La primera vez del silencio

La vida en un pueblo de silencios, fiestas y balaceras

El amor es una bestia que se devora a sí misma. Mi amor por José terminó devorándose a sí mismo, y casi termina por devorar a María. En medio de una crisis espantosa decidí renunciar al equipo de la UNESCO y borrarme del mundo académico y de José y del prestigio y de la cuota de género.

Sola en el pueblo. Fotografía © Watch and Think.

En casi dos años de vivir en la misma calle nunca había escuchado su silencio. Es una calle ruidosa, de mercado y tiendas, que jamás está quieta ni siquiera a altas horas de la noche. Quizás es la segunda calle más ruidosa del pueblo; la que le lleva la delantera hace esquina nada más aquí a dos casas. En la esquina todo el día están los agentes de tránsito echando pitidos desafinados con los que intentan controlar el mundo. Tiran de silbatazos, irritados hasta lo indecible, contra los camioneros que se paran en la esquina y obstruyen todo el paso. A los estridentes silbidos de los polis se le suma el ruido de los comercios y el de sus aparatos de música a todo volumen. Toda la calle es de comercios. Sólo hay una casa en esta cuadra que tiene la planta baja habitada. Las demás son papelerías, mercerías, zapaterías, fondas, tendajones, jugueterías, despachitos de abogados huizacheros y contadores de tercera, más unas extrañas tiendas que venden puras cosas inútiles a sólo cinco pesos. También hay un dispensario médico y el consultorio de un dentista en cuya sala de espera, que está separada de la calle sólo por un biombo de tela blanca, él y sus amigos juegan dominó por las tardes y toman cerveza. Algunas plantas altas están ocupadas por las bodegas de los comercios y otras, las menos, por departamentitos pequeños como el mío. Desde que llegué a este pueblo, no he dejado de recorrer la calle. He entrado a todas las tiendas y he comprado algunas cosas. En la que está debajo de casa, conseguí unos camisones de algodón fresco, necesarios para poder pasar sin asarme a través de las calurosas noches de este pueblo. En otra más allá, me hice poco a poco de un costurero. En la de allá más adelante de un pabellón mosquitero. Pasando la esquina compré la plancha y en esa otra unas sillas y una mesa. Y es que llegué al pueblo sola con mi mochila y nada más. En la calle siempre percibo los mismos ruidos que escucho dentro de mi departamento, pero me parece que adentro es más intenso el sonido que afuera.

A todo ese ruido se le suma el del paso de la gente. Porque esta calle es la que usan para entrar al centro del pueblo; por aquí se llega a la plaza y a la catedral desde cualquier punto del oriente o el sur. El tráfico es constante todo el día. Pasan coches, camiones, trocas, taxis y esas destartaladas carretas tiradas por caballos que la gente aquí llama guayines. Y la gente aquí, como en cualquier respetable pueblo polvoriento como éste, esa que se va de mojada y regresa a los tantos meses o años con sus trocas con placas de Arizona y California, hace mucho ruido. No contentos con abrirse paso a claxonazos, llevan siempre la música a todo volumen: el último corrido de narcos, la última cumbia para mover la nalga seductora, la última ranchera de desamor imposible. Al paso de estas trocas todo el inmueble se estremece. Las bocinas de esas discotecas ambulantes vomitan sonido que penetra a puñetazos, se amplifica, se concentra y sube jadeando por la angosta escalera por la que bajo hasta la puerta de la calle. Y yo retumbo con el departamento y mi escritorio escuchando los vasos tintinear en la alacena, condenada como estoy a vivir y trabajar encerrada aquí pues, luego de casi dos años, aún no me han podido hacer un espacio en el instituto al que llegué a trabajar. Sí, ya me dijeron que podía quedarme en la biblioteca. Pero no. Ahí hace mucho calor, es insoportable y es imposible que pueda concentrarme. Así que prefiero quedarme en casa. Por supuesto que he tenido que hacerme de una sordera selectiva, ejercitar la evasión auditiva, tratar de no escuchar para no distraerme. Pero de todas formas, a veces me distraigo. Y cuando me distraigo, comienzo a pensar en toda mi vida y eso es un desastre. No quiero volver a tomar las pastillas, así que necesito olvidarme de muchas cosas y solamente trabajando concentrada todo el tiempo lo consigo. Por eso adapté una de las habitaciones interiores como estudio. Pero es tan calurosa y está tan encerrada que a veces tengo que irme a la sala a leer, a pesar del ruido.

Pero ya le dije al médico que no solamente es el ruido el que penetra al departamento y se posesiona de mi capacidad de concentración. Es ese endiablado polvo que se acumula con crueldad sobre el lomo de los libros y que me obliga a estar barriendo y sacudiendo hasta dos veces al día, trapeando día de por medio; aparte de que ha logrado agravar mi rinitis crónica y ahora vivo pegada a los pañuelos desechables. Junto al ruido y el polvo también están esos hedores que suben desde la calle y que no soporto. He tenido que acostumbrarme a despertar antes de las cinco de la mañana, antes de que enciendan los fogones del local de carnitas de la esquina. La pestilencia de la manteca rancia que comienzan a quemar a esa hora me ha echo salir apurada de la cama más de una vez con una arcada de asco para correr a vomitar al baño y a veces no llego. Así que prefiero, a las cinco, ya estar en el baño para vomitar a gusto, sin contratiempos. También sé cuando dan las ocho, pues el camión de la basura se estaciona a esa hora todos los días justo enfrente de la ventana que da a la calle, y el fermento de los desperdicios del mercado que carga deja su huella en la cocina hasta media mañana. Sé también cuando dan las seis de la tarde, pues comienza a oler a huchepos y corundas: una señora con su carrito se queda dos horas al lado de la puerta de mi departamento. Una hora después cambia la densidad olfativa a causa de otro carrito, que se estaciona más allá de la esquina, de tacos de cabeza y de bistec adobado, y la nube de cebolla quemada en la manteca asciende hasta mi habitación y el estudio. Lo peor es que no soporto el olor de los inciensos, pues me causan dolor de cabeza y empiezo a alucinar con esos hombres envueltos en telas azafrán que me aterrorizaban en la infancia, así que prefiero resistir todos los demás olores. Mientras, siembro platitos rellenos con bicarbonato en varios rincones de la casa con la esperanza de que absorban la pestilencia.

Por la noche, y hablando del ruido, la cosa no cambia mucho: los vigilantes nocturnos, que en este pueblo se visten como rangers del siglo pasado y que sólo han cambiado el caballo por la bicicleta, cortan los gritos de los borrachos que entran y salen del burdel y las cantinas con otro desgañitado pitar, más angustiante que los de los tránsitos durante el día. En esta calle en ningún momento cesa el alboroto. Creo que la batahola continua tiene mucho que ver con la ubicación del depa, pues algunas colegas del instituto me han dicho que por donde ellas viven no es tan ruidoso. Y sí, me he dado cuenta que estoy en el centro geométrico de un pequeño triángulo, de tres cuadras de lado, cuyos ángulos son el mercado, la catedral, y la zona de burdeles y cantinas más céntrica del lugar.

