Podemos burlarnos de Jesucristo, de Mahoma y de los reyes de España ya que los creyentes y los partidarios de esa institución deben soportar las burlas que no son otra cosa que el ejercicio legítimo del derecho a la libertad de expresión, pero se prohíbe cuestionar el valor del arte moderno y que se tenga una opinión distinta de la oficial.
1. Descalificaciones
Las descalificaciones del público hacia el arte actual son respondidas por los sabios con serios escritos que, a poco que se analicen, se descubre que no son otra cosa que descalificaciones de las descalificaciones. Esa seriedad es más pose que postura justificada. La falta de razones de la que, denuncian, adolecen los ignorantes la sufren ellos mismos.
Una argumentación —y no razonamiento— que presentan los sabios, para hacer frente a las dudas sobre su verdad, es el recuerdo de que los artistas del siglo XIX que fueron apartados del salón oficial y sufrieron las burlas del público en el salón de los rechazados gozan, hoy en día, del reconocimiento general y que sus obras supusieron un cambio en la historia del arte del que hoy nos enorgullecemos.
Pero esa defensa, analizada cuidadosamente, resulta ser la exposición de una evidencia y no una razón, que es lo que cabría esperar de un sabio. La evidencia demuestra un caso pero no justifica éste ni los demás casos.
El desprecio de los ignorantes de aquel tiempo hacia la novedad artística es esgrimido por los sabios actuales para negar valor a las críticas de los que llaman ignorantes. Paremos el carro un momento y analicemos lo que ocurrió en aquel entonces, porque no fue un público de ignorantes el que rechazó aquellas obras, fueron pintores consagrados que, justificadamente, tanto si les gusta a nuestros sabios como si no, los que negaron la entrada de aquellas creaciones en un salón aduciendo, razonadamente, que no se ajustaban a los cánones académicos. Es decir, con independencia de que aquellas razones fueran o no suficientes, razones tenían.
A diferencia del jurado del siglo XIX, nuestros sabios carecen de razones y, con el ejemplo del pasado, hacen dos cosas inadmisibles en una argumentación lógica: la primera, descalificar a quienes se opusieron al nuevo arte para poder descalificar moralmente a todo aquel que critique la novedad en cualquier tiempo.
A pesar de todo, se vendieron algunas obras y no podemos saber cuál hubiera sido la reacción del público si esas obras hubieran entrado en el salón oficial. Si nuestra sociedad respeta la jerarquía —al menos ciertas jerarquías— es muy probable que, con la aprobación de la academia, las obras hubieran causado extrañeza antes que burla, la cual deriva del rechazo oficial, es decir, se había creado una justificación social para el desprecio.
A diferencia del jurado del siglo XIX, nuestros sabios carecen de razones y, con el ejemplo del pasado, hacen dos cosas inadmisibles en una argumentación lógica: la primera, descalificar a quienes se opusieron al nuevo arte para poder descalificar moralmente a todo aquel que critique la novedad en cualquier tiempo. Lo cual es una postura muy astuta pues se evitan, de esa forma, entrar en el fondo de la cuestión ya que el desprecio personal supone trasladar la discusión de una posición teórica a otra emocional, un terreno en el que tienen, gracias a esa astucia, más probabilidades de éxito. Si primero sustituyeron la razón por la evidencia, ahora la sustituyen por la descalificación personal.
Lo segundo que hacen los sabios, habiendo ocupado la posición de los académicos, es imponer su modo de pensar a la sociedad, y no niego que tengan razón, lo que niego es que tengan razones y, además, rechazo que la razón pueda imponerse por la fuerza porque, en lugar de pensadores, tendríamos dictadores.
2. Manipulación moderna
Es hora de poner en evidencia la mala praxis en el ejercicio de la razón que parece derivar de la experiencia jurídica y política, dos ámbitos en los que, quien vence, es quien convence, con independencia de quien posea la verdad.
