El autor de esta dolorosa crónica–confesión fue de todo y sin medida, como dice la popular canción. Lo tuvo todo y estuvo a punto de perderlo. Hoy el amor de su hijo y la literatura lo han devuelto a la vida.

Cuando me convertí en padre,
los ecos de mi pasado se transformaron en gritos.
En todo mi ser había una certeza fría e insidiosa
que crecía como un cáncer y que afirmaba
que a lo más precioso de mi vida iban a pasarle cosas terribles.
Eso fue lo más aterrador que había experimentado hasta el momento.
Mirase donde mirase, sólo veía peligro.
—James Rhodes, “Instrumental”
Si a veces sientes que hace años no amanece /
Y que has vivido tantos días en un coma tan profundo.
—Love of Lesbian, “El Mundo”
Para mi hijo
Ya no recuerdo en qué hotel, en qué ciudad me perdí. Ni en qué sala de espera, terminal de autobuses, aeropuerto o cuarto de interrogatorio —white room— me mantuvieron detenido por horas, hasta percatarse de que no era una persona peligrosa y dejarme volar de regreso a casa, a ningún lugar, a otra conferencia, lectura, presentación de libros, feria, taller literario o encuentro de narradores. ¿Era yo una persona peligrosa? Ya no lo sé. Prefiero dejar esa respuesta a la conciencia de ustedes, cuando terminen de leerme.
¿Cuántos fondos hay que tocar antes de romperte la cabeza contra el asfalto por completo? El número es infinito. Y la única certeza es la muerte: la muerte que yo viví en vida. Pero hoy, frente a todos ustedes, decido alzar la voz, ponerme de pie, revivir, emerger de la tumba que cavé en el “cementerio–club” de mis pasiones con mis propios actos, para contarles una historia…
Me sirvieron el mundo en charola de plata, con su florero, agua y flores exóticas que, pronto, se marchitarían y sólo dejarían el hedor. Hubo momentos en que tuve todo a mi alcance: bastaba una llamada, un repiqueteo, un correo electrónico o un WhatsApp para que la magia se manifestara —fiel a sus practicantes— exitosa y al dente. Otras veces eran ellos quienes me ofrendaban: un correo, un escueto mensaje de texto. «¿Te gustaría dar una conferencia sobre narrativa marginal?», «¿Vendrías a presentar el último número de la revista Vice en español?», «Te invitamos a moderar un diálogo sobre los peligros de escribir crónica en el siglo XXI junto a Carlos Velázquez». Un encuentro, una moderación, la insigne presencia: pagos, viáticos, hospedaje y sueldo en otra ciudad; las posibilidades se multiplicaban, y ya se los digo, lo eran. Pasaba más tiempo en hoteles que en mi propia casa; allá, todo era orden y belleza: lujo, calma y voluptuosidad. Muebles relucientes pulidos por mozos que decoraban la escena de mi alcoba, la puesta en escena de una trágica obra de teatro. Dentro de esa utilería, las flores más bellas se mezclaban con el vago aroma del whisky; amplios salones y espejos de los que emergían mujeres capaces de apuñalarte por la espalda durante la noche, el esplendor occidental de las catedrales del Bajío. Todo hablaba a mi alma en una lengua maternal y secreta: la de la trampa.
Pasaba más tiempo en hoteles que en mi propia casa; allá, todo era orden y belleza: lujo, calma y voluptuosidad. Muebles relucientes pulidos por mozos que decoraban la escena de mi alcoba, la puesta en escena de una trágica obra de teatro. Dentro de esa utilería, las flores más bellas se mezclaban con el vago aroma del whisky; amplios salones y espejos de los que emergían mujeres capaces de apuñalarte por la espalda durante la noche, el esplendor occidental de las catedrales del Bajío.
Esas llamadas no eran exactamente una invitación a un lugar físico, sino a un estado de conciencia, a una comunión de sensaciones, a la promesa de un recogimiento espiritual frente al mundo y sus angustias. A mí, como a Salomé, me habían traído en bandeja la cabeza de Juan Bautista: la fama.

Quien invita no sólo ofrece: pone a prueba su poder de convocar, de abrir la puerta de su ciudad, de su intimidad, de su deseo o de su misterio. Y quien recibe la invitación enfrenta una elección: quedarse en la comodidad de lo conocido o aceptar entrar en un territorio ajeno, acaso peligroso. Para mí, la invitación fue siempre un viaje al exceso, al lujo y a la voluptuosidad, donde el cuerpo y el espíritu se perdían. Así me perdí: en una trampa existencial, seducido por el abismo, por la cortesía del verdugo que sonríe antes de soltar la guillotina.
Los gestores culturales, funcionarios públicos de alcurnia, presidentes municipales y secretarios de cultura me hacían un convite que nunca era inocente. Era la llave de una puerta que, al abrirse, no garantizaba regreso.