Por la noche, y hablando del ruido, la cosa no cambia mucho: los vigilantes nocturnos, que en este pueblo se visten como rangers del siglo pasado y que sólo han cambiado el caballo por la bicicleta, cortan los gritos de los borrachos que entran y salen del burdel y las cantinas con otro desgañitado pitar.

Mala calle para una que tiene que compartir la lectura nocturna de los sesudos textos sobre mujeres, género y migrantes con los estropajosos quejidos de un amor despechado a media calle, envuelto en aguardiente, cerveza y otros polvos fumables o inhalables. Durante el primer año viviendo aquí, cada tanto tiempo llegaba a la puerta de al lado de la mía un muchacho que iba y venía del gabacho. Hace tiempo que no, que ya no viene. Dice la dependienta de la tienda, la que me vendió los camisones, que es que lo mataron porque traía droga que no era suya. Ella siempre es la que me chismea lo que pasa en la calle. No sé si sea verdad o no. Pero cuando venía, se estacionaba por las noches con otros chavos a beber cerveza y ponía una música mal parida a todo volumen que me desgarraba la paciencia. Y ahí se esperaba, mientras hablaba a gritos con los otros dos o tres, a que saliera María, la que fue su novia. Cuando le gritaba, con esa voz de borracho de palenque que apenas podía hilvanar las palabras, me daba mucho susto pues yo también me llamo María. Pero María, la otra, la de al lado, dejó de salir bien pronto. Dice la chava de la tienda que me vendió los camisones que, desde que él se fue al gabacho, María se consiguió otro galán. Después de sufrirlo durante varias noches a lo largo de los meses, pensé que yo hubiera hecho lo mismo. A los primeros regresos, que coincidieron con mi llegada a esta casa, María se asomaba para despedirlo a gritos diciendo que ya no la buscara, que no la molestara. Pero luego dejó de salir. El cuate ese se aferró a María, o más bien, a la puerta de la casa de María, que era la puerta de junto de mi departamento. Yo que María, le hubiera tirado aceite hirviendo por la ventana. ¡Ah, cómo chingaba ese cabrón! En una ocasión, yo necesitaba terminar varios textos complicados sobre sociología del poder y me cansé de escuchar los gritos. En un arranque, se me ocurrió bajar a decirles que se callaran. Pero antes de hacerlo, me asomé por el ventanal que da a la calle, ese por donde se mete la mayor parte del polvo que se acumula sobre los libros. Como antropóloga, los años de trabajo de campo han moderado mi natural imprudencia. Hasta esa noche yo nunca había visto a estos ruidosos, pero a la luz del farol los pude observar con detalle. La pinta de los cuatro me contuvo. Eran cholos con paliacates amarrados a la cabeza, pantalones de cuatro tallas más y cadenas, camisetas sin manga que dejaban ostensiblemente a la vista tatuajes de la virgen de Guadalupe, calaveras, y corazones envueltos en espinas. Cada uno esgrimía en la mano una botella de caguama de la cual apuraba tragos largos, y en el centro de la tertulia había una garrafa de aguardiente abierta. El olor de mota era insoportable. Por supuesto que ni de loca bajaría a la calle. Incluso, cerré las cortinas con cuidado, tratando de no llamar la atención.

La bulla prosiguió varias horas. Como otras veces, al pasar por ahí los vigilantes nocturnos se detenían a charlar con los muchachos o solamente los saludaban por sus nombres y los amonestaban suavemente. «¿Qué pues, Güicho?, ¿Qué pues Tigre? ¡Órale morros, no hagan bulla! ¡Es pura carrilla, don!» Esa noche, después de que se fueron los rangers, el cholo del amor despechado amenazó a la protagonista de sus obsesiones: «¡María, María! ¡Pinche María, o sales orita mismo o te madreo!» Entonces, él y los demás arrojaron contra la puerta de metal de la casa de María, que no sé si dije ya que es la contigua a la de mi departamento y que yo también me llamo María, las caguamas vacías y otros objetos. Luego de su ataque de furia, hubo una breve calma que yo aproveché para regresar a un pasaje complicado de la transcripción de una entrevista. Pero duró sólo un instante, porque el cholo arreció con sus gritos y golpes a la puerta. No se cansó sino hasta las cuatro de la mañana cuando, antes de subirse a su troca y arrancar con un rechinido de llantas, sentenció: «¡Pinche María puta, ya vas a ver cómo te encuentre te mato!». Y se fue justo antes de que yo, ya harta y un tanto raspada por los epítetos y las amenazas que caían sobre el nombre que compartíamos mi vecina y yo, llamara a la policía.

Creo que ya dije que al poco tiempo de mi llegada al departamento decidí hacer un esfuerzo por no hacerle caso al ruido. Sobre todo, porque el ruido me distrae del trabajo y me hace pensar en otras cosas en las que no quiero pensar. Tenía que trabajar y seguir trabajando, y no recordar mi historia a cada rato. Y alejarme de las pastillas. Así que tenía que esmerarme por callar el ruido dentro de mi cabeza. No había otra cosa que hacer, porque me había quedado claro que no tenía otra opción para mudarme. La gente en este pueblo es muy desconfiada con los fuereños. Raramente ofrecen alquilarles habitaciones, departamentos o casas. Menos a una mujer como yo, pues aunque sepan que una trabaja en el instituto, desconfían de que yo esté sola a mis treinta y tantos, sin marido, sin hijos. Lo saben aunque yo no se los haya dicho. «¡Diles que eres viuda y ve a misa alguna vez!», me dice la chava de la tienda. Pero yo paso. En lugares como este corre el chisme como reguero de pólvora. Si yo pudiera decirles que estoy sola por un accidente, por un albur de la vida, que tengo un hijo que vive con su padre y que espero que me visite en las próximas vacaciones. Pero no, no puedo decírselos ni quiero. Así que tengo que seguir en este departamento. Buscar casa me había costado un buen trabajo y sólo las buenas relaciones de la dueña con la gente del centro lograron que me quedara en este departamento. De otra manera, hubiera sido imposible. Así que me tengo que conformar con lo que hay. Aunque en pocos meses logré concentrarme en las lecturas y el trabajo a pesar de la algarabía de la calle, día con día sucedían cosas que distraían mi atención, y entonces pensaba en mi vida. Por supuesto, mi distracción y mi vida siempre comenzaba por entrarme a través de los oídos, hasta aferrarse de un vaso capilar o de una arteria y navegar por el interior linfático de mi cuerpo hasta el hígado para reventarme en las entrañas.

