creer las mismas cosas que el resto de la sociedad; podemos hablar de una conveniente “etiqueta ideológica” adoptada por este sector para su salvaguardia y la de sus intereses económicos, pero no dudamos de que en la intimidad de su gabinete, mientras planificaba sus estrategias comerciales y políticas, el burgués del siglo XVI en adelante se consideraría muy superior a sus contemporáneos y dotado él solo y sus pares de una adecuada comprensión de “lo real”. Para el triunfante burgués posterior, contemporáneo del racionalismo, la escala de su ubicación se extiende desde lo espacial a lo temporal: él vive en el siglo XVIII, dentro de lo real, y quienes no accedieron a su ideología lo hacen en otro tiempo y lugar. Pero tanto el burgués incipiente del siglo XVI como su descendiente, el del siglo XVIII, comprendieron que el privilegio de vivir de acuerdo con las nociones más adelantadas de una época y por ende, exactamente en la época, reportaba una ventaja inigualable para sostenerse en el poder dentro de ella, con base en la ignorancia del resto, al hábil empleo de sus nociones de mundo e ideologías, que los hacen absolutamente predecibles en cuanto a pensamiento y posterior conducta.

Frente a esta novedosa y potente nueva descripción de la realidad, las posibilidades de lo que podemos denominar un subsegmento de la sociedad, la de los autores literarios, para generar una noción de la realidad con base en una comprensión de lo real diferente del rumbo que iba tomando el consenso social, retroceden porque su capacidad de establecer interpretaciones de lo “real” no solamente estaban menos desarrolladas que en la posteridad, sino también porque no podía arrogarse un papel para ello, como sí lo había hecho durante la antigüedad grecorromana. El humanismo renacentista había rescatado parcialmente las premisas de la edad clásica —la ubicación del hombre como centro del universo era la más importante de todas— pero no había devuelto al escritor el sitio correspondiente al de interpretador de la realidad, crítico de la res publica y formador de las corrientes de opinión que recorrían el corpus social, sino que lo había ubicado en un rol ambiguo, en su rol de polígrafo, como comentador de una noción de realidad elaborada desde un tronco común, el universo mecanicista que había suplantado al orden divino medieval según las premisas elaboradas por la burguesía en ascenso. Que en esta etapa de Occidente el autor literario hubiese sido capaz de crear una opción a la noción de realidad promulgada por la burguesía es a todas luces algo descabellado.

Sin embargo, con el advenimiento de la Edad Moderna otro fenómeno cultural tendría lugar, contribuyendo, por una parte, a potenciar las capacidades de lo estrictamente literario para forjar su propia —aunque, como veremos, muy abigarrada y diversa— noción de la realidad, al tiempo que iniciaba su lento pero inexorable movimiento hacia una pérdida de credibilidad. No diremos que se trató de una pérdida de credibilidad masiva, porque hasta entonces —salvo en la etapa de la sociedad de clanes y en el ejemplo marginal de la Edad Media— el autor no se dirige a las masas, sino que tiene por interlocutor a las minorías ilustradas; diremos que cuando se produjo una difusión masiva, tras la creación de la imprenta y la educación de las masas, la credibilidad en la opinión de los escritores como capaz de referirse a lo real ya hacía tiempo que había sido descartada por el consenso social. Y aún más: que esas mismas masas, cuando fueron educadas universalmente por una necesidad económica de la burguesía, también fueron educadas en el descreimiento respecto de la validez de la opinión literaria para referirse a lo real.

La ficcionalización de la ficción

Con la Edad Moderna se produce un nuevo fenómeno que afectará radicalmente a la literatura y a la posición del escritor como creador de nociones de la realidad. Se trata de la especialización marcada de la escritura literaria, que se divide —o termina de dividirse, en palabras más justas, porque el proceso comienza a desarrollarse mucho antes— en géneros bien diferenciados, a la vez que se consolidan otros, desprendidos de subcategorías de los ya diferenciados.

