LA VIRGEN TAMBIÉN ES DE NOSOTROS

Sabrá Dios a cuántos otros les lloren en sus casas ahora, porque lo que es a mí, creo que ya me empiezan a llorar. Y tronaron los cuetes. Y me quemaba la mano el cuete de tanto tronarlo. Y corrí. Y todos corrimos en medio de la humareda y una tronadera buena para quedarse sordo. Y ahora me lloran. Me llora mi madre, me llora mi hermana, rezan, le imploran a Dios por mi vida. También le ruegan a la Virgen y a san Judas Tadeo, el patrono de las causas perdidas. Que me encomiende a Dios, me dice el padre que me unta los santos óleos. Y le dije al Turkey y sus homeboys que la pensaran porque también nosotros traíamos lo nuestro, que también para ellos iba a ver llanto, si la armaban. Y la armaron, los batos. Que me abandone a Dios, me dice el padre, que más me vale arrancarme la mano y tirarla al fuego que perder el alma. “Hijo”, insistía, “el luto y el sufrimiento han entrado a tres casas y si me escuchas sólo Dios y tú saben si viene de tu mano. Arrepiéntete, arroja tu mano al infierno, piénsalo, sólo piénsalo, y si puedes levanta un dedo… y que Dios se apiade de ti”. Eso me decía el padre. Y me puse a recordar con voracidad lo que había pasado ese día, el día que nos balaceamos con el Turkey y sus hommies. Me estaba muriendo, la violencia con la que me habían tratado me quemaba las entrañas. Estaba enojado y deseaba con vehemencia extrema que la memoria me confirmara el temor del padre. Ya me lloran, y en mi casa maldicen al Turkey y su ganga de la Garra. ¡Pues que chillen y me maldigan en la casa del Turkey y de los otros dos que le acompañaban! Lo deseo en medio de los estertores que me congestionan el pecho.

Hacía calor, mucho calor. Salía lumbre de la calle asfaltada y en ella se reflejaba agua. Hasta las chicharras chillaban de calor. Y los pobres coolers con sus quejosos esfuerzos se veían plateados sobre los techos de las casas. Así veía las cosas desde el campo de golf, del otro lado de la línea, la alambrada esa que ahora se cae a pedazos. Por increíble que parezca pero acá, del lado gabacho, uno se siente más fresco, por lo del campo de golf, el césped, los árboles y los estanques de agua. Allí estaba, me acuerdo, con una sombra prieta que nos daba un pino llorón, respirando un viento limpio y con los ojos llenos de altas y esbeltas palmeras. Allí estaba sentado, con la espalda encuerada, sobre una piedra, y el Toto encima, sobre mi espalda, con su maquinita de tatuar que nomás me zumbaba al oído. Me retocaba un viejo tatoo que traigo en la espalda. Era una Virgen de Guadalupe a la que le agregaba las estrellas y la barras de la bandera gabacha y una leyenda que decía: “This is my mother, madre he aquí tu hijo”. Que no le iba a la Virgen el rojo y el azul al lado de los colores chica’s, me decían unos batos. “Y háganle como quieran porque la Virgen también es de nosotros, los del otro lado”, así les decía a los batos.

Recuerdo que estaba contento. No sé por qué, pero estaba contento. Los batos venían y nos hacíamos muchos.

El Frank estaba contento, aunque no supiera por qué, pero estaba contento.

—¡Stop man! ¡No more fucking wet back in this country! —les gritaba a sus amigos, con su acento de pocho, para sorprenderlos al brincar la línea. Aunque brincar era un decir.

La línea estaba allí, como siempre, pero era como si no estuviera porque los hoyos eran grandes y a la migra no se le veía. Así era todas las tardes, cuando el sol dejaba de arder, cuando los coolers dejaban de chillar.

La línea, la fortaleza de antaño, había perdido la postura soberbia y temible que les daban los rollos de alambre de púas que la coronaban. La malla de alambre ahora era una cerca rota, vencida, pisoteada en su misión y su orgullo. Era una conclusión que saltaba a los ojos de los paseantes: en el campo ya no se veían los hombres de bermudas, viseras y zapatos blancos, los que le daban su razón de existir al campo. Hasta los banderines habían desaparecido. Del silencio solemne de los torneos y la emoción contenida de un público formado de niños y adolescentes desarrapados, amontonado en la línea, nomás quedaba el silbido monótono de los pinos llorones ante el embate suave del viento. Ahora todo era algarabía, carreras y estallidos de júbilo desordenado entre ese mismo público desarrapado que ahora se disputaban los espacios verdes más lozanos para perecear o jugar con toda clase de pelotas.

