La poeta y el niño

Cartas a Rosario Castellanos

Poco antes de morir, Rosario Castellanos respondió cariñosamente a las cartas de un niño coahuilense que le preguntaba a la poeta cómo era Israel, donde ella era la embajadora de México.

Carta de Rosario a Humberto.

Una correspondencia hasta ahora desconocida revela la faceta más íntima de la escritora en sus últimos meses de vida.

En el verano de 1974, mientras el mundo seguía las secuelas de la guerra de Yom Kippur y el Medio Oriente vivía una de sus etapas más convulsas, Rosario Castellanos escribía desde su oficina en la embajada mexicana en Tel Aviv una carta dirigida a un destinatario insólito: un niño de Coahuila cuya curiosidad por los países lejanos había alcanzado, a través del correo postal, el escritorio de una de las intelectuales más importantes de México.

Paralelismos

La fecha era el primero de mayo de 1974. Castellanos tenía 48 años y llevaba poco más de un año como embajadora de México en Israel, un cargo que representaba la culminación de una trayectoria extraordinaria, pero también un exilio que la separaba de su hijo Gabriel, de sus amigos, de la vida literaria mexicana que había ayudado a transformar. Nadie podía saberlo entonces, pero le quedaban apenas tres meses de vida.

La carta comenzaba con una formalidad cálida que pronto se transformaba en algo más profundo: “Estimado Humberto: me da mucho gusto saber de tu interés en Israel y en los países apartados de nuestro México. En efecto, este país tiene algunas semejanzas geográficas con la región de México donde tú vives”.

Esa observación, aparentemente simple, contenía toda una filosofía del desarraigo y la pertenencia. Castellanos, que había nacido en la Ciudad de México en 1925, pero se había criado en Comitán, Chiapas, conocía el peso de las distancias y las separaciones. Su poesía estaba atravesada por el tema del exilio, y en su poema “Nostalgia” había escrito versos que ahora cobraban un significado autobiográfico devastador: “Heme aquí suspirando, / como el que ama y se acuerda y está lejos”.

Si el desierto mexicano y el desierto de Medio Oriente compartían algo esencial, entonces ella no estaba tan lejos de casa. Era un arraigo vicario, una forma de seguir perteneciendo a través de la imaginación y la analogía.

Al trazar un paralelo entre el paisaje árido de Israel y el de Coahuila la embajadora no solamente hacía una observación geográfica. Estaba construyendo un puente simbólico, acortando la distancia que la separaba de México. Si el desierto mexicano y el desierto de Medio Oriente compartían algo esencial, entonces ella no estaba tan lejos de casa. Era un arraigo vicario, una forma de seguir perteneciendo a través de la imaginación y la analogía.

La carta continuaba con un gesto concreto: “Por eso, te estoy enviando folletos en los que se reproducen algunas fotografías de lugares muy bellos, interesantes y llenos de Historia en este país. También, te estoy enviando algunas estampillas postales que sé que te interesan porque tú eres un coleccionista”.

La memoria silenciada

El envío no era casual ni meramente cortés. Castellanos, cuya obra entera puede leerse como un intento desesperado de rescatar la memoria y las voces silenciadas, convertía la filatelia en una pedagogía. Las estampillas postales son, después de todo, fragmentos viajantes del tiempo, pequeñas huellas históricas que atraviesan fronteras y sobreviven a quienes las enviaron. Para una escritora obsesionada con el paso del tiempo y la preservación de lo efímero esos pequeños rectángulos de papel eran mucho más que objetos coleccionables: eran la materia misma de la memoria.

Su novela Balún Canán, publicada en 1957, estaba narrada desde la conciencia de una niña que intentaba comprender un mundo adulto que no la veía, un mundo marcado por la injusticia y el silencio impuesto. La protagonista infantil buscaba entender y preservar un pasado que se desvanecía. Ahora, casi dos décadas después, Castellanos le enviaba a otro niño las herramientas para coleccionar historia, para ser custodio de la memoria. En su poema “El rescate del mundo” había escrito sobre la necesidad de fijar y salvar del naufragio las vivencias que amenazaban con desaparecer. Las estampillas que enviaba a su pequeño interlocutor eran una versión tangible de ese rescate.

La primera carta cerraba con una promesa: “Espero que disfrutes de estos materiales y que me sigas escribiendo para contarme de tus estudios y de tus aficiones”.