La poesía y la narrativa eran caminos diferentes desde siglos atrás, pero su identificación como formas de la ficción alcanza su consenso en la época. Ya veremos cómo afectó esto a ambos géneros. Respecto de los consolidados como formas propias, las crónicas generales se dividen en textos históricos, textos protoperiodísticos y en los antecedentes del ensayo, que con los escritos del barón de Montaigne consolidarán lo que hoy conocemos bajo ese nombre genérico.

La noción burguesa de la realidad hizo que se juzgara como referentes a lo “real” a aquellos géneros literarios donde una descripción y una especulación respecto de lo reseñado se asimilara más a lo estipulado por sus normas, asimilables cada vez más a la comprobación reiterada o al testimonio demostrable. En este sentido, aquellos géneros que no gozaban de estas características comenzaron a ser vistos como fabulosos, como producto de la imaginación no utilitaria. Esto es, cuando lo deductivo y lo supuesto, además de ser no comprobables, no poseían un fin práctico, la conclusión era que se trataba de una obra de mera imaginación, una ficción, y como tal, sólo podría servir a modo de entretenimiento de los sentidos, como esparcimiento individual para el lector. Ello implicaba una degradación del género, implícita, en tiempos en que la finalidad práctica era la norma. Así, entrada la Edad Moderna, la poesía que conllevara una enseñanza moral era entendida como más referida a lo real que aquella que simplemente expresara una lírica, del mismo modo que una novela como Robinson Crusoe —que incluye páginas y páginas que demuestran cómo un individuo resuelto y dotado de conocimientos prácticos puede salvar su vida en circunstancias adversas— era entendida como referente a lo real, en tanto que otras obras del mismo género pero carentes de finalidad práctica, como el Ivanhoe, aunque basadas en raíces históricas, era ubicadas en lo que llamaríamos “la ficción pura”, el objeto de entretenimiento. Esto no implica que el lector burgués no estimara que, al tratarse de obras cuya función fuera el entretenimiento, no tuvieran por ello, asimismo, una función práctica, pues en su escala de valores el esparcimiento es también una actividad necesaria; nos referimos a que reduciendo la condición de ciertos géneros literarios a esa función práctica, la de entretener, el consenso estaba restándole a estas obras toda capacidad de articular un discurso respecto de la realidad, capacidad de la que sí gozaban en épocas anteriores. La novela y la poesía, a partir de la primacía de la noción burguesa de la realidad, dejan de tener un sentido de revelación de las complejas facetas de la realidad para convertirse en meras ficciones, acotadas al espacio de lo sorprendente, lo entretenido, lo lúdico, útiles para que la mente descanse —como en los sueños— de las fatigas, los trabajos y las preocupaciones cotidianas, mas bajo ningún concepto pueden ser tomadas ya como referidas a parcelas consistentes de la realidad, una labor reservada a otros géneros especializados en ello, particularmente los tratados científicos, los técnicos y, todavía, los filosóficos, que pese a su sospechosa condición de humanísticos, conservan una cierta credibilidad.

El espacio de lo digresivo, lo aparentemente insustancial, lo incomprobable fuera de la órbita de la mente del autor comenzó a ser reducido a su jaula actual, mientras que aquello demostrable creció en prestigio, inclusive en géneros donde anteriormente estaba indiferenciado de lo que comenzó a ser entendido como ficción. Un claro ejemplo de ello fue el género nuevo, el ensayo, que en la versión de Montaigne sí tiene un espacio para lo digresivo, en tanto que en su evolución posterior deberá seguir paulatinamente cada vez más los sucesivos pasos de la hipótesis, la tesis, la antítesis y la demostración para ser cabalmente entendido como parte del género. La misma expresión “digresión” incorporará una acepción despectiva a sus definiciones posibles, de la que carecía antes. Asimismo, paradójicamente, en lo más contemporáneo, se da el oxímoron de la publicación cotidiana de ensayos avant la léttre, escritos respecto de obras entendidas como netas ficciones.

