La autora ingresó primero a la Universidad de Guadalajara con la intención de estudiar Historia, pero salió de ahí poco convencida de la solvencia de sus profesores. Después ingresó a la llamada Universidad Católica de Guadalajara —UNIVA—, lo que resultó en una experiencia desastrosa. Ésta es la carta que dirigió entonces a sus publirrelacionistas.
Como muchos han notado en mis posts tanto de Facebook como de Twitter, tuve una pésima experiencia en la Universidad Católica (UNIVA) de Guadalajara. Hablé tanto y tan mal de ellos en la red social del pajarito que uno de sus bots terminó dándome follow. Aproveché la ocasión para decirles que los odiaba, y su community manager, paciente como debe ser, preguntó el porqué. Intenté explicarle brevemente, pero en tan pocos caracteres es imposible, así que sugirió que les escribiera un inbox en su “fan page” al respecto. Así lo hice, pero primero les aclaré dos cosas: 1) Ya me habían preguntado los motivos de mi salida y no hicieron un carajo al respecto; 2) sería un texto extenso y para nada amable, por lo que les pregunté si de verdad querían leer lo que tenía que decir. Accedieron, y éste fue el resultado.
Estudié tres semestres de Historia en la Universidad de Guadalajara (UdeG), y tras un largo proceso de pensamiento muy doloroso decidí que la historia me gustaba demasiado como para seguir ahí. Algo similar a la frase “Si amas algo, déjalo ir…” Sentía que ahí estaban quitándome mi pasión más grande, y no podía permitirlo, así que con todo el dolor de mi corazón le dije adiós al CUCSH [Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades]. Estuve perdida un par de semanas pensando qué haría de mi vida esta vez, hasta que mi hermano sugirió que me fijara en lo que hacía durante mis tiempos libres. Las respuestas fueron cuatro: leer, dormir, navegar en internet y hacer ejercicio. La primera opción había sido ya agotada, y la segunda difícilmente podía llevar la palabra “opción”, así que, en vista de que fui anoréxica, bulímica, de que hacía ejercicio para cuidarme y contaba todas y cada una de las calorías que consumía en el día, además de que mis obsesiones respecto al peso y la comida eran inconmensurables, me decidí por la Licenciatura en Nutrición. Entré pues a ver la oferta académica de la UdeG pensando que jamás regresaría a ella, pues en ese entonces creía que no podía pasarme nada peor. Estaba equivocada: no contaba con la astucia de la UNIVA y su delicado “chingaquedito” (con perdón de la expresión). Encontré Ingeniería en alimentos, pero considerando que soy un asco para las matemáticas, se me ocurrió que quizá Nutrición era una buena opción. Luego recordé que la UNIVA, aparte de quedar cerca de mi casa, era reconocida por su alto nivel en esa carrera. Vi las opciones que me ofrecían, fui al campus para pedir información y ahí me trataron maravillosamente, como si yo fuera la alumna pródiga, vaya. Estaba desesperada, así que acepté entrar con ustedes con todo y que la idea de su campamento de convivencia me pareció en extremo ridícula: ¿obligatorio convivir con tus compañeros? Siento yo que la palabra “obligatorio” ya no tiene cabida en una Universidad, siendo que idealmente estás haciendo lo que te gusta, ¿cierto? Comencé a despotricar al respecto, pero varias personas me dijeron “¿Qué puedes esperar?, es la Universidad Católica”, y tenían razón. Hice el examen de admisión, y cuando me enteré de que lo había aprobado recibí un mensaje personalizado dándome la bienvenida. ¡Enhorabuena! Ya tenía universidad de nuevo.
Estudié tres semestres de Historia en la Universidad de Guadalajara (UdeG), y tras un largo proceso de pensamiento muy doloroso decidí que la historia me gustaba demasiado como para seguir ahí. Algo similar a la frase “Si amas algo, déjalo ir…” Sentía que ahí estaban quitándome mi pasión más grande, y no podía permitirlo.