Humberto debió responder, porque seis semanas más tarde, el 18 de junio de 1974, llegó una segunda carta desde Tel Aviv. Esta vez, Castellanos había preparado algo más elaborado, una verdadera clase magistral sobre Medio Oriente contenida en un sobre.

Castellanos rechazaba el exotismo fácil, la postal turística que reduce la complejidad a una imagen bonita. Su intención era pedagógica pero también ética: quería que el niño entendiera la densidad histórica y cultural del lugar donde ella vivía.

“Estimado Humberto: te estoy enviando con esta carta una serie de tarjetas postales sobre Israel. Las escogí pensando no tanto en lo pintoresco sino en todos los aspectos que aquí toma la religión.”

La aclaración era significativa. Castellanos rechazaba el exotismo fácil, la postal turística que reduce la complejidad a una imagen bonita. Su intención era pedagógica pero también ética: quería que el niño entendiera la densidad histórica y cultural del lugar donde ella vivía.

Inventario

Y entonces comenzaba el inventario, postal por postal: “Así, las tarjetas 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 y 9 son del Muro de las Lamentaciones que es el sitio más santo para los judíos. También se ven ahí las formas típicas de sus vestidos y algunos detalles de su vida”.

No era una simple descripción. Castellanos había trabajado durante años en Chiapas, donde documentó las tensiones entre indígenas y ladinos, las injusticias del sistema de castas, la violencia cultural. Su novela Oficio de tinieblas y sus ensayos antropológicos demostraban un conocimiento profundo de cómo las culturas conviven, chocan y se transforman. Ahora, en Israel, se encontraba en otro escenario de encuentro y conflicto cultural, y quería que Humberto comprendiera esa complejidad.

“Las tarjetas 10, 11 y 12 son de Belén, que es la ciudad en la que nació Jesucristo y que es santa para los cristianos.” La embajadora no daba nada por sentado. Explicaba cada referencia, construía el contexto, preparaba el terreno para la lección más importante.

“La tarjeta 13 es de la Mezquita de Omar que es uno de los sitios santos del Islam.” Y aquí venía el punto decisivo, la advertencia que revelaba su verdadera intención: “Las fotos 3, 4 y 13 son para que no te olvides de que esto es el Medio Oriente y que muchas formas de la cultura son árabes.”

Era 1974. Apenas un año antes, en octubre de 1973, había estallado la guerra de Yom Kippur. Las tensiones entre Israel y sus vecinos árabes estaban en uno de sus puntos más álgidos. Y Castellanos, desde su posición como embajadora, elegía enviarle a un niño mexicano no sólo las imágenes de los lugares santos judíos, sino también las mezquitas, los elementos árabes, la complejidad irreductible del conflicto.

En sus poemas dramáticos sobre figuras bíblicas como Salomé y Judith, Castellanos había cuestionado las rigideces religiosas y los roles impuestos. En sus ensayos feministas, compilados más tarde en Mujer que sabe latín…, había denunciado cómo el dogma servía para perpetuar la opresión.

Era la misma postura que atravesaba toda su obra literaria: el rechazo al dogmatismo, la apertura a la alteridad, la necesidad de reconocer al otro. En sus poemas dramáticos sobre figuras bíblicas como Salomé y Judith, Castellanos había cuestionado las rigideces religiosas y los roles impuestos. En sus ensayos feministas, compilados más tarde en Mujer que sabe latín…, había denunciado cómo el dogma servía para perpetuar la opresión. Ahora, desde Tierra Santa, le enseñaba a un niño de nueve o diez años que la historia no tiene bandos simples, que la santidad es compartida y disputada, que la cultura es un mosaico.

Yo, el Otro

Esta lección conectaba directamente con uno de sus poemas más poderosos, “El otro”, publicado en 1959 en el poemario Al pie de la letra. Los versos eran una declaración filosófica y ética que ahora, en 1974, cobraba un sentido renovado:

“¿Por qué decir nombres de dioses, astros / espumas de un océano invisible, / polen de los jardines más remotos? / Si nos duele la vida, si cada día llega / desgarrando la entraña… / Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre / al que no conocemos, pero está / presente a todas horas y es la víctima / y el enemigo y el amor y todo / lo que nos falta para ser enteros”.

