La vida después de la muerte

Cuando vimos los dos corazones unidos de nuevo —más unidos de lo que habían estado nunca en vida, de hecho— comprendió por completo la idea que le habíamos sembrado tiempo atrás usando los sueños y los recuerdos que proyectábamos dentro de su cabeza.

Ilustración de Jis para el libro Fe de erratas.

Somos los ojos de Elías, pero no siempre ha sido así.

Antes éramos los ojos de Marcos, pero terminamos en esta cabeza luego de que él fuera declarado muerto y los médicos tomaran todo aquello que les resultó útil para ser trasplantado. En nuestro caso, fuimos usados para que Elías recuperara la vista.

La cirugía fue un éxito. Luego de la rehabilitación él pudo reencontrarse con un mundo al que había renunciado tiempo atrás. Lo sacamos de la oscuridad y le permitimos ver de nuevo los colores del atardecer y la miseria del hombre. Como todo aquel que ha recibido una segunda oportunidad —en el trabajo, en el amor, en la vida—, hizo su mejor esfuerzo para afrontar los días de manera diferente: sonreír ante la adversidad y poner buena cara a todo lo que le pasaba, incluso lo malo. Decidió que si todo depende del cristal con que se mira, entonces nosotros seríamos esos cristales que le permitirían ver las cosas como nunca antes lo había hecho.

Iluso: nunca sospechó lo que vendría.

Nosotros tampoco.

Las cosas pasaron más o menos así:

Elías había recuperado su vida normal. Los fines de semana la pasaba en el pequeño departamento que rentaba y no salía sino en contadas ocasiones, y no tardamos en darnos cuenta de que era más bien un tipo solitario. Luego de la rehabilitación, las personas que lo habían acompañado en el proceso se fueron alejando, hasta que dejaron de venir y nos quedamos como, supusimos entonces, había vivido sus días antes del trasplante: solos.

Nos habituamos a su rutina y él se acostumbró a ver de nuevo el mundo a través de nosotros.

Él era feliz y nosotros, vamos, lo éramos en la medida en que pueden serlo un par de ojos que han sido removidos de su cabeza original.

Hasta ese día.

Un domingo, estábamos en un café. Mientras esperábamos el desayuno, nos pusimos a ojear un periódico viejo. Todo estaba bien hasta que dimos vuelta a una de las páginas y vimos, estupefactos, que Marcos nos sonreía en una fotografía mientras nosotros lo mirábamos desde la cara de Elías.

Vaya: nos veíamos a nosotros mismos.

No sabemos bien qué señal enviamos al cerebro de Elías, pero, en un acto reflejo, se acarició la cara como queriendo constatar que no estaba delante de un espejo. Le tomó algo de tiempo convencerse de que la cara que sonreía en el papel no era la suya.

Lo que suponíamos era que habían usado la mayor cantidad posible de órganos para ser trasplantados. Él era un tipo sano y las leyes del país habían sido reformadas recién para que cualquier ciudadano que hubiera alcanzado la mayoría de edad se convirtiera en donante automáticamente.

Leímos la nota, que contaba tres cosas: una que sí sabíamos, otra que suponíamos y una más de la que no teníamos idea.

Lo que sí sabíamos, por obvias razones, era que el accidente había sido mortal y había cobrado la vida de Marcos.

Lo que suponíamos era que habían usado la mayor cantidad posible de órganos para ser trasplantados. Él era un tipo sano y las leyes del país habían sido reformadas recién para que cualquier ciudadano que hubiera alcanzado la mayoría de edad se convirtiera en donante automáticamente. La nota informaba que se habían usado todos los miembros trasplantables y que esa noche se habían salvado más de diez vidas. El número nos desconcertó: por más órganos que hubieran podido sacar de Marcos, eran demasiadas.

Entonces supimos eso de lo que no teníamos idea: en el accidente también había muerto Ruth, la pareja de Marcos.

Nuestra Ruth.

No había más detalles del accidente. En cambio, la nota resaltaba las bondades de Ley de Donación Automática de Órganos, ensalzaba la pericia de los médicos para hacer los trasplantes en un tiempo récord y ofrecía un par de testimonios anónimos de personas que agradecían encarecidamente la aplicación de la nueva ley, ya que de este modo se iban a reducir considerablemente los tiempos de espera y

blablablá

En realidad, ya no estábamos leyendo.