Por ejemplo, aquella mañana que tembló temprano, tembló muy fuerte. Serían como un tanto antes de las ocho y yo ya había vomitado el olor de la manteca de las cinco y me estaba preparando mi café despertador en la cocineta y picando un poco de fruta para desayunar antes de que llegara el camión de la basura. Desde ese lugar, tenía siempre una visión general de la calle a través de las cortinas de la estancia al lado de la cocineta. Si abría las cortinas, podía ver mejor el panorama, pero es tan grande el ventanal que se ve todo el departamento desde la calle. Así que prefería dejarlas entrecerradas. No contenta la vida con mandarme ruido, polvo y hediondez, ahora me mandaba un temblor. Cuando comenzó a moverse todo, lo primero que hice fue apagar el gas de la cocineta y cerrar la llave de paso. La cosa se movía fea. Desde que tembló en el 85 me he dado cuenta que me he vuelto más sensible a los movimientos de la tierra. Siento siempre un terror impresionante, aunque he logrado no caer en el pánico. Pienso siempre muchas cosas, pero trato de conservar la calma. Pensé que salir a la calle era una estupidez: con la cantidad de cables eléctricos que cruzan de uno al otro lado de la calle, y que podían soltarse pues estaban todos mal afianzados a los postes. Decidí entonces buscarme un lugar en el departamento que fuese más o menos seguro. Pensé en el claro del cubo del lavadero. Total, estaba en el último piso, y la cosa era no tener techo que pudiera caerle a una encima de la cabeza. Iba ya para el fondo del departamento, cuando una voz casi a los gritos, proveniente de la calle, me detuvo:

La Divina Providencia/ me ampare en cada momento/ para que nunca nos falte/ vestido, casa y sustento./ Señor Jesucristo, aplaca tu ira/ tu justicia y tu rigor,/ y por tu Preciosa Sangre,/ Misericordia Señor,/ Misericordia Señor.

Me acordé entonces de mi abuela. Ella siempre rezaba esa plegaria en los temblores. Cuando yo era niña, mi abuela quiso hacerme una chica devota y cristiana. Logró al menos que fuera al catecismo e hiciera la primera comunión, ante la mirada indulgente de mis padres, que para nada se mezclaban con esas cosas. ¿Cómo iban dos académicos de izquierda a criar a su única hija en esas supersticiones? Total, que mi abuela murió luego de eso y por supuesto que mis padres no siguieron insistiendo en el asunto. ¡Si mi abuela viera la pecadora en la que después me convertí! Todo eso se me vino a la cabeza en una milésima de segundo y, aunque seguía temblando, no pude más que asomarme al ventanal para ver que, en medio de la calle, sobre la carpeta asfáltica del arroyo, una mujer mayor, de cabello totalmente blanco y vestida de negro riguroso, estaba hincada, blandiendo un rosario y un misal mientras rezaba a gritos. Lo que más me impresionó fue cómo subrayaba aquello de «aplaca tu ira», pues repitió una y otra vez la rogativa mientras duró el temblor. Creo que sobra decir que me dio mucha angustia ver a la anciana hincada en medio de la calle. Había detenido el escaso tráfico que a esas horas de la mañana pasaba por ahí, así que se me ocurrió bajar a pesar que el temblor no había terminado. Entonces miré frente a mi ventana el amasijo de cables que se mecían amenazantes encima de la cabeza de la señora y que ya algunos transeúntes se disponían a levantarla de sus hinojos, así que preferí quedarme observando detrás de las cortinas. Además, yo nada más traía puesto el camisón de algodón, de esos que compré en la tienda de abajo por el calor. Meses después, en alguna comida con algunas autoridades del municipio a quienes queríamos convencer para que aportara unos dineros a un proyecto de apoyo a esposas y madres de migrantes, alguien sacó a cuento el temblor del año anterior. En la sobremesa, y ya en plática de mujeres, una abogada me confió entonces que el sismo de aquella mañana había tomado por sorpresa a su madre al salir de misa en catedral: «¡Fíjese, doctora —me dijo—, que hasta tuvieron que levantarla en vilo!, pues, ¿no se fue a hincar en medio de la calle a implorar al cielo que cesara con su ira?» Por supuesto, me hice la sorprendida y dije alguna frase amable sobre la devoción de la madre de la abogada.

Por las mañanas de los sábados hay un grupo de novicias que se junta con sus guitarras en la esquina y que yo puedo ver desde mi ventana. A mí, las novicias siempre me habían producido una indescriptible curiosidad además de una sensación afectuosa mezclada con cierto morbo. Después de aquella primera educación religiosa que me había dado la abuela y que mis padres no siguieron, en algún momento de la primera adolescencia, cuando una entra en abierto conflicto con los padres, se me ocurrió llevarles la contraria y decidí amenazarlos diciendo que me haría monja, o al menos misionera. Ellos lo tomaron justo como lo que era: un berrinche adolescente. Pero yo me lo tomé en serio y comencé incluso a participar en un grupo de canto en una iglesia de los misioneros del Espíritu Santo durante las vacaciones de verano, pues siempre he tenido buena voz. Por supuesto, el berrinche y la decisión sólo me duraron el verano. Al regresar a clases en la secundaria, entró Paco a la preparatoria del colegio, y casi inmediatamente nos enredamos y empezamos a andar. La madre de Paco, por cierto, trabajaba en la facultad de filosofía y letras, al igual que mi padre. A mí el Paco me encantaba, y me enamoré terriblemente de él y creo que, por lo mismo, hasta me contenté con mis padres y les pedí que no dijeran nada de mi debilidad veraniega. Pero las novicias siempre siguieron llamándome la atención. Las de la esquina de mi calle en aquel pueblo se quedaban ahí unos veinte o treinta minutos, con guitarras y panderos, cantando y pidiendo una limosna para alguna obra de caridad de la diócesis. Cantaban el Alabado y otros himnos, y luego se iban corriendo con sus guitarras calle arriba hasta llegar a misa en el templo de San Francisco. Me distraían y me acordaba de Paco.

Pero un buen día, un poco antes de esas horas acostumbradas, en vez de las novicias todas vestidas de gris, apareció en la misma esquina un predicador protestante con un megáfono. Se estuvo un buen rato con un «¡Arrepiéntanse, pecadores, que el fin está cerca!» Aunque esa misma tarde debía enviar un texto por correo electrónico a una colega en la Ciudad de México para el suplemento feminista y que aún no había terminado, me quedé pegada a la ventana a ver qué sucedía. Al poco tiempo llegaron las novicias, y después de mirar petrificadas y con reservas al desaliñado predicador apocalíptico, se pusieron a cantar sus himnos como si nada pasara. Por supuesto, el predicador no se amedrentó, sino que siguió con lo suyo. El duelo de fe se repitió durante varios sábados hasta que el apocalíptico se buscó una mejor plaza para su prédica y yo respiré aliviada. Al menos, soportaba mejor el ruido que hacían las novicias, quizá por la memoria complaciente con mis extravíos en unas vacaciones de verano a los trece años. La pelea entre ellos me recordaba las peleas con Paco.

Como le decía al médico —no a usted, sino al otro, con el que platiqué luego de la primera vez del silencio—, desde que me instalé en la casa, siempre me llamó la atención la mutación que se lleva a cabo en la calle a lo largo del día. Una transformación marcada por los ruidos y los olores. Después de las mañanas de cantos religiosos mezclados con las radios y el sonido del tráfico, el medio día va dando paso a sonidos más duros: música, motores, cláxones y gritos. El olor de la manteca rancia y de mi vómito cede ante el olor del dísel mal quemado cuando se agolpan los camiones en la esquina. El combustible se mezcla con la fritanga al principio de la tarde, hasta que ésta poco a poco se convirte en la reina de la noche. Los gritos del comercio ceden también su volumen a otros gritos que son diferentes. Y yo paso por distintos estados de ánimo hasta quedarme inválida tratando de invalidar la memoria.

