Éste es un documental excepcionalmente cuidado desde el punto de vista estético —narrativo, fotográfico, de interrelación con otras artes como pintura, escultura y letras— que se quiere centrar sobre la tormentosa y lucrativa relación entre Saint Laurent y Pierre Bergé.
El mundo de la moda con sus protagonistas contrastantes, a tenor de la época, el país de origen y el empeño principal, más orientado hacia la creación artística o bien hacia el franco comercio, parece ser materia de interés para cineastas y documentalistas. Ambas vertientes, la más estética y la más provechosa, dominan en uno u otro caso particular, o bien se combinan de una manera que resulta inextricable. The Devil Wears Prada (David Frankel, 2006) sacudió el mundo de Hollywood con una comedia ligera ambientada en lo que más tarde se volvería claro para los no iniciados era el mundo de la revista Vogue, a través del documental The September Issue (R. J. Cutler, 2009), con las británicas Anne Wintour y Grace Coddington —la primera es el cerebro práctico y la segunda el cerebro creativo— como protagonistas. En la versión de comedia ligera, el cerebro práctico lo hace la multifacética Meryl Streep, al lado de Anne Hathaway, la soñadora, y Emily Blunt, la rival y contraparte. La inquietud por el mundillo de los diseñadores de ropa se había despertado antes en Francia, donde dos documentales elevaron la figura de un haut couturier a la altura de un icono de su tiempo, Yves Saint Laurent: Le temps retrouvé e Yves Saint Laurent 5 Avenue Marceau 75116 Paris (las señas de su cuartel general), ambos realizados sin mayores pretensiones que dejan un testimonio de aquel año señero para el diseñador, el 2002, cuando se presentara su última colección. Otros trabajos de documentación se sucedieron, con Lagerfeld Confidential (Rodolphe Marconi, 2007) y Valentino: The Last Emperor (Matt Tyrnauer, 2008). De igual manera puede mencionarse, como antecedente, el trabajo de ficción realizado por Olivier Assayas L’heure d’été (2008), con Juliette Binoche, Charles Berling y Jérémie Renier, un drama acerca del predicamento que surge con la muerte de la madre y el triste remate de las posesiones de valor e incluso el inmueble. Sin olvidar los dos largometrajes sobre la incontrovertible renovadora de la moda durante la primera mitad del siglo XX, Coco avant Chanel (Anne Fontaine, 2009), con Audrey Tautou y Benoît Poelvoorde, y Coco Chanel & Igor Stravinsky (Jan Kounen, 2009), con Anna Mouglalis y Mads Mikkelsen. Robert Altman dirigió Prêt-à-porter (1994), un filme que tenía que ver con el mundo de la moda, donde una multitud de historias confluían con personajes tan abigarrados como diseñadores, reporteros, modelos, editores, fotógrafos, con Marcello Mastroianni, Sophia Loren y Julia Roberts en los papeles principales.
El mundo de la moda con sus protagonistas contrastantes, a tenor de la época, el país de origen y el empeño principal, más orientado hacia la creación artística o bien hacia el franco comercio, parece ser materia de interés para cineastas y documentalistas. Ambas vertientes, la más estética y la más provechosa, dominan en uno u otro caso particular, o bien se combinan de una manera que resulta inextricable.