Una tarde almorzaba en alguna ciudad del país con Piro Pendás, lider fundador de la banda Ritmo Peligroso; cenaba con el grupo argentino de post–punk Mujercitas Terror; me presentaba en el estudio de arte Hospital del artista Christian Franco; continuaba el after con escritores de moda en un antro gay y llegaba al hotel al despuntar el día, con tres o cuatro chicas aguardándome en el lobby. Al otro día tenía que estar presto para dar una lectura y, después de aquello, vendría otra vez la brillantina y el oropel, ad infinitum, ad nauseam.
Mis amigos eran Arturo Ybarra, guitarrista de Rostros Ocultos y pastor evangélico; el artista visual Pablo H. Cobian; la fotógrafa sueca Maj Lindstróm; el escritor y filósofo existencial Guillermo Fadanelli; el novelista michoacano Darío Zalapa Solorio, autor de Perro de Ataque (2022); el baterista Chema Arreola, nieto del escritor Juan José Arreola; Juan Cirerol; El Muertho de Tijuana; la cineasta Tihui Arau; Bruno Darío; Dick El Demasiado; Silverio; el actor Roberto Sosa; Aurora Gil; Ariane Pellicer, Hugo García Michel. La lista podría seguir. Ya sé que puede parecer presunción o vanidad, pero no lo es: doy fe y registro de lo que pude alcanzar sosteniendo una pluma. Aunque sé que lo piensas: la mayor astucia del diablo consiste en hacernos creer que no existe. No es mi intención alardear; es la radiografía de un derrumbe. Y no todo lo que brilla es oro.
Había, sin embargo, algo tenue: una ternura imprescindible que me sacaba de aquel hechizo. Una manita, una sonrisa, una mejilla con olor a caramelo; una voz que decía: «Papá, no te pierdas; regresa». La escuchaba entre sueños y quimeras, rompiendo en dos mis pesadillas pobladas de mujeres y medusas fantasmas de largas colas sinuosas como mis venas. «Papá, regresa; no te pierdas». Sin esa voz, sin esa bondad omnipotente, no estaría escribiendo este texto. «No te pierdas», me decía desde el fondo de su corazoncito inocente y sanador.
Éramos una especie de simbionte: él y yo. Estoy seguro de que aún lo somos y que, desde el fondo de su alcoba, repite las palabras mágicas: «No te pierdas». Es una relación que precede a la sangre; juro por mi narrativa que soy un buen progenitor, y el que diga lo contrario puede hundirme el dedo en las costillas para comprobarlo o arrojar la primera piedra.
Fue un parteaguas en mi vida cuando nació André, mi hijo. Pensé: jamás me voy a alejar de él. Había un magnetismo oculto que nos unía desde otra dimensión, y durante sus primeros años fui un padre ejemplar. Daba clases en una universidad privada, lejos, muy lejos de los reflectores. Yo era quien lo dejaba en la guardería, quien le preparaba las papillas por las mañanas, quien hervía el agua para esterilizar sus biberones; me levantaba a bañarlo a las tres de la madrugada cuando ardía en fiebre, y me acongojaba semanas enteras cuando lo atacaba un resfriado o una infección en la garganta y no podía tragar más que lágrimas. Éramos una especie de simbionte: él y yo. Estoy seguro de que aún lo somos y que, desde el fondo de su alcoba, repite las palabras mágicas: «No te pierdas». Es una relación que precede a la sangre; juro por mi narrativa que soy un buen progenitor, y el que diga lo contrario puede hundirme el dedo en las costillas para comprobarlo o arrojar la primera piedra. Todo era ternura: una apertura en el cielo, una caricia de ángel, un jeroglífico de Dios en la tierra. Así escribimos juntos el libro Monólogos de un niño inconforme (2017), cuando André tenía sólo tres años, y la lucidez de su voz fue la de un storyteller que se jacta de serlo.

No culpo a nadie por esta ruptura. Que quede claro: no fueron los premios de Literatura Manuel José Othón que gané en 2014 y 2025, ni mi primera gira como escritor en Morelia —donde recorrí pueblos como Uruapan, Zirahuén y Janitzio—; tampoco fue Tierra Caliente ni la charanda. No culpo a nadie, salvo a mí.
Recuerdo bien Paracho: una secundaria rural donde descubrí el poder de mi voz y de mi pluma. En aquel entonces Michoacán saltó a los noticieros de toda la república por tener el índice más alto de suicidio juvenil del país —en un boletín del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) de 8 de julio de 2014 se indicaba que en Michoacán, para el año 2012, ocurrieron 147 suicidios, de los cuales más de la mitad (53.7%) fueron entre personas de 15 a 34 años de edad—. Esos ojos con uniforme me escuchaban como si fuera su propia sombra invertida. Juro que jamás había tenido un público tan receptivo: orejas prestas, ojos abiertos, lágrimas en cauces irrevocables; una cascada de sentimientos que brotaba desde lo más hondo. Aquella fue la primera vez que sentí un público real, que entendía al fin lo que escribía; que no oponía juicios ni opiniones y que escuchaba en mis relatos una somatización literaria del dolor más profundo: la desesperación del outsider, el destierro en casa propia.
Veo esa foto cada vez que me siento desconectado del mundo, porque me recuerda que, al otro lado del espejo, alguien con el corazón hecho trizas me extiende la mano y me dice: «Tu dolor es mío también». No me ha vuelto a ocurrir en ninguna otra lectura; ese día afiné con una arteria de lo divino, a través de la juventud.