Viví relajada unas cuantas semanas con esa seguridad. Finalmente, llegó el primer día de escuela, y con él todas las malas espinas y señales que no quise ver al instante. Nos hicieron una ceremonia de acogida, y a mi parecer, mencionaron demasiado a Dios y el hecho de que aunque son “católicos, también son tolerantes”. Primera grandísima mentira. A continuación nos enviaron a un salón por el que fueron desfilando algunas de las maestras que nos darían clases, las coordinadoras y demás. Entre ellas estaba Silvia Dorantes Cuéllar (si mal no recuerdo sus apellidos), quien se tomó la pequeña libertad de dejarnos una tarea para la clase que tendríamos con ella el lunes próximo. Sugirió también que compráramos un libro (que costaba mil pesos), pero que, según ella, no era necesario adquirir. Segunda enorme mentira. Terminaron las charlas mareadoras de lo fabulosa que era la UNIVA como universidad, familia y demás falacias. Llegué a mi casa un tanto confundida, pensando todo lo malo: que me había equivocado de nuevo, que era una tonta, etcétera. Clausuré mentalmente el tema durante el fin de semana y esperé que el primer día de clases (ya en forma) me sorprendiera. Así fue, pero de mala manera. Mi primera lección fue de Química, con la “maestra” Rosa —algo— Ordaz. Desde el apellido igual al del expresidente me dio mala vibra. Claro que ésos son asuntos míos que debía dejar a un lado, y créanme: lo intenté. En cuanto tomé asiento tuve la peor de las regresiones a la primaria: estaba frente a mí una señora de mal carácter que, por estar en un nivel de educación más alto que el nuestro se sentía con la libertad de ponerse miles de títulos y vanagloriarse como si el mismísimo León Portilla estuviese dándoles una conferencia a unos estudiantes idiotas que no tenían la más mínima idea de lo que hablaba. ¿Quiso la “maestra Rosy” —como debíamos llamarla— conocer a sus nuevos alumnos? ¡Por supuesto que no! ¿Quiso saber si nos gustaba la química? ¡Claro! ¿Para qué? Pues para “agarrarnos idea” eventualmente. Lástima que fui de las pocas que expresó el miedo por la asignatura. Pensé que no podía ponerse peor. Cómo no. Tuve después clases de Microbiología y parasitología con Sandra Fabiola algo, quien entre broma y en serio dijo “Tendrán el honor, sí, el honor de llevar muchas clases conmigo”. Habría entendido el chiste si no me hubieran lanzado ya tantos mensajes que decían “Somos retrógradas y te haremos la vida de cuadritos”, por lo tanto, lejos de reírme, aguanté el llanto. Nos mostró unos videos asquerosísimos y, mientras las imágenes desfilaban ante mis ojos, más pensaba: “En efecto, me equivoqué”.
Después tuvimos un tontísimo recreo de media hora en el que podíamos comer o ir al baño. Y digo tontísimo porque ¡no es posible que en la licenciatura todos los alumnos tengan un recreo a la misma hora! Pero eso no es lo peor, ¡no! Las maestras habían dejado ya en claro que durante sus fabulosas clases no podíamos abandonar el aula para comer/tomar/agua/ir al baño/contestar el cellular… Con respecto a esto último, sólo podíamos hacerlo en caso de emergencia, porque claro, uno sabe cuando la llamada entrante es urgente. Peor que en la primaria. Ahí no termina todo… ¡si apenas voy empezando!
Debido a que miles de estudiantes se morían de hambre y —no exagero tanto— de peritonitis, ir a los baños o a la cafetería se convirtió en un víacrucis, pues todos querían hacer lo mismo al mismo tiempo —pues cómo no, si sus políticas infantiles y retrógradas no le permiten a un alumno de licenciatura salir de clase si se le pega la gana. ¿No se supone que eran tolerantes? ¿Dónde quedaron la armonía y el respeto que profesan ustedes, católicos? ¡Aplastada! Por supuesto, y no me extraña, siendo que esa religión ha sido el cáncer del mundo. Y perdón si ofendo, diría que no es la idea, pero probablemente, muy dentro de mí, sí lo es, porque ya me ofendieron mucho ustedes haciéndome sentir peor que basura.