El poema era una rotunda negación de la evasión lírica, del escapismo poético que recurre a “nombres de dioses, astros” para evitar enfrentar “la crudeza de la existencia”. Era un manifiesto sobre la responsabilidad social, sobre la necesidad de reconocer el dolor ajeno para alcanzar la plenitud. El verso final, “lo que nos falta para ser enteros”, resumía la búsqueda constante que atravesaba toda la obra de Castellanos.

Esa búsqueda estaba marcada por su biografía. Rosario había perdido a sus hermanos en la niñez, quedando como hija única en una familia que nunca superó ese duelo. La muerte, la pérdida, la soledad infantil son temas recurrentes en su obra. En Balún Canán la niña narradora experimenta la muerte de su hermano menor y la indiferencia de los adultos. La orfandad emocional, la sensación de estar incompleta, de que algo fundamental faltaba, eran experiencias biográficas que Castellanos había transformado en literatura.

Al enviarle a Humberto esas postales del Muro de las Lamentaciones, de Belén, de la Mezquita de Omar, la poeta estaba haciendo algo más que turismo epistolar. Estaba vinculando la curiosidad infantil del pequeño no con la inocencia ingenua sino con la conciencia moral. Le estaba enseñando, de forma tácita pero deliberada, que la verdadera erudición no consiste en acumular datos pintorescos sino en desarrollar la empatía, en comprender que el dolor y la aspiración espiritual atraviesan todas las culturas, que “el otro” al que no conocemos está “presente a todas horas” y es parte de lo que nos falta para ser enteros.

Jugo de naranja con popote

Pero la carta del 18 de junio guardaba un gesto final que resultaría, retrospectivamente, desgarrador por su ligereza. Después del denso análisis geográfico, histórico y religioso, después de la lección sobre la complejidad del Medio Oriente, Castellanos escribía: “También te mando una tarjeta (14) escrita en hebreo para que veas qué diferente es ese alfabeto del nuestro. Además, debes leerla de derecha a izquierda y la traducción dice ‘qué padre poder tomar jugo de naranja con popote’”.

Era un giro absoluto de registro, un salto desde la gravedad histórica hasta la anécdota cotidiana más trivial. Y, sin embargo, ese giro contenía la esencia del genio literario de Rosario Castellanos: su capacidad para desinflar lo solemne, para usar el humor y la ironía como herramientas de supervivencia intelectual y emocional.

En sus ensayos alternaba el análisis riguroso con la observación irónica y a veces mordaz. Sabía que el humor no era frivolidad sino resistencia, una forma de negarse a ser aplastada por el peso de la solemnidad, del dogma, de las grandes narrativas que pretenden explicarlo todo.

A lo largo de su obra Castellanos había recurrido constantemente a este mecanismo. En “Meditación en el umbral”, uno de sus poemas feministas más celebrados, había desmontado con ironía feroz los ideales románticos que aprisionaban a las mujeres. En sus ensayos alternaba el análisis riguroso con la observación irónica y a veces mordaz. Sabía que el humor no era frivolidad sino resistencia, una forma de negarse a ser aplastada por el peso de la solemnidad, del dogma, de las grandes narrativas que pretenden explicarlo todo.

Al despojar al hebreo, un idioma cargado de resonancias históricas y religiosas, de toda su gravedad y convertirlo en el vehículo para una frase tan intrascendente como “qué padre poder tomar jugo de naranja con popote”, Castellanos le estaba enseñando a Humberto algo fundamental: que después de comprender la complejidad, después de reconocer el dolor del otro, después de estudiar la historia y sus conflictos, todavía es posible y necesario encontrar gozo en lo simple, en lo cotidiano, en la capacidad de reírse.

Era, en el fondo, otra forma de ser enteros: no sólo a través de la empatía y la conciencia histórica, sino también a través del humor que desarma la pomposidad y nos devuelve a la escala humana. Un niño que aprende hebreo para leer “qué padre poder tomar jugo de naranja con popote” es un niño que ha aprendido que los idiomas sagrados también sirven para hablar de jugos de naranja, que lo trascendente y lo trivial conviven, que la vida no es sólo grandes narrativas sino también pequeños placeres.

