Lejos del neorrealismo que abrazó al comienzo, algo decantó a Fellini por la individualidad de su propio mundo interno, harto de tener que contar moralejas posrevolucionarias, olvidándose de la militancia, de la causa social, de la búsqueda dogmática de una Italia sobreviviente bajo las cenizas de la guerra.
Que Marcello Mastroianni es Guido, el actor en su personificación perfecta, ideal, tanto como el personaje atrapado entre la realidad y la posibilidad de las fantasías, ya es una cosa notable. Nadie duda ahora de que Guido es Federico Fellini mismo, deslumbrado y vencido ante la expectativa de un octavo filme (sin contar sus dos cortos). Vaya solución de maestro: hacer un cine del proceso de hacer cine en sí mismo, del proceso de hacer ese octavo filme.
Ahora podría abandonar su aspecto regordete (que siempre le mortificó) y tomar la vida del playboy perfecto Mastroianni como un títere de sus propias añoranzas del pasado, a la Italia campesina de sonsonetes regionales recitada como una poesía anhelante del ayer, decidida a encontrar en el pasado un antídoto para enfrentar el terrible futuro; en el pueblo remoto, alejado de la modernidad de la urbe.
La infancia solitaria gritando por el padre, temerosa del gesto de los curas presionándole los labios a la túnica, listos para reprender su deseo de tomar a una gorda en el escenario, delante de todos, o de adentrarse en las partes más oscuras de su mente. Al monstruo con tentáculos en que se convierte Giulietta (no mal entiendan, él amaba a la Masina, sólo que se sentía vivo ante la posibilidad de volar lejos de sus tentáculos a través del cine), su ruina recurrente, pero también la mujer de su vida, la que hizo posible que siguiera soñando.
Así divaga de una imagen, de una escena de su pasado a otra, impedido de pensar que tiene que entregar una película para seguir el “sueño”, pues ahora mismo esa necesidad imperiosa de la industria por tener algo de él le hace querer no darles nada, simplemente no puede. De repente llega el plazo final.
El productor exigente y desesperado por seguir presionando ese delicioso cerebro contra la necesidad que tiene de explotarlo, de exprimirlo al máximo. A Federico jamás le agradó esa tendencia del capitalismo que acabó con Pier Paolo, esa según la cual el ser humano se convierte en un objeto manipulable por las necesidades de otros. Guido Anselmi, el director, debe saber que está en este juego, con esas obtusas reglas. Durante mucho tiempo es consecuente, todo alrededor nos dice que es el bont vivant en espera de un rasgo de iluminación (de Claudia, sí, de la hermosa Claudia) que le permita seguir con su espectacular y envidiada existencia.
Son los sueños que le asaltan, se salen de su cabeza, danzan con él, y él permanece huyendo de la necesidad (no de él, jamás de él) de explicarle a todos por qué la inspiración no es una puta a la que pueda dedear a placer para extraerle suspiros que sabe que no son sinceros. Jamás completará el octavo. Está ofuscado, bloqueo creativo. Muerte cerebral, dirían algunos. Todos quieren algo de él, y él sólo quiere estar lejos de todo, ante sus sueños, ante Claudia.
Quiere ser el domador de ese harén de beldades que le observa con promesas de una gozosa lujuria. Quiere sacar el látigo, montarlas a todas y escapar de la idea que ya está en su “exitosa” vida soñada. Escupe en el sueño que es la promesa de esa modernidad y sofisticación, como el Steiner de su Dulce vida, arrepentido de tener todo, a costa de sí mismo. Simplemente ese brillo de la diamantina, y la promesa del progreso, no es suficiente para mantenerlo despierto.
Así divaga de una imagen, de una escena de su pasado a otra, impedido de pensar que tiene que entregar una película para seguir el “sueño”, pues ahora mismo esa necesidad imperiosa de la industria por tener algo de él le hace querer no darles nada, simplemente no puede. De repente llega el plazo final.
