El autor de esta crónica reconstruye los hechos que tuvieron lugar en la ciudad canadiense durante la Tormenta del Siglo, en la que, a los seis meses de vida, estuvo a punto de morir, de no ser por la oportuna intervención de un héroe de película: su abuelo.

a Jorge Comensal
Mi primera muerte ocurrió apenas cinco meses después de haber venido al mundo.
La Tormenta del Siglo, como a la fecha se le sigue llamando en la ciudad de Montreal, comenzó el 3 de marzo de 1971 y se detuvo el 5 de marzo. Setenta y dos horas de nevada no suenan ni evocan al fin del mundo, pero el hecho es que durante esos tres días con sus respectivas noches Montreal fue sepultada bajo un metro de nieve. No me pregunte por qué, la meteorología no es precisamente lo mío, pero la nieve de marzo —el mes más cruel en el Este de Canadá― es una nieve distinta a la que cae el resto del invierno: desde finales de noviembre, cuando apenas cae una nevisca que, como tal, ni siquiera llega a endurecerse, o las típicas precipitaciones durante enero y febrero, que traen consigo una nieve gruesa pero la cual, debido a los alucinantes cambios de temperatura durante el día, termina por volverse slush, una especie de légamo, mezcla de nieve aguada con la arenilla con que el gobierno municipal cubre los casi cuatro mil kilómetros de aceras, calle por calle, en avenidas y bulevares, en las estrechas calles del antiguo barrio judío donde Leonard Cohen se instaló después de concluir la universidad para empezar a escribir y aprender a tocar la guitarra, el emblemático Plateau Mont–Royal, el mismo barrio en el cual el mejor escritor canadiense hasta la fecha, Mordecai Richler, describe en elocuentes y divertidas novelas y relatos perfectos una ciudad que ya sólo existe en sus libros: es decir, en la imaginación de sus lectores, entre quienes, desde luego, me cuento y cada vez que recorro los que también fueron mis viejos territorios, vuelvo a otra ciudad, reingreso ―gracias a esas lecturas, a toda esa música― a una edad sin edad precisa, mil veces mejor, más asombrosa, también más inquietante que la que tengo ahora.
Una salvaje tormenta de nieve y viento se cebó con máxima violencia sobre Montreal ―aquí violencia significa también vientos con la fuerza de un huracán inusualmente nórdico, sin el menor trazo ni ensoñación del tipo realismo mágico—.
Por efecto de múltiples y furiosas masas polares empujando unas contra otras, una salvaje tormenta de nieve y viento se cebó con máxima violencia sobre Montreal ―aquí violencia significa también vientos con la fuerza de un huracán inusualmente nórdico, sin el menor trazo ni ensoñación del tipo realismo mágico—. La urbe donde nací en el otoño de 1970, el país todo, ubicados en la parte norte, casi ártica, del hemisferio, no eran ajenos a los largos y blancos inviernos: Moscú pero sin asesinos ni cárceles. Pero aquello fue otra cosa: la fuerza del viento llegó a ser tal que los árboles centenarios eran arrancados desde la raíz, los copos de nieve, trasmutados en rocas de hielo macizo, se estrellaban contra calles y banquetas. Los cables terminaban por ceder al peso de las estalactitas que pendían de ellos. No hubo electricidad durante más de una semana, lo cual no es un asunto menor en semejante parte del planeta, al norte del paralelo 40. La oscuridad reina antes de las cuatro de la tarde. El frío no es tal: es un infierno de dos dígitos bajo cero.
En el recuento de mi vida, en este caso de lo que pudo haber sido mi muy corta vida, es fama que los entre los dos a tres primeros años padecí toda clase de afectaciones de las vías respiratorias y de los pulmones.
La Tormenta del Siglo llegaba a sus endemoniados primeras cuarenta y ocho horas, jueves 4 de marzo de 1971.
La leyenda dice que ese preciso día el crío, bebé, pequeña masa de seis meses, apenas respiraba y jadeaba intentando jalar un poco de oxígeno hasta mis pulmones; ante el pavor de mi madre, mi diminuto rostro de bebé comenzaba a adquirir un amenazante tono azul. Al parecer, no sabía qué hacer si alguien no le indicaba qué decisiones tomar por sí misma ―rasgo que, por cierto, mantiene ya entrada en la octava década de su vida—. De mi padre no se sabe si se hallaba acobardado ante la situación, inmovilizado de miedo, con la cabeza metida debajo de una almohada, encerrado en alguna habitación del apartamento que ocupábamos los integrantes de la familia, a saber: mis progenitores y mi hermano mayor, un niño de tres años de años de edad.
Nunca, en más de cincuenta años transcurridos desde entonces, alguien me ha dado una versión en la que mi padre haya estado o no presente, no se diga que haya tomado cartas en el trasunto de saber si el segundo hijo, luego vendría un tercero, lograría respirar con suficiencia mientras en el exterior, afuera, la Tormenta del Siglo desgraciaba a Montreal sin la menor clemencia.
En cualquier caso, el episodio de recurrentes fallas respiratorias ocurrido durante la Tormenta del Siglo, ese mismo que, casi con toda certeza, iba a desembocar en mi muerte a los pocos meses de haber nacido, feliz o azarosamente no ocurrió.
Hacia adelante partimos los tres, trepados en la motonieve, el abuelo al manubrio, yo envuelto en la misma piel de bisonte o de oso con el cual él también se cubría, y mi madre prendida por las uñas de dos tubos laterales oxidados y no muy firmes, más bien a punto de arrancarlos, en una suerte de silencioso pánico rogándole a dios no salir arrojada al vacío por la fuerza con que mi abuelo acometía cada movimiento.
