La obra del desierto

Sonora pálida,
tu viento es metafísico,
es el cielo y la tierra,
desnuda el horizonte
y no se distingue
entre la luz y el espectro

Desierto de Sonora. Fotografía: La Voz del Pitic, 88.1 FM.

Sonora,
imaginada,
irreal.
Los espíritus habitan
los cuerpos, los dirigen.
Pero el ímpetu, ánima, canta,
se escabulle, se contiene.
El silencio se desvanece
entre las manos.
La amada,
que nació en un sepulcro,
vive su tibia vida
en otras tierras.
Ayer
llamé al bebé
de la inconsciencia
y despertó gimiendo
chispas de acero
inconmovibles,
luces cuyo calor
se pierde en los sentidos.
La res está en llamas,
arde en los hogares.
En las celebraciones
tomé el micrófono
y contagié la sala
con el quinteto inglés.
Radiohead
revolcándose en su isla.
Un travesti,
dos homosexuales
y unos amigos
en la misma mesa:
cuentas separadas.

Sonora,
el sonido de los grillos
al cerrar los ojos.
Al abrirlos,
nada.
Un creyente sin iglesia
rezó por mí con suspicacia
y no dormí por años.
Él hace justicia
con su propio espíritu.
Para descansar,
un franciscano
me impuso
sus manos blancas.

En Sonora,
en el desierto,
un sonido,
cualquiera,
delata
la posición de los intrusos.
Un amigo mostró la imagen
de una casa de madera
entre los árboles.
Años más tarde,
en su quietud de bosque,
Heidegger se asomó por la ventana,
casi la misma casa,
casi regresaron los dioses.
Nunca se lo dije a mi amigo.
Él ni siquiera sabe
que es mi amigo.
La doctora de Vanderbilt:
la llamé,
le hablé
y me acarició la mejilla.
Me consoló
y después me quiso reprobar.
Enfurecí y tiré unas gotas grises.
Después, cité su obra.
En Sonora se asciende,
pero no más
se podrá regresar.
Llegué a la cima
del monte preeminente
y oré.
La mañana era clara
y al descender
desayuné sin el sol,
en penumbras.
Soy el primero
en hallar el diamante que,
pulido e intacto,
destella la escasa policromía,
ya nula,
de mi imagen.
Crucé el Rubicón
y los cuervos
picaban mis ojos
mientras yo,
desinhibido,
me icé
en medio del fuego,
al sitio supralunar
donde habita
la conciencia de Dios,
y ahí
permanecí inmóvil, vigilante.
Su silencio,
el Señor,
me templó.
Sonora pálida,
tu viento es metafísico,
es el cielo y la tierra,
desnuda el horizonte
y no se distingue
entre la luz y el espectro,
hélice detenida,
soy el reflejo de Dios,
y mis carnes, sin hambre.

A unos pasos del jardín escolar
los nazis caminan,
me estrechan,
me abrazan,
cierran su puño
contra mi corazón.
Me ahogan,
quieren obstruir
la tráquea,
llegan hasta el sur,
Sonora,
y el terror es un relámpago
contemplado
por el pudor
de la corteza cerebral
autómata,
donde el espíritu,
sin ojos,
se aleja y perdura.
El terror es hielo seco,
nada lo conmueve,
nada lo altera.
Y la mirada fija,
sin temblar,
vive su supervivencia.
Crucé el Rubicón,
Vizcaíno,
y ellos lo cruzaron,
sigilosos, terribles,
muerdevacas,
Sonora,
en la sala del entendimiento.

Una parada en Arizona,
de hermandad secreta:
un individuo
derrapó su bicicleta
a unos centímetros
de mis talones,
hey, how you doing?,
enmudecí expectante
mas mi organismo fue estable,
cráneo mesocéfalo,
psique lúcida,
piso un suelo seguro,
persona non grata.

Unas hembras acostadas,
vertederos de gracia,
con mis manos festivas
se consumó la estancia,
son mis músculos tiesos
enhebrados con calma.
Un sastre de bondad,
vecino de las habitaciones
hacinadas —el resguardo que tuve—,
enmendó mi pantalón
sin cobro alguno,
un anciano angélico,
Sonora, la lívida,
el desierto es pequeño
en la choza sellada,
todo callado
y después el impacto,
no se engaña, se advierte,
perdición de las almas,
voluntad que se fuga,
aparece la idea,
sábana limpia, extendida,
es el Ser, algo mudo,
que aguarda, escarda.

Vi la luna tan grande,
tan clara
encimarse en las casas,
Robin Guthrie, escocés,
la templa, la llama,
peregrinaje inhóspito, recio,
cognoscente azorado,
el saber, su ánfora,
sus pies, las entrañas,
Popol Vuh, de Alemania,
teje regiones milenarias,
donde la voz se subsume
en las notas electrónicas
de la caja de música
eólica, áspera, franca.

No se puede decir:
ya todo pasó,
esto ya son escombros,
en la paz interior
no tiene semillas
el pasado, perdido.
El motor del presente
es el ojo observante,
es el día un anuncio
de la noche que entra,
el pasado es el enigma
de un árbol dormido.
Si se lucha de frente
el presente se escapa,
vive lejos de casa,
es su casa la antorcha
que vigila tinieblas,
repetido milagro,
se dijo,
el pasado no oculta
si se adhiere al consciente
paso ríspido, el alba,
donde un eco
grandioso, perfecto,
se asoma,
mi viñeta no miente:
es, ahora, el insomnio,
o, mortal, la sombra. ®

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Publicado en: Poesía

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