La empresa que explotaba el parque de golf había quebrado, presumiblemente, y la patrulla fronteriza dejaba que todo ese cuadro se animara prácticamente en sus narices. Sus posiciones ya las habían retirado hacia adentro y amenazaban con ceder aún más si el senado no les aprobaba la partida de dinero que necesitaban para retomar el control de la frontera. Se hablaba también de construir un muro, cosa que se debatía sin que las protestas del gobierno mexicano hicieran mella en ello.

Frente al Frank había un tipo que no compartía la alegría de todos. Le decían el Turkey. Se le veía impaciente, con ganas de interrumpir a cada instante la charla que animaba al grupo. Pero nadie dejaba que dijera una sola palabra, desde que lo intentaba alguien reanimaba la charla con la primera tontería que le viniera al ánimo.

La tensión se sentía, en todo caso el Turkey hacía todo para que la sintieran. Miraba al Frank con ojos desafiantes y con un rostro glacial deformado por la cólera. La cólera del Turkey era tanto mayor que el Frank y los demás hacían lo increíble por ignorarlo.

—¿Todavía traes el tatoo from Calecia en la panza? —le preguntó al Frank.

La línea estaba allí, como siempre, pero era como si no estuviera porque los hoyos eran grandes y a la migra no se le veía. Así era todas las tardes, cuando el sol dejaba de arder, cuando los coolers dejaban de chillar.

El Frank consintió finalmente volverlo a ver a los ojos, desde su posición arqueada y aguantando sobre su amplia espalda los embates del tatuador y su maquinita que, como las de coser, le clavaban la tinta trazando rayas y llenando fondos. La pregunta que le hacía el Turkey carecía de vínculo con una discusión sobre la que nadie quería volver pese a la insistencia de aquél. El Turkey le había dejado empeñado en días pasados su auto a cambio de heroína. Quería iniciarse en el negocio a través de la reventa pero como consumía más de lo que vendía, el vicio lo llevó a la ruina. El valor de la heroína que el Frank le había vendido era infinitamente menor al que representaba el auto y el Turkey se quejaba justamente de eso. Estaba desesperado porque le faltaba el vicio, quería más, mucho más, o que le regresara simplemente el auto. Venía con dos más. Y armados. Se les veía bulto en la cintura.

A la pregunta del Turkey el Frank se irguió con parsimonia, sacudiéndose de un movimiento de hombros las manos del tatuador. Le mostró el vientre tatuado con letras Old English alineadas en arco que decían Calecia US Border Line. Era un vientre repulsivo: dos enormes cortadas le cruzaban el estómago. Era una vieja cicatriz de cirugía impresionante que con el tiempo le había deformado el estómago y las letras del tatuaje. El Turkey conocía ese pedazo de vida que el Frank le mostraba. Los dos habían frecuentado la misma high school y pertenecido durante muchos años a la misma banda de barrio, la de La Garra, de Caléxico. A ambos les había tocado enfrentarse a tiros con otras bandas, de auto a auto y en medio de una estela de pólvora, sangre y hasta muertos. Fue precisamente a raíz de un combate de este tipo cuando el Frank se tuvo que exiliar en Mexicali, con su abuela. De hecho, no era la primera vez que lo hacía. La vida del Frank era un verdadero rosario de estancias largas y cortas, unas veces en la juvenil jail, otras veces en la prisión del condado y otras tantas en Mexicali, cuando le huía a la justicia del otro lado.

El Frank no decía nada, nomás se daba palmadas en el vientre. Le daba a entender que esas dos cosas, el tatuaje y las cicatrices, eran muy de él, de una parte de su vida contra la que no podía hacer nada, que el tatuaje lo iba a señalar como de Calecia hasta que se pudiera leer. Le decía eso porque el Turkey lo exhortaba a que se lo borrara porque a los ojos de ellos, los de la Garra, no era más que un bato del otro lado, de Chicali, de la calle diez y ocho, de un town de satraposos, se lo decía en inglés de prisión para que los otros no entendieran.

Pero la reacción del Cariñitos le probó rápidamente lo contrario. El Cariñitos había aprendido mucho de ese inglés de prisión. Quiso intervenir, pero el Turkey le dijo que no se metiera.

—Hey, motherfucker, este pedo is between me and him, don’t get it involve in this shit. ¿Además, dónde creen que están? Están de este lado, putos, están en Calecia. This is not your town, your town está en el otro lado de la border line, putos,de manera que pa’ atrás, putitos, o por las buenas o por las malas.