Mi abuelo, JP, un hombre macizo, espaldas anchas, estatura baja, en esos años extrabajador de la construcción y exitoso ―exitoso no suena ni corresponde al carácter del abuelo: en cambio astuto, observador y obstinado le van mejor― excontratista, un hombre acostumbrado a dar la cara por los suyos y sin duda curtido en trances más complicados que una tormenta de nieve, recibió la noticia: uno de sus nietos estaba pasándolo peor que mal, y ante la inacción del supuesto hombre de la casa ―que el personal inclusivo, las los y les, me disculpen o me reprendan― decidió, sin pensarlo demasiado, que él no se quedaría encerrado en su casa esperando a que escampara el mal tiempo: entró a su garaje armado de un bidón, desenroscó el tapón de gasolina de un viejo ski–doo o motonieve o snow mobile, llenó el pequeño tanque de gasolina y salió a enfrentar el vendaval como el hombre resuelto y expeditivo que era, con apenas unos años de educación pero poseedor de un sentido tan filoso como algunas de las herramientas con las que trabajó desde que tuvo conciencia de sí mismo.
Como también era el padre de seis niñas y un niño, a quienes nunca dejó de procurar ―un gen que no todos, especialmente las hijas, heredaron―, no pasó mucho tiempo antes de que recalara en casa de mis padres, en el apartamento que ocupábamos a unas cuantas calles, en el mismo barrio que él mismo había construido y en cual todavía viven mi madre, un tío que alterna la ciudad con la tundra, tres primas y cuatro de mis sobrinos.
Llegó y abrió la puerta del apartamento con una patada precisa, calculada para no dejarla hecha pedazos.
Sin hacer mayores preguntas acerca de mi estado de salud, al ver mi rechoncho rostro ya franco color de betabel, supo que la muerte rondaba entre aquellas cuatro paredes. Sin siquiera voltear a ver a mi padre se limitó a pronunciar una orden marcial: Nous allons à l’hôpital, tout de suite, allons–y. Levantó a mi madre con un brazo y con el otro me enrolló en una piel de bisonte o algo parecido que él, mi abuelo, el constructor, el hombre de las intemperies, traía sobre las espaldas, y con mi madre y yo a cuestas descendió, mostrando la habilidad del joven atleta que definitivamente no era, a saber cuántos peldaños de las escaleras que iban desde el tercer y último piso hasta la puerta que daba a la calle.
Otro patadón bien medido.
Pensaba o, mejor dicho: actuaba como aquel sufrido filósofo danés: en semejantes condiciones climáticas, en efecto la vida, en este caso mi muy corta vida, sería mejor comprendida viendo hacia atrás, pero solamente sería vivida en la medida en que el abuelo siguiera mirando hacia adelante, moviéndose sin dudar ni titubear, con la habilidad de un cazador y la intuición de un trampero metido hasta el fondo de las montañas, ahí donde cualquier descuido, cualquier tropezón resulta en funestas consecuencias.
Y así fue: hacia adelante partimos los tres, trepados en la motonieve, el abuelo al manubrio, yo envuelto en la misma piel de bisonte o de oso con el cual él también se cubría, y mi madre prendida por las uñas de dos tubos laterales oxidados y no muy firmes, más bien a punto de arrancarlos, en una suerte de silencioso pánico rogándole a dios no salir arrojada al vacío por la fuerza con que mi abuelo acometía cada movimiento, buscando surcos entre los aviesos promontorios de nieve, de súbito arriesgando el pellejo, tres pellejos en realidad, haciendo brincar la motonieve por encima de montículos de hielo macizo ―como si en lugar de ir los tres miembros de la misma familia trepados en una motonieve se tratara más bien de las típicas lanzadas que practican en las aceras los niños con sus patinetas o sus bicicletas durante el verano.
Aquel viejo pero resistente ski–doo del abuelo ―al día de hoy sigo sin saber si se trata de uno de esos tempranos, casi inverosímiles recuerdos o bien de mi imaginación― se desplazaba entre una multiplicidad de despojos: automóviles enterrados en el hielo, zombies que preferían deambular en una ciudad que había desaparecido bajo la nieve en lugar de permanecer resguardados en sus apartamentos en la más helada soledad, gente con la suficiente paciencia tratando de rescatar lo irrecuperable, la basura dejada tras el violentísimo paso de la Naturaleza…
En minutos que duraron una eternidad, hablo de la Era del Hielo, el abuelo ―que conocía el hospital al que nos dirigimos como la palma de su mano― no necesitó levantar sus robustas botas de invierno para abrir las puertas del nosocomio: detuvo la motonieve hallándose al interior de la sala de urgencias: sí, de película chafa, pero así llegamos y así me entregó el abuelo a los médicos en turno quienes, al ver el color de mi pequeña cara, convertida en una mascarita de Blue Demon y escuchar mis intentos fallidos por inhalar oxígeno, me tomaron en sus brazos, nada de camilla, nada de tramitologías, y me condujeron directo a un cubículo o algo parecido, suficientemente equipado para resucitar a un muerto, anciano, adulto o infante.
El abuelo, no podía ser de otra manera, entró en la pequeña habitación y no se movió, no pestañeó siquiera, hasta que él mismo vio y confirmó que la piel azulada de mi rostro y mi respiración eran las de un niño vivo.
Quizá llegado ese momento mandó todo al diablo y refutó, en un diálogo íntimo con Tomás, el dogma entonces todavía prevaleciente: a mí nada de creencias: yo, el abuelo de este pequeño, el entonces sexto de mis nietos, necesito ver para creer.
Nunca supe si tuvo esa conversación.
Sobreviví gracias a él.
Vaya maldición: ni así sigo sin ver ni creer. ®