Dejamos salir un par de lágrimas que tomaron por sorpresa a Elías y que éste se limpió, completamente confundido, justo antes de que la mesera pusiera sobre la mesa el desayuno. Dobló el periódico, lo dejó en la silla que estaba a un lado y se puso a comer sin entender de dónde venía esa repentina tristeza que lo había invadido y por qué había derramado esas lágrimas. Algunos dicen que la memoria se encuentra en las neuronas, y es parcialmente cierto: si bien buena parte de nuestros recuerdos se encuentra en ellas, otro tanto se encuentra en los ojos por cuanto son los encargados de vestir con imágenes dichas memorias. En nuestro caso, por ejemplo, somos portadores de los recuerdos de Marcos, y por esa razón aquella noche proyectamos en los sueños de Elías imágenes de otros tiempos, recuerdos de cuando Marcos era feliz al lado de Ruth, y nosotros nos perdimos en las profundidades de aquellos hermosos ojos mientras el tiempo transcurría sin consumirse. A la mañana siguiente, Elías se despertó todavía más confundido: no lograba entender quién era esa chica y por qué le había resultado tan familiar en sueños, si no recordaba haberla visto jamás.

Conforme fueron pasando los días fuimos haciendo experimentos más arriesgados: si Elías visitaba un museo en el que ya habíamos estado antes, proyectábamos pequeñas imágenes aisladas de las exposiciones que habíamos visitado y que él no recordaba haber visto; si estábamos en un parque, lo hacíamos recordar viejas tardes de la infancia en las que jugaba con un perro que en realidad nunca tuvo; conocía a la perfección escenas de películas que nunca había visto y reconocía personas en la calle que no estaba seguro de quiénes eran.

Pero las mayores intervenciones las hacíamos de noche: una vez que Elías se quedaba dormido, dábamos rienda suelta a nuestra labor: lo hacíamos ver escenas completas de la vida de Marcos, haciéndolas pasar como proyecciones de su subconsciente. Poco a poco fuimos sembrando en su mente la idea de que necesitaba encontrar a la chica que aparecía en sus sueños y pasar con ella el resto de sus días.

Esa chica era Ruth, claro.

Y para pasar el resto de su vida juntos había un inconveniente no menor: ella estaba muerta.

Por esta insalvable razón, todo se reducía a meras intervenciones en sueños y proyecciones mentales.

Mejor dicho, todo debía reducirse sólo a eso.

Pero, lo sabemos, las cosas nunca se reducen sólo a eso.

Una tarde, mientras viajábamos con Elías en el transporte público, ocurrió algo que antes de ese día ni siquiera habíamos imaginado: nos encontramos con los ojos de Ruth. Lo supimos al instante porque nuestras miradas coincidieron y se conectaron inmediatamente, como la primera vez que ella y Marcos se vieron, muchos años atrás y en una vida muy otra.

Fue un momento realmente incómodo: los ojos de Ruth nos miraban desde el rostro de otro hombre. Él y Elías se miraron fijamente sin saber por qué y seguros de que no se habían visto nunca antes en la vida, mientras nosotros nos perdíamos de nueva cuenta y mutuamente en los ojos que tanta felicidad nos habían dado. Cuando el otro sujeto se bajó del camión, dirigió una última mirada a Elías y no pudimos evitarlo: lo hicimos levantar la mano en señal de despedida, aunque en realidad hubiéramos querido prolongar ese momento durante toda una vida. Esa noche todas las imágenes que proyectamos en los sueños de Elías se trataron de los hermosos ojos de la hermosa Ruth.

Habernos encontrado con ella, o bueno, con sus ojos, detonaron en nosotros una obsesión: queríamos encontrarlos de nuevo a como diera lugar. Sin embargo, por más que lo intentamos, por más que buscamos esos ojos en cada rostro de cada persona con la que nos topamos cada día a partir de entonces, nunca los volvimos a encontrar. Toparnos con ese hombre para poder verlo a los ojos otra vez se convirtió en una fijación insana para nosotros, y en un deseo irrefrenable e incomprensible para Elías.

Una noche de ansiedad, presos de una desesperación que rayaba en la agonía, se nos ocurrió la idea: era imperativo que buscáramos los órganos de Ruth y Marcos para reunirlos y cumplir la promesa que alguna vez se hicieron: estar siempre juntos, incluso después de la muerte.

Así de imposible.