Antonio insistió en sacarnos a bailar a las tres. El volumen de la música era demasiado fuerte. El ruido nos golpeaba de bulto los cuerpos. Yo no estaba a gusto desde que había empezado la noche. Pero cuando Antonio descuidó a las otras dos colegas y se dedicó a bailar conmigo nada más, decidí irme lo más pronto posible.

Sobre la misma esquina del predicador y las novicias, una vez pasada la hora de la merienda y la cena, los cazadores noctámbulos discutían el precio de la noche con las taloneras. Si no estaba el cholo de María, se escuchaban nítidamente los arreglos, los negocios, las mentadas. A veces no llegaban a un acuerdo, y entonces se armaba el griterío. Otros días, y desde la esquina opuesta de la calle, me llegaba el bisbiseo de la conversación de dos vigilantes nocturnos que apoyaban sus bicicletas contra la pared de un comercio y se la pasaban charlando durante horas. La charla nunca le resultó inteligible a mis oídos. Pero supuse que la plática no era en realidad tan importante. Creo que lo que resulta importante es que se apostaban justo en la esquina que quedaba a una cuadra de la parte sur del mercado. Ahí, de noche, al lado de las puertas cerradas del mercado, era donde todo el mundo sabía que se podía conseguir desde un toque hasta una grapa, y los dílers se movían a sus anchas junto a las ratas que saltaban entre los desperdicios de las bodegas. Una noche se armó tal corretiza que hasta llegó una troca de la policía con seis pelados en la caja. Agarraron al morro. Todo porque parece que se pasó de listo y corrió con una grapa sin pagarla.

Una de las características del valle en el que se encuentra este pueblo es el cambio repentino en la dirección del viento. Casi todos los días del año hay algo de viento, y éste cambia varias veces de dirección durante el día, como mis pensamientos. No sé a qué atribuirlo, pero lo que se percibe cuando sobreviene el cambio nunca dejo de notarlo. Es algo que me pone muy nerviosa. El viento es como el ruido y el polvo y los olores y empuja, por ejemplo, muchas cosas, entre ellas los sonidos. Al cambiar de dirección se intensifican, y luego, disminuyen. Por la noche, sobre todo los viernes en los que prefiero no salir y quedarme en casa, es muy clara la forma en la que sube y baja la intensidad de una música que, después de un tiempo, supe que venía del antro más céntrico. Justo al que fuimos a dar Eva, Susana y yo con Antonio, el coordinador del proyecto, una noche de viernes que me atreví a salir, o más bien, me sonsacaron. Eva y Susana, con las que hago la mayor parte del trabajo, me habían venido insistiendo con que tenía que salir, conocer el pueblo de noche, que ya estaba bien de tanto trabajo, que no me daba ninguna oportunidad, que nunca iba a cenar con los colegas, que no socializaba. Lo que pasa es que las pocas veces que lo hice, Antonio no perdía la ocasión para echarme los perros. Y eso es algo que no puedo soportar porque me recuerda mi historia y yo quiero concentrarme en trabajar para no volver a tomar pastillas. Total, que esa noche fuimos a cenar por ahí, y luego a recorrer los antros del lugar, cada uno más sórdido que el anterior. Por supuesto, eran antros muy de pueblo, sólo para hombres, y nosotras tres éramos las únicas mujeres que estábamos ahí y que no trabajábamos la noche. Pero de alguna manera la gente nos ubicaba y nos toleraba, así que ninguno de los sombrerudos se metió con nosotras. Eva y Susana iban haciendo sus apuntes antropológicos a golpe de tequilas y cervezas, mientras que Antonio se iba poniendo cada vez más pesado conmigo. Y yo no quería nada.

A cierta hora, caímos por el putero ese que estaba más cerca de mi casa. Se llamaba algo así como Alexis. Cuatro tipos como roperos en la entrada, alfombra roja por todo el piso, y un espacio que servía de pista de baile de los parroquianos con las ficheras, para convertirse luego en escenario para un número de desnudo alrededor del omnipresente tubo. Apenas habíamos llegado cuando pusieron música para bailar: quebraditas, norteñas y cumbias, y mucha, mucha tambora sinaloense. Y Antonio insistió en sacarnos a bailar a las tres. El volumen de la música era demasiado fuerte. El ruido nos golpeaba de bulto los cuerpos. Yo no estaba a gusto desde que había empezado la noche. Pero cuando Antonio descuidó a las otras dos colegas y se dedicó a bailar conmigo nada más, decidí irme lo más pronto posible. Al terminar la pieza fui por mi morral a la mesa, dejé un billete para pagar la cuenta, y salí a la calle en la que soplaba ese viento siempre cambiante. Mientras caminaba hacia la casa, tuve la sensación de que el sonido del antro me perseguía como un acosador, quedándose de pronto detenido en un recodo y alcanzándome a cada vuelta de esquina. Varias veces volteé hacia atrás con la sensación de ser observada, pero no había nadie: sólo el viento y el sonido del putero. Yo apuraba el paso hacia la casa mientras pensaba que hubiese sido mejor que alguien me siguiera en serio y no sólo el fantasma de Diego escondido entre viento y la música. Porque el ruido de los antros me recordaba espantosamente a Diego. Y con esa sensación llegué a casa y desde entonces se repite todos los viernes cuando percibo en mi habitación la música que sale del Alexis y el fantasma de Diego que se cuela por entre los poros del yeso de las paredes.

Al separarme de Paco quedé desecha. Con veintiocho años estaba terminando la maestría, y mi hijo Emiliano tenía diez años. Pero yo corrí a Paco de la casa por culpa de Aída. Mi madre insistió siempre que no había nada cierto detrás de mis sospechas, que eran infundadas; no obstante, yo tenía metida a la estudiante de Paco entre ceja y ceja. Relacionaba las llegadas tarde de Paco, las constantes llamadas por teléfono de Aída y la falta de afecto de mi marido a partir de mi cicatriz de la cesárea y la estúpida juventud de Aída. Sentí que la estudiante de filosofía podía más que la pasante de maestría en antropología. Así que corrí a Paco de la casa una tarde de platos rotos y comida regada por el piso del departamento con el nombre de Aída pegado insanamente contra el paladar y varias cortadas que me hice en los brazos con el cuchillo de la cocina. Luego, todo se volvió plano. Un psiquiatra amigo de mis padres me diagnosticó una severa depresión después del escándalo que se armó cuando olvidé recoger a Emiliano un viernes por la tarde en la escuela. En esos meses no podía hacer nada, no quería hacer nada. Un día salté del coche y desperté llena de tubos en una habitación blanca con pedacitos azules y verdes. Mis padres y los padres de Paco decidieron que él se hiciera cargo de Emiliano porque yo era incapaz. Después de medio año de pastas, periodo en que volví a casa de mis padres, retomé la tesis de maestría. Luego, comencé a salir con Diego. A Emiliano lo veía cada mes y cada día estaba más tranquila, aunque algo se había roto. Diego es pintor, bohemio, vive las cosas al día. No había para él un sentido del trabajo y de la disciplina como a la que yo estaba acostumbrada. Nunca había vivido así. Es cierto que con el Paco íbamos a fiestas, a reuniones, pero nunca había reventado así. Con Diego, muchas noches, a mitad del reventón, hacíamos la gira por los antros más extraños y sórdidos de la ciudad antes de caer en casa de alguien para esperar el amanecer entre el humo de los toques y el tabaco. Y siempre la música de esos antros se me quedaba en la cabeza durante días. Sobre todo cuando íbamos al Catorce, aquel antro gay con estrípers masculinos de vergas inauditas en el que solamente te cobraban el ingreso al precio de una chela y que siempre estaba lleno de sardos en día franco que al final de la noche llegaban al límite. Y yo agonizando con el ruido dentro.