L’amour fou (Pierre Thoretton, 2010) es un documental excepcionalmente cuidado desde el punto de vista estético —narrativo, fotográfico, de interrelación con otras artes como pintura, escultura y letras— que se quiere centrar sobre la tormentosa y lucrativa relación entre Saint Laurent y Pierre Bergé, su compañero íntimo, mánager y al final heredero universal de sus bienes. Que la llamada subasta del siglo realizada en París en febrero de 2009, en mancuerna entre Christie’s y Pierre Bergé, en la que se recabaron cerca de 375 millones de euros, cifra récord hasta la fecha, haya sido convocada por este último, supuestamente para obtener fondos para la Fundación Yves Saint Laurent-Pierre Bergé la cual se dedica —entre otros fines— a contribuir a la investigación para el combate del sida, es un hecho que a lo largo del documental el mismo interesado pretende justificar, por medio de una serie de alegatos sentimentales de gran efecto. En momentos, por el tono de la voz, la expresión del rostro y las intenciones dramáticas, hasta puede dar la impresión de seguir un script previo y haberse convertido en una suerte de consumado histrión. No es el otro Pierre Bergé, el gritón, el ansioso, el inconmovible hombre de negocios, que se conoce de las entrevistas (recogidas en forma de fragmentos durante el documental). Bergé arguye en su defensa que alguien debía hacer que el agua se moviera. Yves era un artista consumado y no tenía cabeza para esas nimiedades. Bastante convincente resulta esta explicación. En momentos, alguien dotado de temperamento artístico, colocándose del lado del diseñador, hasta se siente satisfecho de tener semejante especie de gestor o capataz que se ocupara de todo eso. Tal es precisamente la impresión que Bergé pretende provocar en el espectador. Otras dos figuras fundamentales son las amigas íntimas y confidentes del diseñador, Betty Catroux y Loulou de la Falaise, quienes ofrecen testimonio y hacen remembranza. Las noches locas de franca débauche —con salidas a antros, sexo, alcohol y drogas— quedan en el recuerdo de estas gran damas, ahora regeneradas y abstemias. Los desaforados setenta quedaron atrás, con sus luces y sus sombras. El lado luminoso era un Yves Saint Laurent contestatario e innovador, en sus aportes a la moda, quien primero desafiaría al establishment con sus ideas y posturas, amigo de Andy Warhol, promotor del desnudo femenino más explícito, para luego convertirse en el modisto de mejor tono del mundillo parisiense, un preservador del bon goût, un anacronismo galopante, como dejaron en claro las numerosas retrospectivas, en grandes escenarios tanto exclusivos como populares, desde el Metropolitan Art Museum de Nueva York hasta estadios de futbol, donde diseños de batalla de los setenta se confundían con otros equivalentes de los ochenta y los noventa. ¡Todo Saint Laurent se había vuelto clásico! Consciente de su función casi de fósil viviente, la casa Saint Laurent-Bergé declaró que cuando el diseñador faltara se retirarían sin falta del negocio, cosa que en realidad no sucedió de esa manera. De hecho, ya desde los ochenta se habían vendido las provechosas concesiones de perfumes, accesorios y la célebre y profitable rama del prêt-à-porter, invención propia, distribuida desde la boutique Rive Gauche, abierta en fecha tan temprana como 1966 (la alta costura representaba tan sólo el diez por ciento de las entradas de la firma). Bergé es un as de las finanzas y de la política de altos vuelos (amigo personal de Mitterand, en excelentes relaciones con Sarkozy), siempre ha sabido vender o cambiar de rama justo a tiempo.
Respetuoso y consistente con los deseos de Yves, en vida él jamás habría consentido deshacerse de nada, a su muerte se aprestó a subastar casi todo. Un picasso por ahí, bastante sobrevaluado por cierto, se le quedó entre manos (Bergé declaró después que lo había conservado para ornato de la fundación). Vendió desde reliquias chinas, unas esculturas de la dinastía Qing, en forma de cabezas animales, por las que presentó reclamación formal el gobierno de China (de la cual se hizo caso omiso), antigüedades romanas, pinturas y dibujos desde Goya, Frans Hals hasta Matisse, James Ensor, Paul Klee y Alberto Giacometti. En fin, una sola pieza escultórica de Brâncuşi (así reza la ortografía rumana del apellido) rebasó con mucho los treinta millones de euros. Un frasco de perfume de Marcel Duchamp, el cual lleva por título Eau de voilette, sobrepasó el millón de euros. La fundación, por supuesto, se quedó con todas las prendas, diseños, dibujos, croquis y demás parafernalia de Saint Laurent. Algún día de seguro también se rematarán. Pierre Bergé es un zorro y sabrá hacerlo en el momento oportuno, si es que la vida se lo concede. Dejando en claro los insondables y por otro lado totalmente irrelevantes motivos y fines de Bergé, el feliz y ahora cargado de efectivo sobreviviente, habría que detenerse un poco más en el trabajo propiamente dicho de Thoretton y de Saint Laurent por separado.