La contraofensiva de la literatura: ¿una réplica condenada al fracaso?

¿En las condiciones antes explicitadas es posible defender la capacidad de referirse continuamente a lo real, por parte de la literatura, lo que implica que los autores literarios están hablando de lo real todo el tiempo? A primera vista, la respuesta es no, y parece ser reforzada por la misma creencia en ello por parte de los autores. Ellos no escapan a un mensaje que fue implícito en la educación de las masas, tras la invención de la imprenta de tipos movibles, cuando el desarrollo de Occidente ya no necesitó del peón y el obrero analfabetos en la misma proporción, sino que descubrió que para tareas cada vez más especializadas, necesitaba de una fuerza de trabajo dotada de una mediana cultura. Fue entonces cuando se produjo el acceso a la lectura —y por ente también a la escritura, transformando obviamente la capacidad de pensar de millones de personas— pero se resguardó a esas mismas masas de desviarse de la idea utilitarista del mundo, empleando un nuevo medio de propaganda, surgido de una subdivisión de lo literario: el medio masivo, la información, el periodismo —primero escrito y luego, conforme el avance de la tecnología, dotado de otros medios todavía más eficaces para su múltiple tarea como informador, educador, propagandista y adoctrinador.

El mensaje respecto del papel de los escritores como formadores de opinión, volcado dentro del contexto de la educación de las masas, fue naturalmente que alguien consagrado a escribir ficción no puede —ni debe— referirse a lo real, no sólo porque no es ése su campo de acción sino porque, definitivamente, no está preparado para ello, es incapaz de realizar esa tarea. La conformación progresiva de lo que llamamos “cultura de masas” incluyó destacadamente este mensaje, dejando fuera de toda posibilidad de evaluación de lo real al autor de ficción, hasta lograr el consenso actual.

Por su parte el autor de ficción también se convenció de lo mismo, pues, aunque el medio social le asigna una actividad ubicada fuera de las del resto de la humanidad, extremadamente diferenciada, vive dentro del mismo contexto y recibe desde temprano el mismo tipo de educación que reciben las masas. Convencido de su segregación, lo que hizo el autor de ficción fue crear un universo creído paralelo, virtual, una macrodiégesis conformada por el conjunto de las diégesis elaboradas por cada obra de ficción, una suerte de cuarta dimensión de lo contemporáneo. Pero, ¿es esta macrodiégesis algo tan separado del mundo contemporáneo, de sus reales problemas y enigmas, y de los más oscuros interrogantes del hombre, a los que, por otra parte, la cultura de masas no puede responder?

La respuesta a esta pregunta sería negativa si entendemos que nada surge de la nada, que la base de toda ficción es la realidad, única fuente de información de la conciencia y si agregamos que el autor de ficción vive inmerso como todo ser humano en los problemas del mundo individual, grupal y social, mucho más tiempo del que pasa escribiendo ficción. Que está atravesado el autor por la información constante que —deformada y sujeta su interpretación por los mass-media a intereses identificables— también atraviesa al conjunto de sus semejantes que no son autores de ficción.

La respuesta a esta pregunta también sería negativa si entendemos cuál es la diferencia interpretativa tras la recepción de la avalancha de información que reciben, por igual, los autores de ficción y las personas que no lo son. Mientras el hombre medio tiende a formar su opinión con base en lo que recibe ya digerido e interpretado por los mass-media, aceptándolo o rechazándolo, el autor de ficción tiene —por su mismo oficio escritural— una tendencia a ubicarse por fuera del hecho y la narración de éste; percibe a la historia real que le están mostrando desde la página del periódico, la pantalla de la TV o la de la computadora, como un hecho separado de la interpretación facilitada por el medio por el cual la historia llega hasta él; al formular un juicio de valor sobre lo que está leyendo o viendo y escuchando tenderá a realizarlo con base en lo que ya conoce y puede combinar diferentes conocimientos —necesarios para su trabajo— que le aporten distintos y contradictorios puntos de vista sobre el mismo hecho. No estamos aquí hablando sólo de una diferente formación cultural —en el sentido de datos disponibles— en relación con la formación del hombre medio, sino también de diferentes mecanismos y destrezas de la conciencia para evaluar lo real.