La música de los antros es siempre igual, no obstante no sea la misma la que toquen en todos. No sé como describirla pero me resulta agobiante, como sumergirme en un costal de cristales gruesos rotos cuyo frío acerado se me clava en la carne. Por cierto, ahora que no tomo pastillas te puedo decir que así era el sexo con Diego. Me producía cortadas por todas partes y yo salía de la cama revuelta con demasiadas heridas y sin un botiquín de primeros auxilios para la mente. Por eso los viernes era cuando trataba con más ahínco de evadirme del ruido de la calle que me traía el viento. Intentaba hacerme bolita en una especie de caparazón contra una esquina del cuarto, entre los huecos del yeso de la pared. Sin embargo, no podía dejar de escuchar la música arrastrada por el viento, ni de pensar en los asiduos parroquianos del Alexis, a muchos de los cuales había visto esa misma mañana dando una limosna a las novicias de la esquina de mi calle o incluso besado el anillo del obispo a su paso entre la mitra y la catedral. Por cierto, que la música para el tubo es diferente que la música para la pista de baile. Así, sin moverme de mi habitación, ciertas noches de viernes podía saber en que momento había variedad y en cual baile. Y el fantasma de Diego se abalanzaba contra mí con más violencia que antes, con una mueca a manera de sonrisa detrás de los ojos insistentes de Antonio.

Los domingos, lo que pasa con el ruido de la calle es más impresionante. Hay comercios abiertos sólo hasta medio día, pero después comienzan a pasar los coches y la gente que va a matar la tarde al zócalo del pueblo. En el quiosco se pone una banda de músicos y siempre hay un sonido que llega nítidamente hasta mi departamento. Alguno que otro domingo he intentado pasear por la plaza. Pero siempre hay tanta gente y tanto ruido que termino agotada. Además, si una se acerca al quiosco, hay que tener nociones de cómo es el movimiento de la gente. Tiene sus pautas. Al centro, hay una rueda de muchachas que gira al contrario de las manecillas del reloj alrededor del quiosco. De forma concéntrica, más afuera, una de muchachos que gira al revés. Un coqueteo dominical del que no pude percatarme hasta que fui atropellada por el ciclón de doble vía. Más afuera, las bancas forman un tercer círculo que está lleno de gente que observa el cortejo. Nunca pude hallar un lugar para sentarme. Decidí entonces dejar por la paz mis excursiones dominicales y volver a refugiarme en el departamento para intentar adelantar con el trabajo sin distraerme, porque cuando me distraigo pienso en Paco y en Diego y en los vidrios rotos. Ya no se me ocurría salir fuera del pueblo. Al poco tiempo de llegar recorrí todos los alrededores en pocas semanas. Y no volví a salir no porque no me interesara, sino porque había pasado por esos retenes donde los narcos o los polis te bajan del camión y te dicen que qué haces tan solita y te hacen cosas. Prefería quedarme en casa. Pensaba que en domingo sería más tranquilo estar en el departamento. Pero aunque disminuía un poco el griterío de los días de entre semana, el rumor dominical del zócalo se extendía obstinado por la estancia, mi habitación y la cocineta. Luego, por la noche, el viento, de nueva cuenta, llevaba hasta la casa el sonido de la feria del pueblo de junto, provocando un murmullo permanente que hacía que me despertara ansiosa cuando trataba de irme a dormir antes de las diez de la noche.

El domingo es el peor día de la semana. Cuando estaba casada con Paco nunca dejamos de hacer cosas los domingos; siempre había una comida con sus padres o con los míos, o llevábamos a pasear a Emiliano al parque para darle de comer a los patos. Los domingos eran llevaderos. Casi nunca estábamos en casa y cuando llegábamos tarde, yo estaba tan ocupada arreglando las cosas para el día siguiente que no me enteraba de la ominosa densidad de los domingos. Pero es que en el tiempo con Diego, los domingos me cayeron encima como una losa de granito. Siempre despertábamos tarde después de las desveladas que comenzaban los jueves. A veces nos levantábamos a las dos de la tarde para desayunar algo. Su humor de domingo era hosco e irascible. Yo trataba de despertarme antes y me quedaba quieta, con mucho miedo. No hacía el mínimo ruido, no daba señales de vida, hacía como si estuviera muerta. Me quedaba plegada en un recodo de las sábanas para no despertarlo, esperando el final de su sueño para saltar inmediatamente de la cama a la ducha y a preparar un café en cuanto él abriese los ojos. Porque si no lo hacía, caía siempre sobre mí con un sexo violento y depresivo del cual no me recuperaba en toda la semana. Las astillas de memoria se me deben haber incrustado en las arterias y contaminado la sangre, pues encerrada en mi departamento los domingos no podía hacer otra cosa que evocar a Diego, a través del bisbiseo de la música del zócalo o la del pueblo de junto. Y es que él, bien cabrón, se escondía en los huequitos del yeso craquelado de la pared de mi cuarto.

Cuando se acercó el primer fin de año en el pueblo yo creía haber catalogado y ordenado todos los ruidos posibles que venían de la calle, así como los olores y las cualidades del polvo. Pensé que tenía bajo control los ciclos naturales del sonido mediante una taxonomía ordenada en su tiempo y espacio. Pero me equivoqué.