Sembrar la idea en la mente de Elías fue sencillo: para entonces ya teníamos pleno control de lo que él creía era su subconsciente. La condición de tipo solitario nos facilitó las cosas: no habló con nadie de su plan para conocer a las otras personas que, como él, habían recibido los órganos luego del accidente en el que habían muerto su donante y su pareja. De la misma manera, nadie se dio cuenta de los preparativos, como cuando compró una nevera que tenía por objetivo mantener en buen estado de conservación los órganos que fuéramos recuperando.

Lo que parecía más difícil era conseguir los datos para localizar a las personas que se habían visto beneficiadas por los trasplantes. Y es que la nueva legislación había endurecido los candados para garantizar la confidencialidad de los donantes y de las personas que recibían los órganos. Sin embargo, al final fue de lo más sencillo: en este país todos tienen un precio. A unos se les compra con dinero, a otros con cariño. A Esther, la mujer que tenía la información que necesitábamos y a quien conocimos durante una de las revisiones de seguimiento y monitoreo, la convencimos con cariño: ella se enamoró de Elías y nosotros nos encargamos de que fuera correspondida en la medida justa para lograr nuestro objetivo.

Luego de algunos meses de romance, por fin llegó el día en que nos hizo llegar los expedientes completos con los nombres, fotografías, direcciones y demás señas para localizar los órganos de Marcos y Ruth: hígados, riñones, pulmones, corazones. Al final del altero de papeles, casi como si ella supiera qué era lo que estábamos buscando, encontramos la ficha con la foto desde donde nos miraban los luminosos ojos de la luminosa Ruth.

Nuestra Ruth.

A partir de ese día nos dimos a la tarea de diseñar la estrategia para recuperar los órganos. Elegimos a uno de los trasplantados, lo seguimos, aprendimos sus rutinas, nos familiarizamos con sus espacios. Planeamos meticulosamente cómo lo íbamos a someter para llevárnoslo y cómo le íbamos a extraer el riñón derecho. Aprendimos rudimentos de anatomía: no queríamos dañar los órganos en el proceso.

Un buen día decidimos que estábamos listos.

Y comenzamos.

No tiene caso abundar en los detalles: todo está consignado en las notas periodísticas que se publicaron cuando apareció el cuerpo sin riñón en un terreno abandonado en la periferia de la ciudad. Bueno, casi todo: las notas no registran, por obvias razones, el baño de sangre, la dificultad para ir abriéndose camino dentro del cuerpo ajeno y la sensación de tener en las manos el húmedo y cálido órgano recién extraído. Elías lo metió en una bolsa térmica y salimos corriendo, dejando el cuerpo exangüe tirado en el piso. Llegamos a casa eufóricos, plenos de adrenalina, y colocamos en la nevera el riñón derecho de Marcos. Mientras Elías se encargaba de destruir la ropa manchada de sangre, nosotros proyectamos dentro de su cabeza algunas anotaciones que habíamos hecho durante la operación para recuperar el órgano y que era necesario tener en cuenta si queríamos avanzar en nuestra empresa sin ser descubiertos.

Cuando ya teníamos en el frigorífico los dos riñones, el hígado y el pulmón izquierdo de él, además del riñón derecho de ella —nos faltaban un riñón, tres pulmones, los dos corazones y el que para nosotros era el tesoro más preciado: los maravillosos ojos de la maravillosa Ruth—, las cosas comenzaron a complicarse: la cobertura cada vez más extensa de los medios de comunicación provocó que la gente se pusiera nerviosa y exigiera a las autoridades que reforzara la seguridad en las calles. La paranoia corrió como un reguero de pólvora y muchos especulaban si había una nueva banda de tráfico de órganos en la ciudad o si se trataba de una represalia de las bandas de siempre, que habían visto mermadas sus ganancias en el mercado negro. Afortunadamente para nosotros, nadie parecía notar el denominador común, lo que nos permitió conseguir, gracias a un golpe de suerte, los pulmones de Ruth y el derecho de Marcos en menos de quince días. Estuvimos a nada de hacernos del riñón que nos faltaba, pero tuvimos que esperar tres semanas porque su receptora fue enviada por la empresa donde trabajaba a un curso de capacitación fuera de la ciudad. Tres días después de su regreso el órgano ya estaba con su par en el frigorífico y nosotros veíamos extasiados cómo la historia de amor de Ruth y Marcos seguía escribiéndose.