Existe una fotografía en que la multitud de jóvenes de la edad de mi hijo se avalanza hacia la mesa y el micrófono para conseguir un ejemplar de mi libro Una pastilla más para que pase el dolor. No vendí ninguno; los regalé todos. Veo esa foto cada vez que me siento desconectado del mundo, porque me recuerda que, al otro lado del espejo, alguien con el corazón hecho trizas me extiende la mano y me dice: «Tu dolor es mío también». No me ha vuelto a ocurrir en ninguna otra lectura; ese día afiné con una arteria de lo divino, a través de la juventud.
Pero la puerta se cerraría con vigas y candados. Nadie es profeta en su propia tierra. Sigo sin vender un solo libro de los cinco que me han publicado desde 2015, por más que los intente promover. Perdí la confianza de todos. Traicioné a mis amigos, engañé a mis parejas, empecé a presentarme ebrio en lecturas oficiales; perdí el piso y me convertí en un insolente. Hoy ni mi hermano quiere cruzar palabra conmigo; mis vecinos me rehúyen y en redes sociales me han llamado «el Loquito del Centro». He tenido cuatro intentos de suicidio; le escribí un mensaje de WhatsApp a mi mejor amigo y padre por elección, anunciando mi muerte el pasado 27 de diciembre de 2024 y, como no logré concretar mi cometido, ni él ni nadie ha vuelto a confiar en mí. Ninguno quiere trabajar con un suicida en potencia: jugué, sin pensarlo, con los sentimientos más puros de las personas. Pateé el pesebre y lo que construí en años con sudor y sangre lo mandé al carajo en cuestión de minutos.
Ahora estoy desempleado, con la reputación en el fondo de una alcantarilla apestosa; no tengo un solo amigo y estoy a punto de perder la guarda y custodia de mi hijo. Pero no es un acto de victimización: es contrición, la confesión de alguien que lo tuvo todo y cuyo ego fue más grande que el afecto real de las personas que amaba.
En 2019 se me acusó, en el movimiento #MeToo, de acosador, quedando en el número tres de una larga lista de escritores. Los diarios La Orquesta y El Imparcial publicaron la nota, que aún permanece en la red, y aquello terminó por dilapidar mi carrera como escritor. Periódicos importantes en los que escribía columnas quincenales, como Los Angeles Times y Chicago Tribune, decidieron echarme; ya no formo parte de sus canteras. Ahora estoy desempleado, con la reputación en el fondo de una alcantarilla apestosa; no tengo un solo amigo y estoy a punto de perder la guarda y custodia de mi hijo. Pero no es un acto de victimización: es contrición, la confesión de alguien que lo tuvo todo y cuyo ego fue más grande que el afecto real de las personas que amaba.
Me sentí intocable, hasta que la tristeza me atravesó entero. Y la tristeza es un perro que muerde y no suelta. Es un tatuaje en el rostro, un estigma, una cicatriz visible, la marca de la saudade que me sigue a todos lados y no se borra ni con lejía. A veces pienso que hasta Dios se ha olvidado de mí, porque en los tramos de mi casa, de rodillas, flaco como una astilla, con el hambre incrustada en los huesos, me he hincado, llorado, implorado y rendido, y no hubo nadie que me levantara, salvo la soledad —la meta–soledad—, porque, como una broma macabra, el municipio donde vivo se llama Soledad. Es curioso: incluso la poesía ha logrado darme una bofetada.

El amor y la literatura son dos rescates invisibles que obran en silencio: cuando todo se derrumba y ya no queda ni la sombra de lo que fue, la palabra escrita se convierte en refugio y en cuerda. El escritor que lo ha perdido todo sigue de pie porque ha aprendido que, aunque no haya público ni amigos, la escritura es un acto de resistencia, un diálogo con lo sagrado, una manera de probar que todavía late algo dentro de él. No importa que no venda un solo libro: cada página es ya una victoria íntima contra el abandono, contra la desesperanza, contra esa voz interna que insiste en que nada tiene sentido. Allí donde nadie lo escucha, la literatura es su manera de abrazarse a sí mismo, de dejar un rastro para que, cuando llegue el amor —propio o ajeno—, tenga algo verdadero que ofrecer. Y hasta lograr encontrar a mi hijo a través de estos textos, no cesaré de escribir.
Con ese mismo gesto perseverante, con ese oficio que parece inútil y sin embargo sostiene, se puede tender la mano hacia lo que parecía perdido: un hijo, una relación rota, un vínculo que se creía irrecuperable. Porque el trabajo constante y la fe en la palabra no sólo reordenan la mente, también cicatrizan el alma hasta que uno es capaz de volver a mirar de frente. Recuperar un hijo —o la esperanza de hacerlo— no ocurre de golpe, pero la escritura, el amor y la obstinación en no rendirse son caminos para que, un día, las puertas se abran. No es autoayuda barata; es la alquimia lenta de quien insiste en permanecer humano cuando lo más fácil sería volverse piedra. ®