En las vacaciones de fin de año la mayor parte de los colegas del instituto se fueron. Algunos viajaron a casa de sus familias. Eva y Susana me propusieren ir a la playa de campamento. Pero yo les dije que tengo muchos problemas de piel y que el sol de la playa me resulta nocivo, cosa que por demás es cierta. Quería estar sola y pensé que por las vacaciones el ruido de la calle bajaría de intensidad. Así me podría concentrar y olvidarme de las pastillas. Además, cabía la posibilidad de que Emiliano viniera a visitarme. Ya había cumplido los dieciocho años y habíamos hablado por teléfono y quedamos que si no se iba con sus amigos, vendría. Paco le pagaría el pasaje. Por supuesto, sucedió lo contrario: ni Emiliano vino, ni el ruido menguó. En diciembre es cuando regresa la mayoría de los migrantes y cuando los dueños de las jugueterías y las tiendas sacan a la acera todos los juguetes y arreglos navideños. Entre el ruido ensordecedor y la perspectiva de no ver a Emiliano, dos días después de que se fueron Eva y Susana a la playa me arrepentí de no haberlas acompañado. Pero ya era demasiado tarde para moverse. Así que decidí afrontar el asunto de la mejor manera y me dispuse hacer una buena cena de noche buena. Fui a hacer una compras. Conseguí camarones, frutos secos, buenas verduras para la ensalada, algunos quesos y vinos. A lo mejor para el año nuevo haría una col agria con ternera. Justo estaba comprando los vinos cuando apareció Antonio detrás de un estante. Me saludó muy efusivamente y sorprendido pues me dijo que pensaba que yo me había ido a la playa con las chicas. Ellas le habían dicho que me invitarían. Yo había estado casi todo noviembre sin aparecerme por el instituto para evitarlo, aunque seguía cumpliendo con mi parte del trabajo y entregando las cosas por vía electrónica. Le expliqué torpemente lo de la piel, el sol, y mi desafección por la arena y el agua salada en general. Entonces me preguntó que en dónde iba a pasar la noche buena, que me fuera a su casa, que vendrían unos familiares de Uruapan y de Pátzcuaro. Yo le dije que no, porque esperaba a mi hijo para cenar. Y aunque Antonio me miró con incredulidad, sonrió amablemente y quedó en pasar después a visitarme por si se me ofrecía algo.

Toda la mañana del veinticuatro me la pasé limpiando la casa y comencé a cocinar un poco después de las once. La actividad y los arreglos hicieron que me evadiera del ruido de la calle que fue muy intenso ese día . Hacía tiempo que no cocinaba más que cosas sencillas, y me sentí a gusto recordando las recetas que inventábamos mi mamá y yo. Finalmente a las ocho de la noche, cuando todo estaba listo, me metí a bañar y me estuve un buen rato en la tina. Eso es lo bueno de este departamento, que tiene bañera. Me sequé el pelo, y me puse un vestido blanco que hacía tiempo tenía comprado pero no había estrenado. Prendí dos velas que puse en la mesita del comedor, que me había quedado bien arreglada, y abrí una botella de vino para que se aireara. La calle iba llegando a una relativa calma, así que puse un poco de música clásica y comencé a cenar antes de las doce. Como la mesa del comedor es muy pequeña, tengo que levantarme a la cocina cada tanto por las cosas. Al terminar la ensalada fui a servirme otro vasito de vino, y entonces dieron las doce en el reloj de catedral. En ese momento pareció como si todo el pueblo se levantara en armas para reinventar la Cristiada. De cada casa y de cada azotea comenzaron a disparar al aire para festejar el nacimiento del Salvador. Tal fue el susto que me llevé, que se me cayó el vaso de vino de entre las manos, dando en el suelo y manchándome de rojo todo el frente del vestido blanco nuevo que acababa de estrenar. Pero al susto por la sorpresa le siguió un miedo profundo, porque no hay nada que me de más terror que los disparos. Como la cosa no paraba, me dio pavor que una bala pudiera entrar por el ventanal, así que dejé la cena sobre la mesa y me metí a la habitación al punto de un ataque de histeria, haciéndome ovillo sobre el colchón y bien pegada a la pared, lejos de la ventana. Con los ojos llenos de lágrimas, fui viendo el reloj junto a la cama. Veinte minutos, treinta. En un momento, escuché pasos de varias personas en la azotea de la casa de junto, y luego, el rugir de las ráfagas. Escuché también cómo caían algunos casquillos contra el tanque de gas y el calentador, produciendo un tintín metálico de pánico. Y aunque todo duró como media hora, no pude dormir en toda la noche escuchando de pronto alguno que otro disparo disfrazado entre los cohetes.

A la mañana siguiente, ojerosa y con los nervios hechos trizas, compré un boleto para la Ciudad de México. Alcanzaría a mis padres en la casa de Cuernavaca para quedarme con ellos el resto del fin de año. Regresé al pueblo el seis de enero. Las cucarachas habían tomado por asalto la cocina dándose un banquete con mi cena de noche buena y los restos de las cosas que quedaron fuera del refrigerador. Le pedí a Susana y Eva hospedaje mientras fumigaban la casa. Al poco tiempo todo volvió a la normalidad y yo regresé al departamento a seguir trabajando en medio de los ruidos de la calle. No sé si fue en mayo o en junio cuando finalmente comencé a aceptar las invitaciones de Antonio a cenar. El proceso de investigación había llegado a su fin, y estábamos preparando las publicaciones de los resultados. De eso dependía que extendieran la asignación de fondos para que prosiguiera el proyecto. Ello nos obligaba a vernos más y a trabajar más estrechamente en el local del instituto, así que la cosa con Antonio se dio de lo más natural. Sin embargo, yo no dejé de marcar mis límites. Había salidas al cine, había comidas y cenas, pero nada más.

Desde que terminé con Diego y me dediqué al doctorado no había tenido una pareja estable. No es que Diego fuera estable, por supuesto. Con eso me refiero a que existiese en mi vida alguien a quien yo pudiese llamar mi pareja. El trabajo del doctorado me absorbió, la tesis me absorbió, y los dos primeros años como doctora en antropología los pasé demasiado ocupada en congresos y trabajando en un proyecto que me tuvo viajando por todo Centroamérica, que ni me di un respiro para pensar en eso. Y tampoco lo pensé mucho, por cierto, ya que estaba José. Pero lo de José es tema aparte. José, que no es su nombre verdadero por obvias razones, había sido mi profesor. Siempre me echó una mano; para terminar la tesis de maestría, para entrar al doctorado, descubriendo frente a mis ojos el hilo de Ariadna para entender los vericuetos de la academia. Durante un tiempo fue una relación muy respetuosa de alumna y maestro; yo incluso conocía a su familia, su esposa y sus hijos. Sé que mi primera asistencia como ponente a un congreso internacional fue, en cierto sentido, gracias a él y a sus artificios en el comité organizador. Insistía mucho en la cuota de género en la academia. Viajamos a Colombia juntos. El viaje de ida fue muy tranquilo. Como es mucho mayor que yo, además de cómo maestro lo veía como a un colega de mi padre y disfrutaba mucho de su charla profunda a la vez que apreciaba sus consejos. Pero el vértigo de la situación, el calor en Cali, el baile y unos rones de más en la cena de inauguración del congreso, me hizo su amante esa noche. Yo, al principio, estaba entre asustada, confundida y fascinada. No quería eso pero no podía evitarlo pues me había tomado desprevenida y me daba susto. Pero no me separé de él ni un segundo durante toda la semana del congreso. Por supuesto que las cosas cambiaron cuando volvimos a México. En el avión de vuelta, José me planteó el asunto de manera clara y contundente. Por supuesto, él estaba casado, tenía una posición importante en la academia y una imagen que debía cuidar, pero al mismo tiempo estaba decidido a mantener aquello conmigo, si es que yo seguía de manera estricta las reglas del juego. Encandilada, la idiota de María dijo que sí, sin pensar bien a bien en las consecuencias.

