Lamento por los desaparecidos

Vivir la ausencia

Familiares forzados a convertirse en detectives. Madres, padres y hermanos que buscan a la persona cuya libertad fue sumergida y ahogada en un océano de odio.

«Desaparecida», ilustración de Lily Báez.
Un día ya no se supo de ellos.
¿Se fueron? ¿Se los llevaron? ¿Por qué? ¿Están vivos?
¿Dónde están?

Una huella, un trozo de hueso, un botón.
Un arete, un retazo de ropa, un diente.
Un zapato, un cabello, unos lentes rotos.
Un tesoro, una esperanza.
Vestigios de las víctimas del crimen perfecto: sin cuerpo no hay delito.

Familiares forzados a convertirse en detectives. Madres, padres y hermanos que buscan a la persona cuya libertad fue sumergida y ahogada en un océano de odio. Que rastrean ante la indolencia de las autoridades mientras los días, semanas, meses, años y décadas pasan y los llenan de angustia. Que luchan contra los discursos que ignoran la pérdida y el horror. Que matizan la violencia que azota al país en un ambiente sin justicia y de absoluta impunidad.

En algo andaba.
Se fue con el novio.
Seguro paga por algo.

Caminan y escuchan que llega una voz desde lo más profundo de la tierra. La voz de su desaparecido. Sienten que la tierra sobre la que pisan vibra a cada paso que dan en busca de respuestas. Víctimas, también, de un sistema viciado que los obliga a vivir como si nada hubiera sucedido, como náufragos que miran frente al mar buscando una señal de vida. Encadenados a un sistema que los presiona a conformarse con supuestos. Réplicas que quiebran sus esperanzas y profundizan la injusticia. Que siembran miedo, socavan la confianza y rompen el tejido que sostiene a las comunidades.

Ya deje de buscar.
De seguro está muerto.
Confórmese con eso.
No lo vas a encontrar.

Creadores de ramificaciones que crecen hacia la esperanza. Agentes de recursos y símbolos de fortaleza. Que acompañan la solitaria búsqueda de la justicia. Representantes de búsquedas de unos y otros que se encuentran y van tejiendo redes. Que buscan cualquier pista entre los terrenos de las distintas formas de hacer desaparecer: arrojar cuerpos en tanques de ácido, quemarlos en ladrilleras clandestinas, botarlos al río o camuflarlos en bosques y cementerios.

Mujeres con palas que buscan entre los muertos. Madres que comparten la peor de las tragedias. Dolientes que aún esperan. Personas que escuchan a los demás referirse, preguntarse sobre su desaparecido en tiempo pretérito, como si ya no existieran.

No están muertos los desaparecidos, ni lo sienten así sus familias.

¿Cómo se llamaba su familiar?
¿A qué se dedicaba?

El dolor de la certeza es un consuelo. Saber de su muerte es como recibir un diagnóstico después de mucho sufrimiento. Es la posibilidad de identificar el motivo de dolor. Para acoger la pena o expulsarla. Es el derrumbe del blindaje emocional que se tira, esperando poder comenzar a sanar. Es el permiso para poder llorar y nadar en un mar de emociones.

El fin de la víctima.
El fin de la víctima.
El fin de la víctima.
El amor es la única cosa más grande que el miedo.

Personas sin identificar en morgues y cementerios. Restos calcinados que se cuantifican por kilo. Restos de vida en bolsas de plástico. Masa compactada de restos humanos.

El cerebro trata de contener los números, sin siquiera llegar a hacernos una idea de la magnitud de las atrocidades que se cometen. La dimensión del fenómeno. Podemos hacer la ecuación, podemos hacer el cálculo de la cantidad de desaparecidos. Podemos sumar ese número a las listas de muertos en otros estados, de los cadáveres arrojados en ríos o en fosas. Pero ninguna operación matemática puede resumir el efecto de tan absoluta destrucción.

Demasiados restos, demasiados fragmentos, demasiados desaparecidos. Demasiados muertos.
Y pocas respuestas. ®
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Publicado en: Apuntes y crónicas

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