¿No se supone que eran tolerantes? ¿Dónde quedaron la armonía y el respeto que profesan ustedes, católicos? ¡Aplastada! Por supuesto, y no me extraña, siendo que esa religión ha sido el cáncer del mundo.
Como iba relatando: luego del terrible e ilustrativo recreo donde me sentí más alejada que identificada con mis compañeros pretenciosos y presumidos, volvimos al salón (de nuevo, como si fuera primaria) para tener clase con la mujer que, hasta ahora, tiene el récord de haberse ganado mi desprecio con más rapidez: Silvia Dorantes Cuéllar. Anatomía. Según ella, era muy amable, pero como cuchillito de palo estuvo insistiendo en que debíamos comprar el libro de mil pesos, aunque, eso sí, seguía siendo una sugerencia. Ajá. Hizo que nos presentáramos, pero claramente se veía que le importaba un bledo de dónde veníamos o hacia dónde íbamos. Nos despachó cuanto antes, no sin antes dejarnos tareas ridículas, entre ellas la de imprimir el programa de su clase, el cual previamente nos enviaría por correo. Finalmente llegó la clase de computación. El maestro me cayó en gracia… al principio —me parece que su nombre es Arturo. Sin embargo, conforme pasaron los días me di cuenta de que él era de los peores. “Ten cuidado con aquellos maestros que se las dan de buena onda, son los que terminan siendo más traicioneros”, fue lo que mejor aprendí con ustedes. Fuera de la impresión que me dio ver cómo la mayoría de mis compañeros no tenía la más mínima idea de cómo usar un ordenador, y que su ortografía era dolorosamente mala, hablaré de la clase: aburrida, tediosa, larga, innecesaria. Tampoco nos dejaba ir al baño aun cuando el aula era un jodido refrigerador, ¡nos estábamos helando en pleno mayo! ¿Le bajó al aire? No. Qué sorpresa, en la UNIVA no quieren cuidar la salud de sus alumnos. No me extrañó ya. Al haber tenido un día tan, pero tan espantoso, llegué llorando a mi casa. En cuanto puse un pie fuera de su colorido campus las lágrimas no se hicieron esperar. Quizá sea irrelevante relatar clase por clase, el caso fue que los días siguientes resultaron para mí el peor de los castigos. Estuve a punto de creer en su Dios sólo para pensar que el infierno existía, y que estaba ahí mismo: en Nutrición.
Posteriormente tuve un enfrentamiento con Silvia (quien, como los demás maestros, detestaba que le hablara de tú), porque no imprimí su mentado plan de estudios. “¿para qué?”, le pregunté, “si ya lo tenemos en línea. Nada más es un conjunto de reglas y cosas que tenemos qué hacer. Me parece un desperdicio de papel”. Como buena maestra que no está acostumbrada —evidentemente— a que un alumno se le ponga al brinco, pintó su raya y me dijo que estaba siendo grosera, a lo que respondí ipso facto que la grosera era ella: ¿cómo se atrevía a hacernos gastar tantas hojas cuando una gran parte del bosque de La Primavera acababa de incendiarse? No quiso responder, y si hubiera podido mandarme a dirección seguramente lo habría hecho, pero desde ese día me miró con odio. Mi mamá me sugirió que no me metiera en esa clase de problemas, pues yo nunca había sido así. En verdad que su universidad sacó lo peor de mí: veneno, enojo, angustia, odio. Después de eso, cada clase con ella era una tortura: no me dejaba sentarme donde quería, sus métodos eran espantosamente aburridos, se limitaba a explicar lo que venía en el libro sugerido (y en internet, porque todo lo que decía yo ya lo había leído previamente, y no, no en Wikipedia; procuraba informarme decentemente), eso sin entrar en detalles sobre su voz plañidera y monótona. Veía yo a mis compañeros y me preguntaba cómo es que a ellos no les molestaba que les tomaran el pelo de esa forma. ¿A qué me refiero? A lo siguiente: pidió que compráramos un manual donde debíamos ir dos temas adelantados, es decir, con base en el libro sugerido era menester contestar los ejercicios antes de las lecciones. Tonto, ¿no? Fui a decirle que eso era ridículo, que cómo pretendía que respondiéramos su borroso manual (porque era de pésima calidad) si ni siquiera se había tomado la molestia de darnos una clase previa, y no conforme con eso con base en un libro que no todos teníamos. ¿Saben qué respondió? Que así era eso, y que si no me gustaba, pues lo sentía mucho. Le dije entonces en un tono ya grosero: “De ser así, Silvia, no sirve de nada que venga a tu clase y pague 24 mil pesos al cuatrimestre si yo puedo hacerme autodidacta con el libro de Tórtora”. “Sí, así me manejo yo. Con permiso”, me contestó. Y como si nada, me dejó hablando sola. Está de más explicar cómo pasé de llorar de coraje a temblar de rabia.
