La visita del papa

México, ya no tan fiel

El papa, de visita estos días en Guanajuato, paga el precio de ser el representante de una institución con harta justicia vilipendiada, degradada y, paradójicamente, aún no llevada a juicio ‒si he de usar la dictatorial jerigonza religiosa‒ como Dios manda.

Leo aquí y allá, en las redes sociales, en comentarios al pie de artículos periodísticos y en uno que otro blog manifestaciones de odio hacia Benedicto XVI. Algunas, incluso, directamente expresan su deseo de que el soberano del Vaticano muera o sea asesinado. El papa, de visita estos días en Guanajuato, paga el precio de ser el representante de una institución con harta justicia vilipendiada, degradada y, paradójicamente, aún no llevada a juicio ‒si he de usar la dictatorial jerigonza religiosa‒ como Dios manda.

Los mexicanos somos rencorosos. Perdonamos, a regañadientes, pero caemos en la tentación y no olvidamos a los que nos ofenden. Le guardamos rencor a los españoles, por lo que históricamente hemos considerado un ultraje de nuestra cultura primigenia, y por el prolongado y cínico saqueo de bienes tan preciados como el oro y la plata. Le guardamos rencor a los gringos por anexar a su territorio la mitad de México, por usufructuar nuestros recursos naturales e irrumpir en nuestras tradiciones con sus halloweens, sus sanvalentines y sus burgerkings (por cierto, cosas que funcionan a las mil maravillas en la tierra del nopal); en otras palabras, por permanentemente darnos en la madre, ahora ya hasta en el futbol. Debido a todo esto ‒si se me permite la metáfora‒, somos preadolescentes encabronados. Tenemos una relación de amor y odio con nuestros enemigos, padres, maestros, vecinos, gobernantes y superiores en general. En la dicotomía antedicha la pasión que predomina es la segunda.

En el mismo tenor, los ecos de la ira llevan ya unos años escuchándose también contra toda la Iglesia presidida por Ratzinger y por su figura en particular. Desear la muerte de alguien no es ningún crimen; matarlo, sin embargo, sí lo es. El problema es que a un acto le precede el deseo. Como la historia demuestra, a través de incontables manifestaciones, el deseo de unos fácilmente puede convertirse en el accionar de otros. En estos tiempos de hipercomunicación el que públicamente expresa su anhelo por la muerte de alguien de alguna manera (la gradación es discutible) está exhortando a su asesinato. Es un autor pasivo y legal del crimen. No es ocioso recordar que, en el caso específicamente religioso, ésta ha sido la fórmula más recurrida para contagiar el desprecio y azuzar la ira de potenciales candidatos para convertirse en terroristas. Publicar el deseo de que alguien muera es un acto válido, no obstante, pueril e irresponsable.

Durante siglos México se distinguió por ser un bunker católico a prueba de todo. La tradición mexicana se aferró a los ídolos de la religión apostólica romana. Somos un país de creyentes (México, siempre fiel) y, si miramos hacia atrás, veremos que nuestra génesis cultural indígena ‒delimitada geográficamente‒ es profundamente religiosa. Los mexicanos nacimos desconsolados y crecimos creyendo fervientemente en la necesidad de ser salvaguardados por algo sobrenatural. Cuando se fueron (expulsadas) las deidades precolombinas, llegaron las católicas. Hoy las divinidades católicas están siendo exterminadas desde su propio hábitat. La implosión liderada por pederastas, asesinos y ladrones parece ser definitiva. El último resquicio para los más desesperados es, como en los tiempos de Lutero, aferrarse a la imagen del Cristo. Y, aun el peso de la idea del nazareno martirizado, está siendo superado gradualmente debido al impulso de un ejército cada vez más nutrido de agnósticos, ateos y apóstatas. Los rincones para la fe deífica en Occidente se están haciendo más escasos.

El papa, de visita estos días en Guanajuato, paga el precio de ser el representante de una institución con harta justicia vilipendiada, degradada y, paradójicamente, aún no llevada a juicio ‒si he de usar la dictatorial jerigonza religiosa‒ como Dios manda.

En el caso de México, empero, el obstinado afán religioso no se destruye, sino se transforma. Los protestantes ‒a través de una variada oferta de sectas‒ están de moda y suelen englobarse a sí mismos en la ambigüedad de la palabra: cristianos. Pentecostales, metodistas, bautistas, anglicanos, presbiterianos, todos se dicen ser seguidores de Cristo en una clara intentona por diferenciarse de la maléfica religión católica (¡como si los católicos no fueran también cristianos!); dogma en el que todavía sus abuelos creían y que defendían pero del que ellos razonablemente han desertado. Cuando se les cuestiona se muestran firmemente en contra del catolicismo y sus fálicos demonios terrenales. Total, que las doctrinas reformistas de Lutero ‒como casi todo lo referente al desarrollo y la evolución de la civilidad‒ llegaron tarde a Latinoamérica: quinientos años para ser exactos.

Pero ¿a quiénes les conviene que venga el papa a México?

a) A los todavía millones de homo borregus religiosus encandilados por el desamparo emocional. Huérfanos filosóficos a quienes no les queda de otra que adjuntarse a la fe ‒por excelencia‒ del miedo y la ignorancia.

b) A los infumables partidos políticos, cuyos líderes se relamen los bigotes ante el hecho, pues están al inicio de una carrera electoral. Después de todo, qué mejor que empezar la infame competencia por la presidencia con el pie bien puesto sobre una de nuestras peores debilidades idiosincráticas.

Para constatar ese interés, los tres principales contendientes estarán, de cuerpo presente, en la misa del sumo pontífice. Se arrodillarán y recibirán el cuerpo del judío crucificado, previamente transustanciado y comprimido en rodajas de trigo blanco.

A su vez, para cada uno de los casos de mayor relevancia mediática hay una posible justificación.

Peña Nieto: no es de extrañarse. En él vemos diariamente el discurso telenovelero que suele arrobar a la masa: virgencitas, ángeles, arcángeles y toda la panda de espíritus y santos de la que es posible echar mano. Peña es un cretino, pero también es un todoterreno de la farsa mediática.

Vázquez Mota: le sobran razones. Algunos todavía no nos explicamos por qué no acabó de monja. Quizá por el temor a perder su virginidad con un cura depravado. Se dice que hasta la fecha se le escucha murmurar por las noches: “Dios mío, hazme tuya”.

López Obrador: buena oportunidad para ese rezongón hipócrita. Tránsfuga del priato, que parece siempre ir adaptando su vetusto discurso a las inclemencias del tiempo, sin lograrlo. Ni de izquierda ni de derecha, sino todo lo contrario.

Calderón: a ver si el papa (y el papamóvil) lo ayuda a olvidar por lo menos durante unas horas la fábrica de cadáveres en la que se ha convertido este país.

Y a nosotros, ateos empedernidos quienes, ante lo inevitable, aprovechamos una oportunidad más para, desde la trinchera crítica, demostrar nuestro desprecio tanto por el despilfarro de recursos económicos y humanos como por el recibimiento cordial a un personaje deleznable; representante, además, de un Estado-empresa que, no es ningún secreto, apesta a podredumbre. Esto, claro está, sin que nos gane la hormona oscura ‒mucho menos públicamente‒ del deseo de la muerte ajena. ®

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Publicado en: Diábolo, Marzo 2012

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