El documental opta por un siempre correcto y homogeneizante blanco y negro. Gran parte del material de archivo estaba en este formato. Elegir igualmente el color hubiera sido oscilar de manera molesta entre uno y otro. Hay una iluminación suplementaria en la edición, toques de luz, que vuelven el trabajo atractivo y digno de la materia que aborda, por un lado, el arte puro (cuadros, esculturas), por otro, las llamadas artes decorativas o serviles (desde objetos de metal, porcelana, gobelinos hasta las mismas prendas de ropa). Es patente que esta división resulta un tanto cuanto obsoleta en el caso particular de Saint Laurent y eso debido a varias razones. Yves mismo se definía como un pintor fallido. Poseía para el dibujo un talento singular. De su imaginación y los trazos de su mano sobre el papel salían después, auxiliado por un ejército de artesanos (sastres, costureras, bordadoras, zapateros, peleteros y otros), las diversas y variadas prendas e indumentos que integraban sus colecciones. En su discurso de despedida, durante el 2002, recordó palabras de su venerado Marcel Proust respecto de la naturaleza nerviosa y necesariamente frágil del artista. Yves Saint Laurent vivió entre libros no sólo de arte, aunque primordialmente, sino también de bellas letras. Nacido en Orán Argelia, en 1936, en el seno de una buena familia, su padre era incluso de origen noble) fue bautizado bajo el nombre de Yves Henri Donat Dave Mathieu y desde muy niño presentó una marcada tendencia por distraerse confeccionando pequeñas muñecas de papel e iluminándolas a su gusto, una afición que habría de valerle la mofa de sus compañeros de juego. Más tarde se trasladó a París para iniciarse en la alta costura. Cuando contaba apenas dieciséis años ganó un concurso dejando atrás a Karl Lagerfeld. De ahí pasó a la prestigiada casa Christian Dior, a cuyo propietario sucedería a su deceso como director artístico. Luego el servicio militar, una mala experiencia ahí y su paso por un psiquiátrico, sumado a otras animosidades, suscitaron su separación de aquella casa. En el sepelio de Dior, del cual era también gran amigo Pierre Bergé, se conocieron y jamás se le despegó este último. Entre 1957 y 1961 preparan juntos la nueva casa de modas que portará el nombre del primero.
Señalado como un acierto por algunos y por otros más bien como un defecto, Thoretton en su narración deja de lado muchos detalles biográficos y profesionales. Se ve al Yves joven, deslumbrante, esbeltísimo, rubio, una suerte de encarnación de Tadzio en Muerte en Venecia de Thomas Mann (si hubiese tenido los cabellos algo más luengos), para de pronto aparecer el hombre sesentón, de vientre ampuloso, ataviado en blancos batones casi de médico que pretendían esconder su obesidad.
Señalado como un acierto por algunos y por otros más bien como un defecto, Thoretton en su narración deja de lado muchos detalles biográficos y profesionales. Se ve al Yves joven, deslumbrante, esbeltísimo, rubio, una suerte de encarnación de Tadzio en Muerte en Venecia de Thomas Mann (si hubiese tenido los cabellos algo más luengos), para de pronto aparecer el hombre sesentón, de vientre ampuloso, ataviado en blancos batones casi de médico que pretendían esconder su obesidad, y más tarde el Yves Saint Laurent siempre correcto de smoking —una prenda de su propia invención— despidiéndose del público, agradeciendo los aplausos, pretendiendo hacer una caravana mediante una ligerísima genuflexión que ni siquiera pudo completar, debido al avanzado estado de su enfermedad (padecía ya desde entonces un cáncer cerebral). Su gran amiga, la actriz Catherine Deneuve tenía que ayudarlo hasta cierto punto a conservar el equilibrio y como buena hipócrita —del griego actor— declarará más tarde a la prensa que veía a Yves bastante fuerte y que daría batalla por mucho tiempo más (bueno, vivió seis años aún).