Si esto fuera poco, la clase con “la maestra” Rosy empezó a ponerse pesada. Claro que no los puedo culpar a ustedes de la enemistad que llevo con las ciencias exactas, pero uno espera que si ya va a llevar materias tan pesadas como la química, por lo menos le den a uno la ayuda que requiere… considerando la gran cantidad de dinero que se paga por un servicio. Bien, ella decía: “Muchachos, háganme las preguntas que necesiten”, y con esa confianza algunos empezaron a levantar tímidamente la mano y a hacerle cuestionamientos que para nosotros de verdad eran complicados. ¿Qué hacía ella? Se tocaba la sien con un dedo mientras que, echando chispas por los ojos, decía: “Sentido común, niños, sentido común”. Oh, ¿por qué a mí nadie nunca me dijo que era del saber popular cómo demonios se acomoda un electrón en su subnivel? Discúlpeme, “maestra” Rosy, por ser tan estúpida si mi cerebro no capta las maneras orientales de entender su materia. ¡Por todos los cielos! ¿No les haría sentir estúpidos e inútiles a ustedes si les dijeran eso? Pero no se detenía a repetir la lección, y si lo hacía, su enojada voz nos obligaba a quedarnos callados y tragarnos las demás dudas. Pues claro, a nadie le gusta que lo estén tratando como imbécil, ¿cierto? Luego llegaron las idas al laboratorio… ¡horrible lugar! A esas alturas ya sabía yo que no podía estar en un sitio más equivocado. Si creía que Rosa nos trataba como a un puñado de tontos, la encargada del lugar, Carolina (creo), se tomó la pequeña molestia de dejarnos a todos en evidencia luego de una lección de Microbiología donde vimos los aparatos del sitio. Si queríamos salir al recreo (ese ridiculísimo recreo), esta mujer nos hacía una pregunta relacionada con la nomenclatura y el funcionamiento de los aparatos del laboratorio, y si no la sabíamos contestar se enojaba peor que si le hubieran mentado su madre —cosa que me quedé con ganas de hacer, honestamente. Esto, por supuesto que sucedía ante la mirada expectante y asustada de los demás compañeros. Entiendo que es un tema peligroso, que podíamos volar en pedacitos si no comprendíamos el uso correcto de los aparatos, pero parece que ir a la UNIVA es más bien como entrar a una máquina del tiempo que te lleva directamente a la Edad Media o a los tiempos en que se pensaba que “la letra con sangre entra”. ¿Era en serio lo que estaba pasando? ¡Yo no podía creer que nos trataran como pendejos! (De nuevo me disculpo por la expresión.) Por otra parte, había una materia de relleno en la cual, supuestamente, se explotarían y comprenderían nuestras habilidades universitarias. Más equivocados no podían estar… Era con otra maestra (no recuerdo su nombre) que aparentaba ser buenísima onda, amigable, comprensiva… Repito: aparentaba. A la segunda clase sacó el cobre: era tendenciosa, enojona, burlona e incompetente. Creo que yo le caía bien porque era de las pocas que dijo tener un gusto por la lectura, pero de ahí en fuera se notaba a leguas que tenía preferidos: sobre todo entre los hombres. Era coqueta y corriente. Nefasta, para acabar pronto. Luego me enteré