De la noche a la mañana se me abrieron muchas puertas. Al poco tiempo entré a trabajar en un proyecto de la UNESCO para la integración regional de Centroamérica. Me tocaba analizar el impacto de las migraciones en las áreas rurales y el papel de la mujer en las comunidades sangradas por la migración y los conflictos armados de las décadas anteriores. Trabajé y viaje dos años entre Costa Rica, Nicaragua y Honduras, y no me pareció extraño cuando José se hizo cargo de la coordinación regional de la Costa Atlántica. Así tuvimos entonces más posibilidades de encontrarnos, cada vez que él viajaba a hacer sus labores de coordinador. Nunca pensé que él hubiese tenido esto calculado desde aquel congreso en Colombia. Aún hoy no creo que lo hubiese armado de esa manera aunque las malas lenguas aseguran que sí. Me volvía loca cada vez que nos veíamos, en Managua, en Tegucigalpa, en San José, y pasábamos unos días como si fueran de luna de miel. Luego yo de nuevo a las selvas y al cubículo, a trabajar intensamente para hacer más corta la espera de su siguiente visita, confeccionando encuestas, entrevistas, reportes, prospecciones. Trabajar duro para no pensar, para no sentir. Recuerdo una vez que nos vimos en Managua en los preparativos de una reunión regional de evaluación. Yo me estaba enamorando terriblemente de él y enfermamente de la situación. Después de hacer el amor a la hora de la siesta, le dije «te amo». Se lo dije de la manera más inocente y sincera. Lo dije así porque así lo sentía. Pero entonces, casi como si yo hubiese apretado un maldito resorte, él se incorporó furibundo y me miró muy serio. «María», me dijo, «lo que acabas de decir es catastrófico, pues un “te amo” es lo más dañino que puede sucederle a nuestra relación. Luego viene otro y luego otro; y pierdes la noción de la realidad pues son situaciones falsas. Ello nos obligaría a comportarnos entre la fidelidad y la traición. Y si te obsesionas con ese sentimiento, ¿quién podrá luego responderte? Yo no, y ahí comenzarán los rencores de tu parte. No María, nuestro acuerdo es muy otro. Seamos prácticos». José no me dio tiempo a contestarle, saltó a la ducha y se arregló para bajar a la cafetería del hotel a recibir a los responsables de la evaluación del proyecto que eran funcionarios del FMI.

El amor, ya lo dijo alguien una vez, es una bestia que se devora a sí misma. Mi amor por José terminó devorándose a sí mismo, y casi termina por devorar a María. En medio de una crisis espantosa decidí renunciar al equipo de la UNESCO y borrarme del mundo académico y de José y del prestigio y de la cuota de género. Fue entonces cuando encontré este pueblo, este instituto de investigación, este proyecto que apenas arrancaba modestamente con fondos públicos estatales y para el que solicitaban una encuestadora. Fue cuando encontré esta calle con su ruido y a un coordinador de nombre Antonio que insistía en tirarme la jauría encima. Antonio tenía un tesón espeso como su bigote, pero no llegaba a ser impertinente. Por supuesto yo no quería enfrascarme en ninguna relación y sólo quería trabajar y trabajar sin que el ruido me distrajera. Sin embargo, con la relación cotidiana que establecimos en la última etapa del proyecto, Antonio supo ir bajándome la guardia. Todavía recelosa, se me ocurrió invitar a cenar a las chicas y a Antonio a la casa. Recuerdo que quedamos para un jueves. Temprano, salí de la reunión de trabajo, hice las compras y me dediqué a preparar unos tallarines y una ensalada. Desde la cocineta del departamento escuchaba los consabidos ruidos de la calle y, en algún momento, temí que el olor de la cebolla quemada en manteca del carrito de la esquina se fuese a posesionar del sabor de los tallarines o que el polvo se fuera a meter en la salsa. Prendí unas velas para conjurar el peligro. Habíamos quedado para las nueve y a las ocho cuarenta las chicas llamaron para decirme que no vendrían porque ambas estaban mal del estómago. Ni por asomo se me ocurrió la posibilidad de una conspiración. Por suerte no había echado los tallarines al agua ni aderezado la ensalada, pero la cantidad de salsa y las dos botellas de vino abiertas me pusieron nerviosa. Además, Antonio tocó la puerta diez minutos antes de las nueve. Suspiré angustiada y, recordando a la abuela, me persigné con los ojos cerrados.

Antonio resultó ser muy simpático. Cuando le dije que acababan de llamar Eva y Susana para avisar que no vendrían puso cara de fingida sorpresa. «Trataré entonces de no aburrirte, María», dijo. De pronto, fui consciente de la locura que estaba sucediendo. Estaba en mi departamento, sola, con el hombre que me venía echando los perros desde hacía casi dos años. Pero traté de hacer como si nada, a fin de cuentas era mi compañero de trabajo y el coordinador del proyecto. Ya habíamos estado saliendo y nos habíamos comportado como amigos. Además, mis límites habían quedado claramente establecidos en los últimos meses. No podía pasar nada. Antonio ayudó a ello, pues comenzó a hablar de cosas del trabajo sin hacer ninguna alusión a que estábamos los dos solos. Seguimos hablando de los asuntos de la coordinación del instituto mientras bebíamos un aperitivo y la charla derivó en los nuevos libros de antropología mientras comíamos la ensalada. «A propósito», me dijo «acabo de recibir el material que publicó el fondo para la integración regional de Centroamérica. Nunca nos dijiste que estuviste trabajando ahí. No lo pusiste en tu currículum». Le expliqué que no, que había olvidado ponerlo. Me miró con suspicacia: «Nadie olvida haber realizado un trabajo tan importante como el que hiciste, menos bajo la dirección del doctor Martínez». Le dije que era asunto mío, que yo consideraba que no había hecho un buen trabajo, que había entrado en el proyecto por un error, en fin, que dije y me desdije de la manera más estúpida mientras le servía los tallarines. Se hizo una pausa que él aprovechó para probar la cena, y supo romper mi incomodidad alabando la salsa de los tallarines. «Es una salsa de quesos, sencilla, no vale la pena, además me salió mal pero me encanta que te guste», dije yo muy torpemente.

Antonio buscó la manera de retomar el hilo de una conversación formal y un tanto anodina. En ese momento se terminó la cinta de música que tenía en el aparato y el ruido de la calle se hizo mucho más presente en el departamento. «Es muy ruidosa esta calle, María». Le contesté que sí, que sí lo era. Me preguntó que por qué no me mudaba de ahí, que debía ser muy difícil lograr concentración para trabajar en casa. Le dije que ya me había acostumbrado, y que no resentía la ausencia del silencio. Me dijo entonces que si yo quería, él podía ayudarme a conseguir un mejor sitio, cerca del centro regional, lejos del ruido. Le agradecí, pero le dije que no, y que no necesitaba ayuda. Además, le dije que el proyecto estaba por terminar y que no teníamos seguridad de una nueva asignación presupuestal y que seguramente yo tendría que ir buscando en breve otro trabajo en otro sitio. Antonio se limpió el espeso bigote muy ceremoniosamente con el reverso de la servilleta y bebió un largo sorbo de vino. «Pues mira María. Quería adelantarles a ti y a las chicas las noticias de esta mañana. Pero aprovechando que nada más estamos tú y yo te voy a hablar bien clarito. Antier aprobaron unos fondos federales para el desarrollo regional y nuestro instituto se beneficia de un buen presupuesto para seguir con los proyectos por al menos los próximos cinco años». Debo haberme quedado con una cara de boba, pues Antonio insistió: «Sí, cinco años por lo menos. Así que tienes trabajo para rato. Porque además, reconocemos que el proyecto se ha levantado mucho gracias a tu trabajo, y por eso queremos ofrecerte la coordinación de investigaciones en el área de la sierra, lo cual implica, por cierto, más salario y mayores responsabilidades. Sobre esto, la gente de Morelia está de acuerdo». El departamento retumbó al paso de una discoteca ambulante montada en una troca mientras que yo me levantaba por más vino para brindar por las buenas noticias. «Eso sí», dijo Antonio entre risas y con el vaso de vino en ristre, «tendrás que poner tu currículum completo para que pueda hacer la propuesta y cambiarte de casa a una calle menos ruidosa». Brindamos felices.