El Frank replicó con su risa acostumbrada, irónica, aunque un poco forzada. Le dijo mandándose la mano a la cintura que un pleito así no iba a ser bueno para nadie, que con la policía encima ellos perderían la plaza y los otros la loquera bara’ como en ninguna otra parte.

—¡Fuck you, pinchi bato! So me pagas my car con merca’ o me lo das pa’ trás o los echamos a chingar su madre pal otro lado, pa’ su Chicali sarreado.

—Páganos and you’ll have your fuckin car —replicó el Frank.

El Turkey le advirtió que wachara bien con quién se metía, que él era sureño, bato de la MM, que le miraran la calavera tatuada en el hombro, que ésa era la insignia distintiva de la MM, la Mafia Mexicana, putos, le decía al Frank.

Pero el Cariñitos lo interrumpió de una manera que se hubiese esperado lo peor. Le dijo mostrándole soberbiamente su Chicali Border Line tatuado en el vientre, en el mismo estilo que el Calecia Border Line del Frank, que la calavera de la que hablaba era la insignia de la MM, pero que ésa, tenía entendido, la llevaban tatuada en el fundillo.

—So si quieres mostrarnos tu pinchi calavera, show us your fucking ass —le dijo el Cariñitos.

—Stop talking shit o te doy lumbre con esto mother fucker!—le dijo el Turkey con una pistola en la mano.

—You better book it o te retaco de balas el fundillo! —le dijo el Frank blandiendo una pesada escuadra 45 en la mano.

El Turkey le dijo, menos enojado, que esa pistola con la que le apuntaba el Frank la conocía, que había sido suya antes de vendérsela al Head.

—Hey, I know this fucking gun, ¿de dónde la agarraste? Del Head, es del Head, isn’t?

El Frank le dijo con la voz menos temblorosa, menos agitada, que era la misma, que el Head le había dejado empeñada a cambio de merca y al final, ya más seguro, le dijo que se largara, que ya no había merca, que ya le debía mucho y que el carro se iba pa’ Mexicali de un puschón, que no iba a ser el primero ni el último que desmantelaran.

El Turkey y sus amigos le dieron la vuelta al auto en el que venían disque para deliberar, cosa que no podía escapar a la imaginación del Frank. La posición resguardada era demasiado tentadora como para no abrir fuego desde allí contra todos. El Frank perdió el aplomo ganado. Le advirtió al Turkey, con el sudor frío en la frente y los músculos de las piernas que le temblaban, que más le valía dejar las cosas como estaban porque con él no había cosa más segura que plomo, que como el Head muchos otros ya le habían dejado sus pistolas empeñadas y que al final las pistolas tenían que servir de algo. Le dijo que tomara en serio lo que le decía, que la llevaba de perder.

—Aquí todos andamos armados, putos, we all are arm, if you think I’am bloofing hágale como en el póker: ¡o corra o apuéstele para ver, you son of a bitch!

Se lo dije al Turkey. Pero no me quiso hacer caso. El bato creía que blofeaba, que nadie, aparte de mí, andaba armado. Me la jugué y todos se la jugaron conmigo, con su silencio, esperando a que se largaran. Esperamos. Fueron segundos, mucho tiempo para el miedo que resentíamos. El Cariñitos me miraba insistentemente, pero su mirada se estrellaba sobre mi perfil. Quería decirme algo. Que era un son of a bitch… Eso es lo que me quería decir. Si eso sólo se hubiese quedado entre él y yo. Pero no. De cara a nosotros, el Turkey vio algo más de esto en los ojos enfurecidos y asustados a la vez del Cariñitos. Reconoció el miedo de alguien que no andaba armado. Creo que eso fue lo que nos acabó. Sí, era cierto que los batos de la Garra me dejaban en empeño sus cuetes a cambio de merca. Pero era mentira lo otro, eso de que yo se las prestara. Porque no se las prestaba y por más que me las pidieran. Cuando me pagaban con cuete lo guardaba, luego lo vendía después de un tiempo razonable. Nadie andaba armado, salvo yo.