Porque, si hemos dicho que a veces han evitado astutamente la argumentación, cierto es que ofrecen opiniones. Pero una teoría y una filosofía que se dejan dirigir por el triunfo de quien mejor ha sabido defender sus intereses, en lugar de competir por alcanzar la verdad, pronto acaba apartándose de esa verdad por haberse perdido en el mundo de la fantasía.
En el tiempo de la razón el hombre moderno se siente superior al del pasado, ignorando que son la misma cosa, y se convence de que su superioridad es consecuencia del progreso, lo que lleva al rechazo del pasado y de sus valores. Lógicamente, considera que la tergiversación de la razón es un progreso, como lo demuestra el triunfo en el derecho y la política de quien la practica, y que sus verdades son superiores a las evidencias. Aplica, con esa lógica, la tecnología, fruto de su progreso, al pensamiento y a la exposición. El lenguaje se vuelve mecánico, perdiendo toda naturalidad, como la han perdido la lógica y las conclusiones, y la consecuencia de desarrollar los diversos aspectos de una mala conclusión de forma artificial es un cúmulo de errores que crece constantemente porque nadie se cuestiona el principio de su desarrollo y se sigue aplicando.
De las distintas formas de conocimiento, el sabio sólo aprecia la “razón”; niega, a veces, hasta la evidencia y, siempre, la comprensión.
3. Límites
Si el arte moderno y el contemporáneo tienen una justificación, tienen, también, sus límites dentro del ámbito de esa justificación. Por lo tanto, no cualquier cosa es arte moderno.
Dentro de cada estilo existen calidades, y es de esperar que un gran artista ofrezca las mejores soluciones. Es imposible que un artista haga, en cada caso, una obra genial, por ello ni puede negarse que hará obras de menor calidad ni pueden negarse las críticas a tales obras, aun aceptando que no es posible la superación constante y que la crítica debiera tenerlo en cuenta.
Entendemos que ni el público puede negar todo el arte a partir de las obras más estrambóticas que se conocen ni los sabios pueden defender todas las creaciones de un tiempo o toda la obra de un cierto artista con el fin de salvaguardar el prestigio de ese artista y de refutar a sus detractores.
4. Fines reales
Si sabemos llegar al fondo de la cuestión encontraremos que la intención de los sabios va por un camino muy distinto. Desde el comienzo del siglo XX lo que se defiende a través del arte moderno es la subversión social. El elogio a la corrosión y el lamento actual por la corrosividad perdida, tras un afirmado fin de la modernidad, no es más que la defensa de una ideología que pretende con lisonjas atraer a sus filas, sin que se percate de ello, a una masa social que en principio sería contraria a esa ideología para poder introducir en la sociedad los mismos cambios que se han implantado en el arte y a los que, por principios, esa masa de catecúmenos se opondría. Y no es que el arte moderno carezca de fundamento, al contrario, hemos expresado muchas veces nuestra opinión de que esas formas necesitaban manifestarse y que lo lamentable es su utilización interesada. El desprecio de la denominación de arte degenerado con la que se definió ese arte en la Alemania nazi parece suficiente para captar adeptos al nuevo arte entre quienes pretenden ser “hombres modernos” que, sin saberlo, modificarán su pensamiento. Lo que no nos dicen estos ideólogos disfrazados con piel de sabios es que, en el otro bando, siguiendo instrucciones desde Moscú y sin llamarlo degenerado, se prohibió ese arte y lo que se impuso fue un arte figurativo lisonjero con el poder y nada corrosivo para con las estructuras sociales impuestas en aquel otro lugar por la fuerza. Y en la cultura occidental nos hemos quedado elogiando el arte actual como hombres modernos que somos amantes del progreso, por lo que podemos asegurar una larga permanencia de la perversión lógica, política y jurídica a las que hemos hecho alusión.