Aun cuando lo que ansiábamos con todas nuestras fuerzas era tener los ojos de Ruth de nuevo con nosotros, no podemos negar que fue muy emotivo cuando, una noche, Elías abrió la nevera y puso muy juntos, uno muy pegadito al otro, los dos corazones. Una lágrima rodó por su mejilla y nosotros nos sentimos profundamente conmovidos: era la primera vez que él lloraba de emoción sin necesidad de que nosotros provocáramos el llanto. Elías, lo supimos entonces, era completamente nuestro, y nosotros de él.

Cuando vimos los dos corazones unidos de nuevo —más unidos de lo que habían estado nunca en vida, de hecho— comprendió por completo la idea que le habíamos sembrado tiempo atrás usando los sueños y los recuerdos que proyectábamos dentro de su cabeza: él no era más que una herramienta para perpetuar un amor tan grande que estaba destinado a superar cualquier obstáculo.

Un amor tan grande que lograría trascender la muerte.

Todo había marchado a la perfección hasta hace un par de días. Aunque sabíamos que era cuestión de tiempo, no por eso nos tomó con menos sorpresa cuando, en una columna de trascendidos del periódico, leímos que la policía tenía una poderosa pista que, más temprano que tarde, los conduciría a capturar al Desmembrador —el sobrenombre había aparecido en una columna de opinión luego del cuarto órgano recuperado y no podemos negar que nos gustó. Al parecer, una fuente anónima había filtrado información valiosa para localizar y aprehender al culpable. Aunque el periódico no ponía su nombre por razones de seguridad, supimos de inmediato que había sido Esther. No la culpamos.

Supimos que no había tiempo que perder y esa noche fuimos a recuperar nuestro más grande objeto de deseo: los ojos de Ruth.

A sabiendas de que ya seguían nuestros pasos y prácticamente nos pisaban los talones, atacamos al portador de los ojos de Ruth en su propia casa. Aunque nos costó someterlo, al final pudimos atarlo e inyectarle el sedante que lo sumergiría en un sueño del que ya no iba a despertar. Nos quitamos la capucha un instante antes de que cerrara los ojos y supimos que nos reconoció de inmediato, pero no le sirvió de nada: su conciencia se perdió para siempre en la oscuridad del limbo. Sacamos los ojos de las cuencas y nos dimos a la fuga.

Llegamos a la casa y tapiamos la puerta. Sacamos del armario una pequeña caja acojinada y pusimos en ella los hermosos ojos de Ruth. Abrimos la nevera y colocamos dentro la cajita, abierta.

Cuando la policía comenzó a gritar y a aporrear la puerta, Elías ya sabía lo que debía hacer.

Iba a ser difícil, sí.

Doloroso, también.

Pero era necesario.

Después de muchos golpes, los agentes por fin echaron abajo la puerta y entraron al departamento. Lo primero que vieron fue a Elías, de espaldas, recargado en la nevera abierta. Le gritaron que pusiera las manos sobre la cabeza y así lo hizo, lentamente.

Temblaba.

Tenía las manos manchadas de sangre.

Cuando un policía por fin llegó hasta él y le dio la vuelta vio con horror la cara de Elías: la sangre escurría de los dos orificios donde debían estar los ojos y que ahora eran sólo un par de ventanas al vacío. Lo tiró al suelo al tiempo que pedía a gritos que trajeran una ambulancia: nadie quería que Elías, El Desmembrador, muriera sin recibir castigo por los crímenes que había cometido. Otro policía se asomó a la nevera y de inmediato cayó vencido por las arcadas y bañando de vómito el piso. No era para menos: el espectáculo que se desplegó ante sus ojos hubiera doblegado a cualquiera: colocados ordenadamente, formando un círculo dentro del frigorífico, se encontraban los órganos que habían sido extraídos en los asesinatos recientes, y al centro se encontraban dos pares de ojos que se miraban mutuamente. Los gritos terminaron de llenar el departamento cuando entraron los paramédicos y se llevaron a Elías.

Pero nada de eso importaba ya: el ruido y el alboroto de la habitación se fueron desvaneciendo mientras nosotros nos sumergíamos, lenta y plácidamente y para siempre, en la bella mirada de los bellos ojos de la bella Ruth.

Nuestra Ruth. ®

Este cuento pertenece al volumen Fe de erratas, publicado por Paraíso Perdido en Guadalajara, 2019.
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Publicado en: Narrativa

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