La carta terminaba con una despedida afectuosa y una invitación a seguir escribiendo. Pero el destino tenía otros planes. Pocas semanas después, el 7 de agosto de 1974, Rosario Castellanos moría electrocutada en un accidente doméstico en su apartamento de Tel Aviv. Estaba preparándose para dar una conferencia. Tenía 49 años y acababa de ser nominada al Premio Nobel de Literatura. Su muerte fue tan abrupta que parecía imposible: una de las intelectuales más brillantes de México, una mujer que había sobrevivido a pérdidas familiares devastadoras, al machismo del medio literario, a la depresión, a un matrimonio fallido, moría por un accidente absurdo en un baño, lejos de su país, lejos de su hijo.

La última lección

Las cartas a Humberto Galileo Aguilar Esparza quedaron como uno de sus últimos gestos de generosidad intelectual. En esas dos misivas, escritas en medio de sus obligaciones diplomáticas, de la soledad del exilio, de la distancia que la separaba de Gabriel, Castellanos había condensado toda una filosofía de vida.

La correspondencia revelaba una faceta menos conocida de la escritora. El público mexicano la conocía como la autora de ensayos demoledores sobre la condición de la mujer, como la novelista que había denunciado el racismo y la explotación indígena en Oficio de tinieblas, como la poeta de versos duros que no ofrecían consuelo fácil. Pero estas cartas mostraban a una mujer capaz de ejercer una maternidad pedagógica a distancia, de proyectar sobre un niño desconocido el afecto y la instrucción que la separación geográfica le impedía dar plenamente a su propio hijo.

La correspondencia con Humberto nos recuerda otra dimensión de su legado: su capacidad para la diplomacia cultural en el sentido más hondo del término, no solo entre naciones sino entre generaciones, entre el mundo adulto de la complejidad histórica y el mundo infantil de la curiosidad.

Hay algo profundamente conmovedor en imaginar a Rosario Castellanos seleccionando cuidadosamente cada postal, pensando en qué aspectos de Israel serían más formativos para un niño mexicano, eligiendo no “lo pintoresco” sino lo significativo, y luego, al final, añadiendo esa tarjeta en hebreo con su traducción juguetona, como quien después de una clase seria le guiña un ojo al alumno para recordarle que el aprendizaje también puede ser divertido.

Este año 2025 se cumple el centenario del nacimiento de Rosario Castellanos. Los homenajes han destacado su papel como precursora del feminismo latinoamericano, su agudeza como ensayista, su valentía al abordar temas que la sociedad mexicana prefería no ver. Pero la correspondencia con Humberto nos recuerda otra dimensión de su legado: su capacidad para la diplomacia cultural en el sentido más hondo del término, no solo entre naciones sino entre generaciones, entre el mundo adulto de la complejidad histórica y el mundo infantil de la curiosidad que todavía no ha sido aplastada por el cinismo.

Las estampillas que envió, los folletos con fotografías, las postales del Muro de las Lamentaciones y de la Mezquita de Omar, esa traducción del hebreo que convertía lo sagrado en cotidiano, eran al final lo mismo que toda su obra literaria: un intento de tender puentes, de rescatar del olvido lo que éramos y lo que podríamos ser, de recordarnos que solo reconociendo al otro, sintiendo “el dolor en alguien, en un hombre / al que no conocemos”, podríamos aspirar a ser enteros.

Humberto Galileo Aguilar Esparza, aquel niño de Coahuila que hace medio siglo escribió a una embajada lejana preguntando por un país que le parecía fascinante, recibió mucho más que estampillas para su colección. Hoy es Doctor en Filosofía y se ha enfocado en los temas de neurociencias cognitivas e inteligencia artificial, temas que enseña en el Rochester Institute of Technology en Nueva York. Gali, para los amigos, recibió una lección de vida de una de las mentes más brillantes que ha dado México. Y nosotros, al leer estas cartas cinco décadas después, recibimos un regalo inesperado: el retrato de Rosario Castellanos en sus últimos meses, cansada pero generosa, exiliada pero conectada, consciente de la tragedia del mundo, pero capaz todavía de celebrar que alguien pueda tomar jugo de naranja con popote.

Era, quizá, su forma de decirnos que la esperanza no está en negar la complejidad y el dolor, sino en sostenerlos junto con la capacidad de asombrarse, de aprender, de reír. Una lección que sigue resonando cincuenta años después de que aquellas cartas viajaran desde Tel Aviv hasta Coahuila, llevando consigo la última enseñanza de una maestra que nunca dejó de creer en el poder transformador de la palabra y la empatía. ®

Compartir:

Publicado en: Apuntes y crónicas

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.