La literatura ficcional no sólo cobró vida propia y estableció su propia noción de realidad, diferenciada de lo admitido como real por el universo burgués, sino que no abandonó nunca las raíces que la unen con la interpretación de lo real, ya que, en definitiva, una obra de ficción es una forma de ver lo real; es en su conjunto un reflejo de lo real que no quiere ser una mera representación, sino ella misma una interpretación diferente, del mismo modo que la pintura de un objeto resulta ser diferente de la fotografía del mismo objeto y ambas, a su vez, diferentes del objeto mismo.

Concluiríamos entonces que, del mismo modo que el consenso social de otros momentos de la historia autorizó y hasta buscó la participación del escritor en la evaluación de lo real, en lo contemporáneo un cambio del consenso imperante podría devolverle al autor su derecho a opinar sobre lo real. Se trata de un derecho de la inteligencia —de un tipo especializado de la inteligencia— que, pese a su cercenamiento actual, debería ser justamente reclamado y puesto en acción. Mas ¿cómo podría realizarse el “milagro”?

Un proyecto “descabellado”: la acción parlamentarista

Si observamos los organismos de opinión de que nos dota la democracia vemos que ofrecen una escala en relación directa con su capacidad de influenciar sobre el entorno social. Se trata de colectivos que pueden tener una incidencia interna o externa. Los organismos de incidencia interna se ocupan de agrupar a los miembros de ese colectivo y ofrecerse como el campo de discusión y debate de las cuestiones que atañen exclusivamente a sus miembros. En el caso de los escritores, se plasma en las asociaciones, academias, cenáculos, etcétera, cuyo menguado accionar nace y muere en el mismo ámbito. Se trata de una acción centrípeta.

Empero, si se trata de obtener una incidencia más amplia, a escala del campo social en su conjunto, el formato está representado por  organismos mucho mayores, de acción centrífuga, que emana de un sector social, una corporación o un segmento corporativo que defiende sus intereses gravitando sobre la opinión pública de un modo mucho más directo. Ello incluye a los partidos políticos, donde se fija una posición generalista y definiciones particularistas, referentes a diferentes aspectos de la realidad social.

En tren de modificar el consenso social respecto de las capacidades de los autores literarios para no sólo opinar sobre la realidad, sino también modificarla —en paridad con lo que está admitido que hagan otros colectivos— defendiendo los derechos de la inteligencia a colaborar con el rumbo comunitario, lo adecuado sería conformar  un partido político que representara estas propuestas y defendiera estos derechos, independiente de las otras fuerzas de opinión que actúan, de pleno derecho, en el campo político.

Hasta el momento, los escritores que han intentado e intentan influir sobre la realidad se han visto reducidos a servir de “compañeros de ruta” de las fuerzas políticas, sean ellas de izquierdas o de derechas, lo que implica no reconocer la existencia de intereses y derechos propios del colectivo de escritores y ser llevados a emplear sus aptitudes y capacidad de influencia sobre la opinión pública en provecho de otros intereses, que desde luego se han beneficiado todo lo que les fue posible esas capacidades.