5. La moralidad social
La gran astucia de los defensores ideológicos de lo moderno ha consistido en estigmatizar al disidente. Sin decirlo claramente, dan a entender una relación entre la negación del valor del arte y la violencia física y, parece, que hasta con el origen de la guerra. Si los antiguos establecían la relación bueno = bello = verdad, los modernos establecen disidente = nazi = violencia, garantizando que nadie se acerque a esa mentalidad y que el común de los mortales se aleje de quienes la defienden, por lo que el crítico acaba convertido en un paria social.
Y en la cultura occidental nos hemos quedado elogiando el arte actual como hombres modernos que somos amantes del progreso, por lo que podemos asegurar una larga permanencia de la perversión lógica, política y jurídica a las que hemos hecho alusión.
Una de las prácticas comerciales existentes consiste en decir que tal artículo es para el cuidado del bebé, de forma que el cliente entiende que no comprar ese producto significaría que esa madre no cuida de su bebé. Y para demostrar a la sociedad que ella cuida de su hijo, gasta el dinero en algo que quizás no necesite. Con unas simples palabras se ha condicionado la conducta de los compradores. Los ideólogos, por su parte, han logrado implantar la idea de que la crítica a la modernidad es propia de seres antisociales y que las consecuencias de no acabar con esa forma de pensar son terribles. Y resulta que quienes denuncian tales prácticas son quienes las emplean. El público moderno, que se considera inteligente, se cree todo lo que bien se expresa aunque contradiga lo que se ve.
La solución que proponen los sabios para acabar con los disidentes es la de crear cauces para educar al público inculto que se ha visto influenciado por ese pensamiento. Es decir, pretenden desideologizar a quien tenga ideas contrarias ideologizándolo con las suyas —lo que se conoce como reeducar— para que todo el mundo vaya por el camino que ellos han marcado. “Ellos” tienen derecho a hacer lo que prohíben a otros pero además exigen la colaboración de las instituciones porque lo que ellos buscan es el bien común: el fin de la violencia.
Por un lado, acaban de establecer que criticar el arte moderno genera violencia. ¿Cómo se ha establecido? Mediante una simple afirmación ya que, en el mundo racional, es la palabra y no los hechos la que crea la realidad. Establecida la relación entre crítica y violencia se deduce que es imprescindible acabar con esos disidentes cuanto antes. Vuelven a recurrir al método de realizar las afirmaciones que saben que no son ciertas pero saben que serán creídas.
Ya habían dejado que se entendiera una relación exclusivamente entre la crítica al arte moderno y la ideología fascista —como si el comunismo no hubiera hecho lo mismo— y lo que estamos viendo es que quienes ponen marcas con estrellas y pretenden acabar con los disidentes del arte moderno son los defensores de ese arte moderno. Podemos burlarnos de Jesucristo, de Mahoma y de los reyes de España ya que los creyentes y los partidarios de esa institución deben soportar las burlas que no son otra cosa que el ejercicio legítimo del derecho a la libertad de expresión, pero se prohíbe cuestionar el valor del arte moderno y que se tenga una opinión distinta de la oficial. Lo de tener dos varas de medir no parece propio del hombre honesto.
Por otro lado, los sabios demuestran con sus planteamientos que se han encargado de justificar la forma de dirigir las instituciones públicas, que, en definitiva, era lo que buscaban.
6. Su verdad
¿Cuál es esa gran verdad que quieren imponernos? Pues no sabemos, porque no han sido capaces de explicarla. Pero tampoco es que a ellos les interese averiguarlo. Para ellos el arte es un medio de poder, no un objeto de conocimiento.
Si se desea criticar honestamente la postura de quienes ponen en duda el valor del arte moderno lo primero que se debe cuidar es la higiene moral para no entrar en el juego sucio de descalificar personalmente a quienes mantienen una postura contraria; porque esa conducta nada tiene que ver con la exposición de una teoría artística. Y, lo segundo, en el caso de un supuesto sabio, poseer una capacidad y un respeto a la inteligencia para ofrecer definiciones algo más razonadas que esa de que arte es lo que llamamos arte. ®