de que, al igual que Rosy y Silvia, reprobó a muchos por sus… ganas de volver a verlos en el siguiente cuatrimestre. Yo ya no podía más. Vivía temblando, llorando y de pleito con Silvia, quien nomás me veía y le cambiaba el semblante. Dejé de hacer tareas, y no porque no quisiera, sino porque en cada materia tenía que hacer tantas que no me alcanzaba la tarde. Salía normalmente a la una, y desde las dos me sentaba a hacer resúmenes tontos y dibujos infantiles. Daban las doce de la noche y todavía me faltaba la mitad del trabajo. Recuerdo que el jueves de la primera semana fue mi cumpleaños, en el cual terminé llorando porque detestaba mi vida y la decisión equivocada que había tomado, pero, sobre todo, odiaba profundamente a la UNIVA. Quise hacerme a la idea de que eran cosas mías, que las nubes negras de mis pensamientos me hacían mirarlo todo de manera retorcida y horrible, pero cuando intenté ver con claridad fue cuando supe que ya no podía seguir ahí. Por más que mi papá me desheredara, se enojara o me dejara de hablar, la UNIVA estaba matándome por dentro. Y sonará exagerado, pero creo que a estas alturas del texto ya queda más claro que el agua el infierno por el que me hicieron pasar. Aunque ya había tomado la decisión de largarme, seguía yendo, pues me daba miedo decirles otra vez a mis papás que abandonaría la universidad, así que la tortura continuó.
El rector murió, y era de esperarse que nos llevarían a misa y demás rituales católicos que, sobra decir, detesto. No obstante, hice de tripas corazón y fui. Cuando los maestros se enteraron de que debíamos asistir a la ceremonia tuvieron una junta en los pasillos para ponerse de acuerdo en cómo harían para que no nos fugáramos, así, como viles reos. Mientras tanto, mis compañeros se confabularon para fingir dolor y lástima por el deceso de la cabeza de la Universidad. Cuando regresaron los docents les dijeron que nos dejaran ir a misa, que lo sentían mucho, pero era obvio que su tirada era huir de la siguiente clase: informática, donde el maestro nos caía en la punta del hígado pues tenía una ridícula manera de seguir las reglas al pie de la letra, como si lo estuviesen grabando sus superiores. Como sea, fuimos casi de la mano de Silvia a la sala de conferencias, donde estuvo observando que ninguno escapara. Después, por alguna razón que no comprendo, nos sacó del lugar y dijo algo como “Ya hay mucha gente, se van a su próxima clase”… Bueno, el recuerdo es borroso, porque ya de plano cuando escuchaba hablar a esa mujer ponía en automático una barrera en mis oídos pues su simple voz me despertaba impulsos asesinos. Esperamos media hora a Arturo y nunca se apareció. Nos fuimos.
“Pues tus ideales, Adriana, no te van a llevar a ningún lado”. En ese momento estuve a punto de pararme, agarrar mis cosas y largarme al carajo. Incluso, a varios meses de distancia, el simple recuerdo de esa frase me eriza la piel. No me parece posible que una supuesta maestra de una supuesta universidad católica y llena de valores decrete que los ideales de una persona no la llevarán a ningún lugar.