Un buen ejemplo de lo antedicho fue, a mitad del siglo XX, lo exigido por Jean-Paul Sartre cuando postuló su célebre teoría del “compromiso del intelectual con la época”, entendiendo que el autor debía participar de los movimientos sociales y las reivindicaciones sectoriales no sólo a través de su pluma, sino también en un plano fuera de lo meramente escritural. De ese modo, Sartre entregó la fuerza de opinión y elaboración  de lo real de los intelectuales y creadores a intereses expuestos como mucho mayores y perentorios que los que podíamos defender —desde esa óptica— como propios. La utilización de las izquierdas de esta propuesta sartreana hace ocioso otro comentario. Desde el otro extremo, son innumerables los ejemplos de los autores que, en contextos diferentes, prestaron sus capacidades y su prestigio a administraciones de derechas, tal el caso de André Malraux, como ministro y consejero del gaullismo que oprimió a una Argelia todavía colonial hasta que fue forzosa su liberación, o, en la historia reciente, al estadounidense Tom Wolfe refrendando desde su republicanismo a ultranza —y en contra de la misma realidad— a las nefastas dos gestiones presidenciales de George W. Bush.

Sabemos que lo propuesto en los párrafos anteriores provocará una sonrisa de desdén del lector, si es que adhiere a uno u otro extremo, pero también conocemos que basará su descarte de la posibilidad de conformar un bloque parlamentario que represente a los derechos de la inteligencia ante la sociedad en dos puntos principales, que vamos a refutar por erróneos. Uno de ellos será que los escritores no representamos a un sector ni siquiera mediano de la sociedad, en tanto que los partidos políticos que dicen representar a la clase trabajadora y a los diferentes sectores de la mediana y alta burguesía tienen detrás de ellos a millones de individuos. Dejando de lado la discusión de si efectivamente esos partidos políticos representan cabalmente los intereses que dicen representar y si en realidad no representan los intereses de corporaciones que dirigen la opinión de esos mismos sectores, podemos responder que las minorías también tenemos derecho a ser representadas en el salón parlamentario, donde se deciden las cuestiones que hacen a los destinos de cada uno de nuestros países y que, por otra parte, unas sencillas operaciones aritméticas, basadas en las cantidades de obras que se publican, podrían demostrar que el colectivo de escritores no deja de ser una minoría que puede refrendar con su número el acceso a una representación parlamentaria, la mejor forma de expresar la defensa de nuestros derechos por una vía, sí, definitivamente real. Tomando en cuenta el número de obras publicadas cada año, debemos sumarle a éste el número de las que no alcanzan las prensas, incluyendo a todos aquellos autores que participan de talleres literarios, agrupaciones de escritores, work-shops universitarios y demás. Un cálculo poco optimista daría, holgadamente, un 0,5% de la población, entre escritores consagrados, conocidos, de la generación intermedia, principiantes, aspirantes a serlo, etcétera. Para tomar el caso sólo de los tres países más poblados de América Latina, ello daría un número de 1 millón en Brasil, 600 mil en México y 200 mil en Argentina. Si nuestro contradictor indagara un poco en la legislación de estos países comprobaría que se necesita menos que esos votantes para darle un escaño parlamentario a un candidato o un cargo como concejal.

El segundo argumento que podría esgrimir nuestro interesado contradictor sería que se trata de algo inaudito, demasiado novedoso, no antes puesto en práctica al menos en Occidente. Independientemente de que la condición de no antes puesto en práctica hubiese impedido, según su criterio, la irrupción en la historia del derecho romano, la Revolución Francesa y la máquina de escribir, entre otros elementos, podríamos advertirle que, desde hace muchos años, en el parlamento francés —en un país de gobierno presidencialista— existe un bloque psicoanalítico, mientras que en Suiza —país parlamentarista— existe un bloque que representa a los ecologistas, los “diputados verdes”, como los denominan sus colegas del recinto y la prensa europea. Se trata de minorías, es cierto.

¿Parece tan descabellado proponer que los escritores volvamos a tener peso propio en el consenso social, empleando los instrumentos de opinión de nuestra época?

La respuesta —como siempre— la tiene el lector. ®

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Publicado en: Agosto 2010, Ensayo

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