No sé bien a bien cómo se dio el resto de la cena. Charlamos mucho y poco a poco Antonio se fue metiendo en mi vida. Ayudó la alegría de las nuevas noticias, el vino y, sobre todo, el ruido constante de la calle que lograba abrirme el alma como si estuviera en el confesionario. Le hablé de Paco, de Emiliano, de mis padres. Le hablé incluso de mis berrinches adolescentes y de mis ideas de llevar la contra metiéndome a misionera. En el café le conté todas las cosas que se veían desde el ventanal de ese departamento. Incluso, le expliqué detalladamente la taxonomía de los ruidos, del polvo y de los hedores de la calle. Claro que no mencioné a Diego para que su fantasma escondido en las paredes no se fuera a dar por aludido. Y yo no sé cómo lo logró, pero Antonio debió haber sabido las palabras adecuadas, las frases justas, las miradas precisas. El silbato del vigilante en bicicleta rompió el amargo encanto del primer beso cruzado sobre las tazas vacías. En mi cama, su cuerpo conjuró el fantasma de Diego que escapó despavorido de entre los huecos del yeso de la pared en los que se escondía. Sus labios hicieron a un lado a Paco como si fuera una pelusa en los míos. Su aliento borró las palabras de José que habían envenenado mis sentimientos e, incluso, estuve a punto de decir “te amo”, cuando sentí que las tensiones se disipaban. Pero después de tanta tensión acumulada en mi vida, me quedé dormida sin decirle ni siquiera gracias.

Pasó una cantidad de tiempo de la cual no tengo memoria. Solo recuerdo que me despertaron los ladridos de los perros. Parecían furiosos. Pero yo sé que los perros ladran incluso cuando tienen miedo. Antonio se despertó también y miró el reloj. «Ya me voy —me dijo—, para que no me vean salir tus vecinos en la mañana, ya ves lo chismoso que es este pueblo». Me dio dos besos y se levantó para vestirse. Cuando entró al baño yo me estiré en la cama con una sensación de paz que hacía mucho tiempo no había sentido. Era una percepción tan extraña que me pregunté qué es lo que me estaba pasado; hasta llegué a pensar que sería por culpa de haber tenido sexo con Antonio. Pero entonces me percaté del silencio. Al principio fue como un golpe, como una bomba de vacío aplicada a los oídos, como un estallido en el mero centro de mi sangre que me paralizó repentinamente en una emoción entre dolorosa y placentera. Los perros habían callado. El aire era tan mudo que parecía que no existían autos, ni radios, ni voces, ni olores y que el polvo que siempre me atosigaba se había vuelto ilusorio. No había música traída y llevada por el viento. La calle se había vaciado de ruidos y entraba a llenarla una calma pasmosa.

Era la primera vez del silencio, de que yo lo percibía recorriendo esta calle del pueblo donde yo vivo desde hace casi dos años y, en un santiamén, parecía que los sonidos nunca hubiesen existido. Por más que me esforcé no pude, incluso, escuchar los ruidos de Antonio en el baño. Yo sabía que los hombres siempre hacen mucho ruido cuando van al baño. Es como si el escándalo de su chorro les ayudase a marcar territorios o declarar su hombría; aunque la ausencia de ese sonido intimidatorio bien podía ser porque Antonio, me había yo dado cuenta cuando estaba sobre mi cuerpo, se movía como un gato en cacería. Al rato salió del baño y terminó de vestirse mientras me decía palabras tiernas como queriendo ser amorosas. Pero yo no estaba poniéndole atención porque trataba de escudriñar qué es lo que había en el fondo del silencio. «Se ve que estás dormida», escuché que me dijo entre brumas. «No te levantes, sé el camino». Me dio un beso muy tierno desde su punto de vista que yo tomé como protocolario y deambuló por el pasillo hacia la escalera. Sus pasos mudos atrajeron mi atención pero comenzaron a ponerme incómoda. Me tallé los ojos y las orejas y las mejillas en medio de un nerviosismo que hacía tiempo no experimentaba. Sentía mucho calor en el cuerpo. Me incorporé entre las sábanas mientras buscaba saber qué es lo que había amordazado al ruido. Nunca había escuchado tal calma. ¿Por qué había justo ahora un sosiego tan grande, tan profundo? Oía cómo las pisadas de Antonio en cada escalón se recortaban contra la nada de afuera y que el eco del silencio era tal que absorbía el sonido de sus pasos hasta desaparecerlo.

Sólo un rato después de que Antonio abrió la puerta de la calle regresaron los sonidos. Me di cuenta de que el silencio, la primera vez y única del silencio, había llegado a su punto culminante y comenzaba a ceder poco a poco, para que el ruido lo llenara todo de nuevo. Por eso se lo quiero contar, doctor, con todos los pelos y todas las señales, como dicen. Respiré. Me levanté de la cama y me metí al baño para echarme agua en las manos y en la cara para quietarme ese calor en la piel. Pero también, lo confieso, para buscar una pastilla. De ésas que me hacen bien pero me tumban. Cuando me dirigí a la cocina por un vaso de agua, noté la corriente de aire que venía de abajo, de la puerta del departamento, como si se hubiera quedado entreabierta. Pensé en bajar a cerrarla. No hay nada que me moleste más que el descuido de la gente. Al llegar al rellano de la escalera, vi la sombra, aumentada por las luces de las patrullas, del zapato de Antonio, vacío de él, inerte, atorado en la rendija de la puerta. Por fortuna, algún inquilino previo dejó instalado un mecanismo que me permite abrir y cerrar la puerta de la calle desde arriba, con unos cordeles como de cortinero. Es muy útil, porque en tres o cuatro intentos pude cerrar la puerta a pesar del zapato de Antonio que trababa todo. Pensé que a la mañana siguiente tendría que bajar a platicar con la dependienta de la tienda, la que me vendió los camisones de algodón que compré por el calor y que me chismea todo lo que pasa en este pueblo, para que me cuente qué fue lo que pasó en esta primera vez del silencio. Porque entonces, en la calle, los nerviosos de mis vecinos se la pasaban dando de gritos sobre algo de una balacera. ®

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Publicado en: Narrativa

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