El mercado de los libros digitales ha llegado a un tope, por el momento, me dice Lebedev. No todo está en internet. Los libros de papel no desaparecerán. Así lo creo yo también.
Sealtiel Alatriste está solo. Parece desconcertado, o quizá espera a alguien. El hecho de que haya sido acusado de plagio y defenestrado no significa que no conserve a sus amigos. ¿Qué pensarán sus más allegados? ¿A quiénes les tiene sin cuidado ese affaire? ¿Cuántos murmuran a sus espaldas? Recuerdo, inevitablemente, a otro solitario. Escribe Juan Domingo Argüelles sobre la gran amistad que unía a Julio Ramón Ribeyro con Alfredo Bryce Echenique, lo que no le impidió señalar a aquél “ciertos detalles narcisistas y de autocomplacencia” en la novela Tantas veces Pedro, aunque le pareció “sensacionalmente divertida”. “Quizá, en sus últimos años”, anota Argüelles, “Bryce ya no fue capaz de poder separar al personaje del autor, y esa autocomplacencia y ese narcisismo lo han llevado a un desbarrancadero del que sólo su obra lo podrá salvar… en la posteridad” [El Financiero, 27-XII-12].
Tengo una cita con Jorge Lebedev. Argentino radicado en la Ciudad de México y gozoso fumador, Lebedev es el coordinador de la Biblioteca Gandhi, que pronto llegará a los 200 títulos de autores mexicanos y extranjeros entre clásicos y descatalogados. Ha sido un éxito comercial, me dice, a pesar de la modesta difusión que le ha hecho la librería fundada por Mauricio Achar en los años setenta y que ahora, como los supermercados, tiene sucursales en todo el país.
Hace tres años, en Buenos Aires, iniciamos una charla sobre libros y revistas y todo lo que tiene que ver con ellos. Ha encontrado un departamento amplio y luminoso donde podrá, por fin, acomodar los casi diez mil libros que ha reunido desde su juventud, menos los que ha perdido en mudanzas y otros incidentes. Me pasó lo mismo, aunque con la mitad de esa cantidad, pero hace poco pude acomodarlos en libreros repartidos por toda la casa. Mi padre, le cuento, dejó diez mil libros que duermen en cajas en la casa de mi hermana en Torreón. Traerlos a Guadalajara sería una proeza y necesitaría otro espacio exclusivamente para ellos. ¿Qué hacer? Hemos pensado en donarlos al Ayuntamiento de Torreón si se compromete a fundar una biblioteca que lleve su nombre. Ya se verá.
Antes de su mudanza Lebedev tuvo que rechazar los treinta tomos de la enciclopedia Espasa-Calpe que le regalaba un amigo. Mi padre trabajó en la desaparecida editorial UTEHA —que tenía un enorme libro abierto empotrado en la fachada de avenida Universidad, en la Ciudad de México, donde ahora está Santillana— y trabajó en el monumental diccionario enciclopédico de esa casa, hasta que lo corrieron por sus ideales sindicalistas. César Vargas, de la librería Ítaca, aquí en Guadalajara, me obsequió los once tomos de ese portento que sigue más vigente que nunca.
El mercado de los libros digitales ha llegado a un tope, por el momento, me dice Lebedev. No todo está en internet. Los libros de papel no desaparecerán. Así lo creo yo también. ®