Hace setenta años se publicó el libro del sociólogo estadounidense vaticinó el surgimiento de una nueva clase política rectora de los procesos de producción y distribución.
Mientras los doctrinarios de la administración y gurús del management manifiestan su hegemonía cultural en ventas millonarias de libros y dictando conferencias a las élites empresariales en giras internacionales, confirmamos en México, como en tantos otros países, algunas de las tesis planteadas por el sociólogo estadounidense James Burnham (1905-1987), quien en su libro La revolución de los directores (Buenos Aires: Sudamericana, 3ª Ed., 1967; título original The Managerial Revolution, 1941) anunció el surgimiento de una nueva clase política que trasciende a la clase capitalista como rectora de los procesos de producción y distribución, e inclusive en las decisiones políticas nacionales e internacionales: los managers; término que, con las dificultades que entraña una traducción apropiada, puede expresarse indistintamente como gerentes o directores. Burnham, de origen trotskista y luego converso a las líneas de pensamiento más derechistas, plantea que la sociedad está en un proceso que se inició en 1914 y concluiría en unos ochenta o noventa años, transitando entonces de un sistema capitalista a uno direccional (o gerencial), proceso cualitativamente comparable al de la transición del feudalismo al capitalismo.¿Habrá previsto Burnham, condecorado por Ronald Reagan, con tanto tino estos cambios, que no es casualidad que Peter Drucker haya escrito un libro titulado La sociedad postcapitalista (Post-capitalist Society, 1993), exactamente en el plazo que calculó? Dice Drucker (p. 48): “Se han necesitado menos de cincuenta años —de 1945 a 1990— para que la Revolución Administrativa se volviera dominante y mundial”, lo que significa que la administración se considera necesaria en todas las organizaciones, sean de negocios o sin ánimo de lucro. En este texto Drucker afirma que el capitalismo se ha transformado a tal punto que ya no puede ser considerado como tal; que los trabajadores jubilados, con sus fondos de pensión ahorrados en sociedades de inversión, son los mayores capitalistas —propietarios, como tales, de las grandes compañías de sociedad anónima—, y que hay un grupo de especialistas profesionales director de los destinos de las empresas.
Estas nuevas formas de organización del trabajo tienen consecuencias importantísimas en la organización del Estado y su gobierno. La revolución de la que hablaba Burnham consolidaría a los directores no sólo como una nueva clase política, sino como clase gobernante. El dominio de los directores estaría garantizado a partir de que el Estado se constituyera en el principal poseedor de los medios de producción. Esto ocurrió en distintos países y fracasó, como todos sabemos. Allí falló Burnham, pero acierta cuando afirma que el ascenso de los directores como clase gobernante se daría por la complejidad de los procesos económicos, lo cual hace imprescindible que un grupo de especialistas controle y administre los procesos productivos y distributivos, y que, con el paso del tiempo, llegarían a controlar al Estado en regímenes totalitarios como el soviético o en democracias liberales como la estadounidense.
Si en un principio los tecnócratas tenían la obligación de adaptarse a la cultura organizacional y prácticas de las burocracias corporativistas y de los políticos caciquiles, ahora es la clase gerencial, con la pragmática que le caracteriza, la que impone a lo largo y ancho del aparato público sus valores, procedimientos y criterios.
Considerando los matices que le dan los acontecimientos históricos, puede constatarse la tesis de Burnham, dada la consolidación de la tecnocracia como aparato ejecutor de las alianzas de las oligarquías, y en tanto los poderes políticos tradicionales de las instituciones de los sistemas partidistas y republicanos se desdibujan y languidecen ante poderes fácticos que trascienden las limitaciones territoriales: empresas multinacionales, capitales financieros, medios de comunicación; organizaciones no gubernamentales (o del tercer sector, como diría Drucker), e incluso guerrilleros internautas, por no citar organizaciones delictivas. Es decir, hay actores cuyas distintas influencias resultan determinantes de los acontecimientos políticos más importantes e influyen en no pocas decisiones de los órganos oficiales de los poderes republicanos.
Es un hecho que varias multinacionales poseen un capital superior al Producto Interno Bruto de algunos países. Entonces, si los presidentes de las gigantescas corporaciones pueden dirigirlas con eficiencia, eficacia y calidad, ¿por qué entonces no habrían de ser capaces de dirigir Estados, sobre todo si han probado sus habilidades en liderazgo? Ha llegado el momento en el cual no sólo se trata de que los managers ocupen puestos de elección popular y algunas de las carteras más importantes de la administración pública central y paraestatal, se trata también de que la organización, los procesos, el enfoque del servicio y las políticas públicas adquieren cualidades cada vez más gerenciales; de hecho se le llama nueva gerencia pública a esta tendencia modernizadora de instaurar una normatividad científica en la planeación y dirección estratégica del sector público que incorpora a su jerga discursiva vocablos como implementación, accountability, responsiveness, entre muchos otros, y la evaluación de su desempeño en indicadores que miden metas y cumplimientos de objetivos.
Si en un principio los tecnócratas tenían la obligación de adaptarse a la cultura organizacional y prácticas de las burocracias corporativistas y de los políticos caciquiles, ahora es la clase gerencial, con la pragmática que le caracteriza, la que impone a lo largo y ancho del aparato público sus valores, procedimientos y criterios. Cuando el maestro Daniel Cosío Villegas hablaba del estilo personal de gobernar se refería a las cualidades con las que cada presidente caracterizaba su gestión de acuerdo con su cultura política y gustos particulares. Ahora los managers, por supuesto, marcan ya cambios en la cultura organizacional dentro del aparato gubernamental. Les gusta lo funcional, lo práctico. Son claros en su forma de hablar y honestos al decir lo que piensan. A veces demasiado. ®