Historias como ésta hubo muchas, y eso que sólo fueron tres semanas, pero como se los comenté a ustedes en el primer inbox, la que se suponía que era mi coordinadora me pidió que le contara por qué me iba. Cuando le hice un resumen de todo lo anterior, alegó que debía haber escuelas para todos, que ahí tenía a la Autónoma o a la Universidad Panamericana, donde son “todavía más estrictos”. Lo único que yo podía pensar era que en sus palabras quedaba en evidencia el conformismo mexicano. Siguió hablando y comentó algo acerca de que la UNIVA era así de estricta porque estaba pensada para alumnos un tanto descarrilados, y, claro, me vino a la mente el incidente del rector, donde fingieron dolor para sus propios intereses. Era como si la mujer viviera en una burbuja en la que pretendía que todos los egresados de esa universidad fueran una misma cosa: máquinas que repiten y hacen cosas automáticamente. Gente que cumple reglas en vez de innovar, porque ¡ah!, olvidé mencionar qué fue lo que me llevó a saber que de plano debía irme de ahí: tuve otro malentendido con Silvia, que ya no vale la pena relatar, en donde ella, tan campante, me dijo: “Pues tus ideales, Adriana, no te van a llevar a ningún lado”. En ese momento estuve a punto de pararme, agarrar mis cosas y largarme al carajo. Incluso, a varios meses de distancia, el simple recuerdo de esa frase me eriza la piel. No me parece posible que una supuesta maestra de una supuesta universidad católica y llena de valores decrete que los ideales de una persona no la llevarán a ningún lugar. Se puede explicar la problemática del país con esa señora, con sus “ideales” retorcidos. Era como si se estuviera vengando de que le hubieran impedido hacer algo en su vida o qué se yo. Juro que intento ver las cosas claras y decir “Bueno, sólo es Nutrición, no todas las carreras o incluso los cuatrimestres de esa licenciatura pueden ser tan malos”, pero no lo logro. ¿De verdad creen que arreando un ejército de alumnos-ovejas llevarán a México a ser un mejor país? Desde que abandoné su plantel me puse a pensar cómo hacerle para dar a conocer mi caso, para que se sepa que todavía hay lugares que se quedaron en la Colonia, lugares donde debes hablarle de usted a tu maestro no porque te cause respeto, sino porque te da miedo.
Ustedes confunden la admiración con la imposición y el pavor. Parecen que no entienden el significado de licenciatura, de alumno, de universidad. Me extraña que tenga tan buenos comentarios su carrera de Nutrición, pues en verdad es una… pff. Bueno, tampoco se trata de ser grosero, pero esto es, en resumen, lo que me pasó. Lamento los errores de dedo que pueda tener el texto, pero lo escribí, ahora sí que como se dice vulgarmente, de corazón.
[Esta carta dirigida a la UNIVA nunca tuvo respuesta] ®
Andrea Martínez
¡Cuanto lloriqueo junto! El problema obviamente no es la Universidad católica, es un problema de inmadurez e indisciplina. Señorita, el ser universitario requiere disciplina, más tratándose de una carrera del área de la salud. Quiero informarle que todos los libros de anatomía rondan ese precio, llámese Netter,Rouvière, Testut o el que se le ocurra, y que son fundamentales para cualquiera en dicha área. Ahora que si quiere que la traten como adulto, compórtese como tal, el proceso de enseñanza- aprendizaje en un medio superior debe ser ACTIVO, el estudiante es responsable de asistir a clase con conocimiento previo ¿Entiende la importancia de que le hayan entregado el programa? quizás debió matar un árbol, se habría enterado por lo menos de que es un proceso de peritonitis.
Ali
¡Dios! pero cómo sufrió esta criatura, estoy a punto de llorar. (Obvio, sarcasmo).
Luis Arturo Saavedra Rubio
Cuando menos el mío no es por encargo, lo que desacredito no es el contenido de la carta (al menos no del todo) sino su relevancia y su calidad formal para ser parte de una edición de la revista. Claro que no estaría dispuesto a soportar una escuela como aquella, pero si el texto de mi queja no tuviera el nivel mínimo de TvNotas no esperaría verla publicada en Replicante. En palabras de la autora, considero que esta entrada «en verdad es una… pff.» Saludos.
Tania
Nada justifica el maltrato a los estudiantes, ni la violencia de ningún tipo.