Un acierto, los cambios de escenario, las distintas casas de la pareja (en París, rue de Babylone, Marraquech, Bretaña), presentando primero los espacios decorados, llenos de objetos, con ese horror vacui de Saint Laurent, tan característico del gusto francés, y luego irlos viendo quedarse vacíos, a medida que las diversas y preciadas piezas van desapareciendo durante el embalaje a causa de la subasta. De lejos ese mundo de la moda se antoja frívolo y superficial, no obstante, algunas de sus figuras más conspicuas exhiben casi todos los rasgos del temperamento artístico más exquisito. Esa sed insaciable, que para algunos lindaba en manía y compulsión por adquirir objetos hermosos y rodearse de obras de arte, resulta en sí misma reveladora. Saint Laurent quiso hallar en Piet Mondrian, Georges Braque y Pablo Picasso motivos de inspiración para algunas de sus colecciones. También llegó a interesarse por la moda morisca, china, hindú y africana. Trató de integrar todas las distintas tendencias e influencias externas en su obra. Las largas horas que solía pasar, estando ya muy enfermo y decrépito, en su atélier vistiendo maniquíes vivos, como él llamaba a sus modelos —mujeres tantas veces de raza negra que él tanto admirada— haciendo que se realizaran los últimos ajustes y modificaciones pertinentes, hasta que el diseño en la realidad se acercara lo más posible a lo que él había concebido en su cabeza. Y la expresión de costumbre al final de la jornada —¡Qué hermoso, qué belleza, que maravilla!— deja ver que era un ser humano que vivía para producir y disfrutar esos raros momentos.
La línea en general —como sucede en las artes gráficas— que separa la verdadera creación de la producción en serie, dirigida a la ganancia, es sumamente delgada. Saint Laurent se veía a sí mismo como uno de los últimos ejemplares de su especie. Opinión contra la que reaccionarían tantos diseñadores vivos hoy (el primero de todos Lagerfeld, su perpetuo rival). El negocio, sin duda alguna, ha cambiado de manera notable, si bien en lo fundamental continúa siendo el dibujo, la elección de los materiales nobles, las fuentes de inspiración y el acervo cultural de cada quien —mientras más amplio mejor pues con poco es difícil expresar algo relevante— lo que más cuenta. No precisamente pocos elementos, eso sería minimalismo, algo deseable en sí mismo, sino más bien con poco conocimiento de causa. La asimilación de la obra de Yves Saint Laurent dentro de la cultura occidental de su época es una prueba innegable de la contribución del mode design a la historia contemporánea. L’amour fou es uno de los documentales más impresionantes y bien hechos que se hayan rodado durante el 2010. Si Pierre Bergé pagó para que así fuese, si supo sacar provecho no sólo del nombre y prestigio de su partenaire sino incluso de las tendencias de comprador compulsivo que lo caracterizaron para luego sacar el doble de la inversión durante la subasta, si Thoretton —también actor— pertenece a sus conquistas recientes, todas éstas son hipótesis abiertas a la especulación. El primero de junio de 2008 murió Yves Saint Laurent, un diseñador que trabajó con directores de cine de la talla de Claude Régy, Jean-Louis Barrault, Luis Buñuel, François Truffaut, Alain Resnais, vistiendo a divas tan legendarias como Jeanne Moreau, Claudia Cardinale, Isabelle Adjani, and last but not least, su gran amiga y defensora Catherine Deneuve. ®