—No voy a correr, motherfucker, le voy a apostar, so show me yours fucking cards! —me dijo el Turkey, me lo dijo a gritos, pero apenas lo oí en medio de la balacera. Quemé sólo seis casquillos, lo que es un cartucho y aun así me cansé de disparar. Ahora puedo ver claramente que le pegué al Turkey, en un ojo, creo, porque con las manos se golpeaba violentamente la cabeza sobre el cofre del pick up. Gritaba de dolor, I gonna kill you motherfucker, te lo juro, I swear…, me decía con la voz desgarrada de dolor. Pero el pobre terminó por estirarse todito, con la cabeza metida en un hoyo que había cavado en la tierra de desesperación. Y corrí apenas tiré el último disparo. Y en la carrera hacía la línea para salvarme vi a uno que se arrastraba sangrando de una pierna. Era el Mudo. Vi a otro atorado en la línea, buscando desesperadamente un hoyo por donde pasar. Era el Tony. A los tres nos estacaron a tiros sobre la línea, los batos de la Garra. Las balas erradas tintineaban en la línea y descortezaban violentamente los pinos llorones aledaños a la alambrada fronteriza. Me quedé allí, agarrado de la línea, con las manos engarrotadas, de rodillas, con los ojos cerrados, bien cerrados. Las balas cesaron pero en mi mente tintineaban y herían ruidosamente la corteza de los árboles incansablemente. Luego oí una voz cansada que me decía Y yo que tanto recé por ti para que no acabaras as… pero, en fin, que se haga lo que Dios quiera… Era mi nana, la madre de mi madre, mi abuela con la que viví una buena parte de mi vida de prófugo. Estaba frente a mí, acompañada de una multitud de gente silenciosa. Me veía a través de línea y desde la sombra que le daba la tela ahulada de un parasol desfigurado. Había niños que se colgaban literalmente de la malla ciclónica para verme de cerca. Mostraban una cara de no entender lo que presenciaban. Había un autobús detenido, era el de la calle 18 por la línea, venía del down town cargado de pasajeros que se amontonaban para verme a través de las ventanillas. Alguien quiso arrastrarme para el otro lado através de la línea, pero mi nana se opuso, le dijo que me dejara, que mientras no me muriera como los otros era mejor que allí me quedara. Para mi abuela, como para todos los del otro lado, todo es mejor en el otro lado, hasta morir, qué importa que esto sea en un hospital o una prisión. Mientras no se muera como los otros, dijo mi nana apuntando con los ojos a un par de cuerpos que habían sido arrastrados a través de la línea por un grupo de chicos. Eran el Mudo y el Tony, los mismos que habían sido sacrificados a tiros junto conmigo. Sentí una lástima profunda por ellos. Me apiadé de ellos, de ver el sufrimiento de sus madres que llegaban pidiendo que les dijeran que no, que no era cierto, que mentían, que el rumor que las había sacado violentamente de sus casas estaba infundado. Y ya al final terminaban por rendirse ante las evidencias. Ahora sí ya me lo mataron, ahora sí ya me lo mataron, gritaba la mamá del Tony. Se le desgarraba la voz del sufrimiento a esa señora. Luego, inesperadamente, la mujer dejó de gritar en seco. En un segundo, la mujer arrojó de su rostro toda huella de dolor. Ahora era otra, una fiera que echaba lumbre por los ojos, se abría camino a empujones entre la muchedumbre para acercarse a mí, para mirarme con odio y decirme con la voz enronquecida que era por mí, por ese perro maldito vendedor de droga y pistolas —les decía a todos apuntándome a través de la línea— que les habían matado a sus muchachos, que merecía morir como un perro en medio de la calle. La señora ordenó que me jalaran para el lado mexicano, que me quería acabar ella misma con sus manos. Pero nadie le hizo caso. En medio de un silencio aplastante su voz volvió a deshilacharse de sufrimiento y llanto.

Malhaya sea pues, muchacho, con tanta desgracia, me dijo mi nana, avergonzada de mí y mi reputación de dealer de droga y armas.

De cara a nosotros, el Turkey vio algo más de esto en los ojos enfurecidos y asustados a la vez del Cariñitos. Reconoció el miedo de alguien que no andaba armado.