Simple y sencillamente: El texto es malísimo.
Yo no pongo en duda la veracidad de lo que plasma la autora en su texto, sólo considero que la manera en que lo hace es infantil, no tiene un argumento sólido, sólo es un conjunto de anécdotas mal relatadas, refleja demasida inmadurez y por la forma de redactar, sí le creo que la educación que ha recibido no es buena en ningún aspecto.
Y para la autora: Si crees que lo que sufriste fue maltrato, investiga cómo se forma un médico en éste país: sobre las guardias de 33 horas de trabajo por 14 de descanso (en teoría), de las guardias de castigo (que están prohibidas por ley, pero que a muchos nos tocaron), de la violencia verbal y psicológica que hay en un gremio altamente jerarquizado, del machismo y la discriminación, de cómo a muchos los médicos de base nos pegaron con una pinza en un quirófano, del porcentaje considerable de médicos mexicanos en formación que tienen síndrome de desgaste por las condiciones en las que trabajan, de cómo muchas veces médicos internos y residentes no duermen o no comen, porque hay mucho trabajo o porque simplemente el adscrito no se los permite, Y además, tener que estudiar, presentar exámenes, hacer presentaciones de power point ,leer artículos y saber que tienen todos y cada uno de los pacientes que hay en el piso de un hospital.
Una vez que investigues eso, platicamos sobre cómo tener media hora fija todos los días para comer e ir al baño es maltrato. Y de cómo tener que desvelarse estudiando en la carrera es maltrato.
Rogelio Villarreal
Estoy empezando a pensar que estos mensajes son por encargo. Me gustaría saber si tú, Regina, o los demás comentaristas estarían dispuestos a soportar las humillaciones y los malos tratos de profesoras y profesores ineptos y groseros en una universidad que cobra, y muy bien, por enseñar.
Regina Reyes
Francamente irrelevante el texto, no aporta ningún punto de vista interesante o novedoso, en verdad parece que se trata de los berrinches de una niña a la que la universidad que eligió antes no le llenó el ojo y tan tan, no más. Mejor abran una sección para que los lectores nos quejemos de los servicios y productos que no nos gustan y con esto cumplen con darle salida a este tipo de frivolidades. Aunque me pregunto si toca que Replicante las publique.
Hectór León Padilla
Deje de leer despues del argumento de el incendio del bosque de la primavera, me parece que esto es un largo berrinche de alguien a quien le gusta quejarse por el gusto de hacerlo.
Tania
Pueril. Este no es el tipo de textos a lo que estamos acostumbrados los lectores de Replicante.
Quizá después les envíe una carta quejándome del mal servicio que recibí en un restaurante caro y sobrevalorado y que no llenó mis expectativas y también la publiquen.
Luis Arturo Saavedra Rubio
Aunque comprendo el sentir de la autora, sus palabras no parecen más que vanos exabruptos de una estudiante medio fresa. No hay lógica argumentativa ni coherencia en la redacción. Considerando el nivel en que tengo esta publicación, el nivel de este texto me parece inverosímil.
Marco A. Ramírez
No dudo que la calidad educativa de las universidades sea deficiente, ¿pero por qué darle espacio a los berrinches de una niña extraviada? ¿dónde está el consejo editorial de la revista, que permitió publicar este exabrupto tan pueril? ¡más cuidado, señores de Replicante!.
José
Con todo respeto al leer este texto es más que evidente la juventud o mejor dicho la inexperiencia de la autora, poca elegancia al redactar y esa actitud tipica de un joven, quejarse por quejarse, sin embargo no puede decirse que en general su disgusto con la Universidad Catolica sea infundado y merece ser difundido hubiera sido preferente que la persona que asi lo hiciera escribiera mejor.
Durruty Jesús de Alba Martínez
En el ejemplo que menciona al Dr. Miguel León Portilla queda claro que la aspirante a historiadora nunca escuchó directamente la bonhomía con que don Miguel adereza sus charlas…