Guido no tiene una mierda. No sabe cómo eludir las abiertas amenazas de su demonio particular, su productor, cada vez más furioso y amenazante. Sólo puede ser testigo de la degeneración que le rodea, que ya no forma parte de él. Ahora ni siquiera la Cardinale apareciéndose con su graciosa apariencia de musa podrá decirle algo que evite su fuga definitiva.
Ella es tan esquiva e inaprehensible… por algo él no tiene un ardite.
Guido se oculta del mundo, aun cuando su demonio particular quiere ir bajo la mesa a patearle su descolorido trasero en castigo por arruinar su inversión millonaria. Sólo hay una solución, es imposible terminar el octavo filme. Guido Anselmi prefiere el silencio a esa realidad putrefacta.
Fellini y los sueños
Lejos del neorrealismo que abrazó al comienzo, algo decantó a Fellini por la individualidad de su propio mundo interno, harto de tener que contar moralejas posrevolucionarias, olvidándose de la militancia, de la causa social, de la búsqueda dogmática de una Italia sobreviviente bajo las cenizas de la guerra. Cuando Marcello acudió a bailar en la fuente, intentando escapar a la Dulce vida, algo se fue para siempre con él.
La realidad no era sitio ya para aquel poeta onírico de las imágenes que luchaba por salir a la superficie. Fellini hizo ese octavo filme sobre cómo es imposible hacer un octavo filme, paradójicamente una de las películas más impactantes de su filmografía. La poesía de quien recrea el arte, del arte mismo, un manifiesto intransferible a otro medio.
Porque sólo éste puede mostrar con esa líquida itinerancia de la cámara —de situaciones, escenas, anhelos, poesía y auténtico genio creativo— el trayecto de Anselmi directo a la puerta de salida. La historia de Dante Alighieri yendo a su infierno no es nada nuevo en la larga historia del arte, pero lo que Fellini es una pregunta vital a la posmodernidad que el autor veía apoderándose de los ideales clásicos de su querida Italia: ¿Vale la vida preciosa que promete la modernidad el concebir una sociedad de muertos vivientes?
¿Era mejor rendirse a la ensoñación de lo posible o esperar ver directo a la cara al engendro en la playa de La dolce vita?
Porque para Fellini era mejor recordar a los payasos marchando hasta el final, como Federico hubiera escogido irse, en efecto. Una sonora risa detrás de él, no las lágrimas de una vida atrozmente aburrida que él llenó con su poesía de bellos rostros y aberrantes monstruos.
Parece alguien lo suficientemente valeroso como para confesarse delante de todos nosotros. Luego de que has visto 8 1/2(1963) has visto un poco del alma de Federico. Has notado en la escena de los baños por qué una transición tan monótona en otros tenía que ser un dechado de perfección para él, siguiendo siempre a sus rostros que interrogan con su gesto nuestros más sórdidos recovecos internos. Has notado que como director Fellini era un director de orquesta, con un montaje y ritmo musicales.
“Toda la confusión de mi vida … ha sido un reflejo de mi ser. De mi ser como es, no como hubiera querido ser”, dice Guido en 8 1/2.
Has notado que, como orador, hay veces que es mejor cerrar la bocaza. Federico abre su ser a quien tiene la paciencia de sentarse y mirarlo, ante nosotros la respuesta a por qué para millones no puede haber un octavo. Ahora, a la gran distancia, sabemos que el octavo de Federico Fellini fue su revelación más grandiosa.
“¿Pero luego, si es que hay algo tan claro y con derecho a vivir en este mundo? Para él la película incorrecta es sólo un asunto de dinero. Pero para ti, a este punto, puede ser el fin. Mejor retirarse y sembrar la tierra con sal, como los antigüos hicieron, para purificar los campos de batalla. Al final, lo que necesitamos es algo de higiene, algo de limpieza, desinfección. Somos molestados por imágenes, por palabras y sonidos que no tienen derecho a existir, que van y viven y terminan siendo nada. Si algún artista en verdad respeta ese calificativo no debe preguntar nada, excepto este simple acto de fe: aprender a callar”. El escritor, a Guido, en 8 1/2. ®