La legislación del internet es un asunto que concierne a todo el mundo. La defensa de nuestra privacidad es uno de varios campos de batalla.
Cuando se opta por discurrir en la escena del presente sin temor a ocultar los pliegues de la conciencia, los principios tatuados o las prognosis de cambio, es cuando el valor se ha impuesto a la sensatez. Es también entonces cuando el deseo de abrir la boca y mostrarse entero subvierte la selectiva coercitividad de esta disfuncional sociedad en descomposición. Y es por eso que sin salvedad la honestidad intelectual invita en grados distintos, pero muy reales, a la privacidad y a la intimidad por igual. Porque saberse desnudo es saberse vulnerable; expuesto al exterior, sin más que el vello de la piel de por medio.
La reciente divulgación de los actos de espionaje que la National Security Agency (NSA) y sus contrapartes europeas llevan a cabo sobre gran parte de la población del planeta, invoca una versión estremecedora de las imágenes de Spencer Tunick reflejadas iteradamente en espejos unidireccionales de una colosal cámara Gesell virtual. Entre las inconmensurables redes de pesca de los servicios de inteligencia, quedan capturadas a diario las vidas digitales de millones de seres humanos: sus pláticas, sus recuerdos, sus deseos, cada interacción que los conforma como entes sociales; cada bit de expresión—verbal, escrita o pictórica —que sus autores han decidido mantener adrede en el ámbito circunspecto de los vínculos afectivos, laborales o intelectuales.
Lo que Ed Snowden ha hecho es gritar a los cuatro vientos que no es el emperador quien está desnudo, sino los aldeanos. Con esa aserción factual se ha develado una realidad que supera cualquier ficción distópica escrita a mediados del siglo pasado, cualquier sueño húmedo del difunto senador McCarthy. Se trata de la voz al desnudo como arma de destrucción masiva. Un proyectil capaz de viajar en el tiempo, hurgar en el pasado y perseguir, enjuiciar y condenar en el presente. Las vidas literalmente convertidas en rollos de película que se pueden reproducir, diseccionar, almacenar y utilizar selectivamente para probar cualquier cosa, en cualquier contexto o a falta de éste.
Fahrenheit ha pasado de los 451 a los 2013 grados, temperatura a la cual el secreto —la materia de la que está hecha la introspección— se evapora escapándose para siempre por un agujero de gusano hacia el 1984 de Orwell.
En contraste con la represión abierta de los viejos —y no tan viejos— Estados policiacos, en esta nueva guerra psicológica la coartación del derecho de expresión se esconde tras una compelida decisión propia. Sin embargo, esta vez la justificación es distinta ya que si en el polarizado siglo XX el espionaje doméstico respondía casi siempre a un contrapeso político genuino que amenazaba con una revolución social, hoy ese contrapeso no existe, haciendo del actual espionaje de masas un eterno golpe preventivo contra cualquier estímulo al cambio; redefiniendo así el concepto de despotismo, y, por supuesto, de banalidad al corear en los medios ese maniqueo cuento de hadas cuyo ogro es un omnipresente enemigo ficticio llamado terrorismo.
Si se piensa a profundidad, todo se reduce a coartar el derecho a disentir. Disentir de las vidas dispuestas por el existente orden social anquilosado en rubros, clases, dogmas, rezos, colores y categorías intranscendentales; del dominio del capital sobre esta colección de guetos impares enrejados, sobre la globalizada servidumbre asalariada ejemplificada cruentamente por los mártires de Marikana y Dhaka, sobre los crímenes de guerra y la terrible suerte de Bradley Manning.
Así, en el mercado accionario de las commodities, el disenso hace volar súbitamente la curva creciente de valorización por encima de cualquier acotación. Las campanas del Dow Jones comienzan a sonar haciéndonos saber que el tiempo de la autocensura ha llegado, que el corazón delator reside en el brillo plano que sostenemos en nuestras manos en respuesta a un incontenible bip, que Jules y Jim observan babeantes desde dentro del monitor, acechantes, y que Fahrenheit ha pasado de los 451 a los 2013 grados, temperatura a la cual el secreto —la materia de la que está hecha la introspección— se evapora escapándose para siempre por un agujero de gusano hacia el 1984 de Orwell.
El soplón ha tocado la flauta y las coladeras se han abierto para dejar que los roedores inunden las modernas calles de Hamelín. Aquellas ratas que tiempo atrás recorrieron nuestras casas, alcobas, escritorios, los trapos sucios de nuestros armarios, los fantasmas de vidas pasadas. Todos ven ahora el río de pelambre gris que hasta hace poco vivía bajo tierra, inundando los ductos ópticos de las ciudades y el aire radial. La bola de nieve gris, desciende, girando y girando, ganando masa e impulso y cerniéndose sobre la aldea global al fondo de la cuesta. La aldea en que todos somos Adso de Melk con el segundo libro de la poética de Aristóteles en nuestras manos, sabedores de que el veneno en sus letras pronto se sentirá en nuestra boca cuando irreparablemente tengamos que mojar el dedo en los labios para hojear la siguiente página. ®