Yo también sentí vergüenza de mí mismo, pero de esa que quema por dentro como una bola de fuego. Nunca había experimentado angustia, arrepentimiento, soledad o cualquier otro mal moral de los que se oye tanto hablar. Pensé en el infierno y el sufrimiento como un comienzo que podría durar la eternidad. Ya había reflexionado sobre esto en diferentes momentos de mi vida. Pero créanmelo que no hay cosa más espantosa que dudar de la muerte como el remedio a todos los males. Yo quería vivir, y sabía —aunque fuese de manera confusa— que para ello había que morir. Era una promesa condicionada, pero por irresponsabilidad la ignoré o simplemente no quise detenerme a reflexionar en ello seriamente. ¿Para qué? Si Dios es amor, es bondad, es misericordioso, y esa idea flotaba en mi mente y la lanzaba ofensivamente contra mi conciencia cada vez que ésta me traicionaba. Con esto quiero decir que si cada vez que hacía un mal grande como arrancarle la vida a alguien, mi conciencia se revelaba contra mí amenazadoramente, tratando de persuadirme de que Dios era infinitamente bueno pero también justo, que había justicia después de la muerte, que devolvía la vida a los justos y otorgaba la muerte a los pecadores. Bajo el imperio de mi nana me tocó oír muchas cosas, me enseñaba, la oía, pero era todo. No entendía lo que ahora creo que entiendo. Me decía que Dios no había creado la muerte, que Dios había creado al hombre para que nunca muriera, porque lo había hecho a imagen y semejanza de sí mismo, pero que por envidia el diablo metió la muerte al mundo para que la experimentaran sólo sus seguidores. ¿Porque respiras crees que vives?, me decía cada vez que me recibía en su casa, o cada vez que huía del otro lado, que era lo mismo. Ingrato, ves pero no ves, oyes, pero no oyes, no sientes porque tienes un corazón de piedra. ¡Pero hay de ti el día que esa maldita piedra se te haga carne! No va a ser sangre tibia la que te permita vivir apaciblemente, va a ser lava. Entonces sufrirás de todo el mal que has hecho, pensarás en la existencia del infierno como una posibilidad real, llorarás y te arrepentirás amargamente y creerás perdidamente en el evangelio. Espero solamente que esto te ocurra un día, que sea ahora o en la hora de tu muerte, pero que ello ocurra. ¡Búrlate ingrato, si ese es tu gusto!

Nunca me burlé de ella por respeto, tenía respeto por todo en lo que ella creía. Oía lo que me decía pero el sentido de sus palabras rebasaba mi pobre entendimiento. No me daba cuenta del significado profundo de lo que ella decía y de lo que yo hacía. Nunca pensé que la fascinación por la muerte como experiencia significara la negación de Dios y su promesa, la de llevarnos a una vida eterna. Me sentí perdido con ganas de gritar Oh, oh, oh mi Dios, he pecado contra ti y contra el cielo, ten piedad de mí. Pensé en la Virgen, en mi destino aciago, en el luto y el llanto sembrado por mi culpa. Mi cuerpo ahora crepita de arrepentimiento. Pienso en el sufrimiento de la madre del Tony y el Mudo, en todas esas casas en las que por mi culpa entró el sufrimiento y el llanto. Desde mi oscuridad les pido a Dios y a su madre, a la Virgen, que me ayuden, se los pido con una plegaria azul y profunda como el cielo.

En mi mente dejan por fin de tintinear las balas que chocaban contra la alambrada fronteriza, y los pinos dejan de chillar con el viento, poco a poco hasta desaparecer en medio de un silencio profundo, de soledad y tristeza. Estoy solo, veo que estoy solo, con la línea en mis manos y en medio de un inmenso desierto. No oigo más aliento que el mío, el de un coyote y una víbora a la vista. La línea luce sola, terriblemente ridícula en medio de un páramo tachonado de cachanilla, chamizos, mezquites y, extrañamente, conchas marinas encajadas en la tierra. Recojo una y me la pego al oído para escuchar el mar como cuando lo hacía de niño en los lechos secos del río Nuevo. Y con la presión del mar en el oído veo que se me viene encima una inmensa corriente de agua. Me hundo quietamente en medio de un páramo inmerso de agua clara. Me ahogo en medio de un mar de agua dulce y un cielo azul y profundo como el de mi plegaria. Me libero de la línea, de una malla de acero y púas que me hacen sangrar las manos. Pienso en mi nana y en la Virgen y en las ganas de mostrarles mis manos que me duelen, que me sangran, y llorar inconteniblemente como un niño si me pega la gana.

Entre llanto y risas escucho la voz grave del padre. Me llama, de nuevo me llama. Me dice que en mi casa hay llanto, que me lloran pero de alegría porque estaba muerto y volví a la vida, porque me había ido y ahora volvía. Mi madre llora, mi hermana llora, las oigo, pero ya no rezan, ya no suplican, se abrazan y me abrazan de alegría, me bañan el rostro de lágrimas tibias y una de ellas rueda dentro de mí, a través de mi oído. Me hablan con voz suave de la parábola del hijo pródigo, de un Dios bendito y de una manda que le debo a la Virgen… porque le debo la vida a Dios y a la Virgen, me dicen, porque la Virgen también nos oye a nosotros, porque la Virgen también es de nosotros, los del otro lado. ®

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Publicado en: Diciembre 2010, Narrativa

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